La tranquilidad volvió al grupo. Aquella criatura de aire frágil no representaba amenaza alguna. Sin embargo, Fernanda permaneció junto al vehículo, clavada en el asfalto, sin una sonrisa, sin un saludo. Era una estatua de incomodidad.
Del lado del conductor salió la antítesis de toda duda: Ángela De la Rose. Alta, segura, con el cabello rubio cenizo recogido en una coleta impecable que gritaba eficiencia. Su simple presencia, saliendo de ese vehículo, la elevaba al estatus de diosa mecánica.
—Lo siento, lo siento —se disculpó con una sonrisa que desarmaba cualquier posible resentimiento—. La culpa fue mía, unos papeles de última hora. Para compensar —añadió, dejando caer la bomba con una calma deliberada—, pongo la camioneta a nuestra disposición todo el fin de semana.
Las palabras detonaron una explosión de júbilo. Un coro de "¡¿En serio?!", "¡No manches!" y "¡Ángela, eres la mejor!" estalló en la calle. Martín dio un salto en el aire, Cecil olvidó por un segundo su agarre posesivo de Gabriel para aplaudir, y hasta la siempre serena Gloria no pudo evitar una amplia sonrisa. La promesa de viajar en ese vehículo, con su música a todo volumen y sus ventanas bajadas, convertía la excursión de un simple paseo en una aventura épica. La camioneta ya no era un transporte; era un símbolo de status, de independencia, de que el fin de semana sería legendario.
El padre de Maya se le plantó delante con los brazos cruzados, su desconfianza formando un escudo contra la ola de euforia juvenil.
—Tú eres Ángela... de los "De la Rose" —afirmó, no preguntó. Su tono gélido cortó de tajo la alegría colectiva, dejando un silencio incómodo. —Dime, niña, ¿tienes incluso edad para conducir?
—Por supuesto que sí —respondió Ángela, manteniendo la serenidad aunque su sonrisa se tensó levemente. Sacó su cartera y extrajo una licencia—. Aquí la tiene.
El hombre examinó el documento como un perito, buscando la más mínima falla bajo el peso de nueve pares de ojos adolescentes que lo fulminaban con la impaciencia. Tras un escrutinio que se hizo eterno, se la devolvió con un resoplido y se llevó a Maya a un aparte para una conversación urgente.
—¡Chicos, dejen de flojear y suban las cosas! —anunció Ángela, recuperando el mando y abriendo la espaciosa cajuela con un gesto teatral.
La energía contenida estalló en movimiento. Los chicos se abalanzaron sobre el equipaje no por obligación, sino con el entusiasmo de quien está inaugurando su propia nave nodriza. Marcus cargó su maleta y al hacerlo, notó en el fondo varios objetos que no pertenecían a un viaje común: cacerolas, una bolsa de carbón, una hielera… La curiosidad le picó, pero decidió no comentarlo. Se dedicó a acomodar el equipaje con eficiencia, creando un rompecabezas perfecto en el maletero, mientras a su alrededor reinaba un caos jubiloso.
Mientras los demás acariciaban la pintura metálica, se peleaban por ver quién se sentaría en la tercera fila o miraban con avidez los controles del aire acondicionado,
Marcus se apoyó en el paragolpes, con los brazos cruzados, observando la despedida con impaciencia. Fue entonces cuando Fernanda se acercó sigilosamente a la cajuela, sin verlo. Al descubrirlo, dio un respingo como un cervatillo asustado, bajando la mirada de inmediato.
—Buenos días —la saludó él. Forzó su voz para que sonara seca, un muro de contención para el torrente de emociones que lo embargaba. Por dentro, solo quería abrazarla, cargarla, moverla de un lado a otro con pasión y alegría.
—H-ho-la —tartamudeó ella, con un hilo de voz—. S-solo busco un pañuelo.
Se inclinó sobre la cajuela, rebuscando en su mochila. Marcus la observaba, y el recuerdo de lo que fueron le golpeó con fuerza. No siempre fue así. Cuando él llegó, Fernanda fue su faro. Fueron inseparables: compartían comida, clases, el transporte. Incluso pasaron la Navidad juntos en casa de Ángela. La complicidad entre ellos era tan natural como respirar, hasta que él cruzó la línea y declaró sus sentimientos. Desde entonces, aquella amistad se quebró, reemplazada por este baile incómodo de miradas esquivas y palabras atascadas.
Fernanda encontró los pañuelos y huyó hacia el asiento del copiloto como si se le fuera la vida en ello. Marcus apretó los puños, arrepentido una vez más de su frialdad. Pero esta vez sería diferente. Tenía un plan.
Para distraerse del nudo en el estómago y del bullicio a sus espaldas,
Marcus sacó del bolsillo el volante arrugado.
—¡Oigan, compañeros! —llamó su atención con un tono ligero—.Aquí al servicio de la comunidad, les pido su colaboración para localizar a este perrito. Es un Alaska, blanco con gris...
La reacción de Ángela fue un estudio de contrastes. Para el grupo, fue solo un movimiento rápido y un poco brusco. Para Marcus, fue un destello de puro pánico. Sus ojos, normalmente serenos, se abrieron como platos un instante antes de que su mano, con una precisión de halcón, le arrebatara el volante.
—¡Uy, lo siento! —exclamó hacia el grupo con una risa forzada que sonó como cristales rompiéndose—. Casi se lo vuela el viento. —Su sonrisa era tensa, una máscara puesta para los demás. Pero cuando su mirada se cruzó con la de Marcus, la máscara se resquebrajó, dejando al descubierto una urgencia gélida.
—¿Estás loco? —le susurró con una ferocidad que solo él podía escuchar, mientras lanzaba una mirada rápida y nerviosa hacia la camioneta. Al ver a Fernanda aún ensimismada, un suspiro de alivio escapó de sus labios. Al dirigirse de nuevo al grupo, su voz recuperó una dulzura artificial—. Chicos, no se molesten. Buena noticia: este cachorrito ya fue encontrado ayer. Todo solucionado.
—¿Estás segura? —preguntó Marcus, fingiendo inocencia pero intrigado por el despliegue teatral—. La mujer que me lo dio mencionó una recompensa bastante jugosa...
—¡Claro que sí! —lo interrumpió Ángela, y esta vez su voz fue un cuchillo envuelto en seda. Su sonrisa se tensó hasta casi dolerse, dirigida a los amigos que observaban la escena con curiosidad. Luego, en un movimiento fluido, tomó a Marcus del brazo con una presión que casi era dolorosa—. Marcus, ¿me ayudas un segundo con... esto de la cajuela? —le dijo con voz melosa, antes de arrastrarlo lejos del grupo.
Una vez a solas, la fachada se desmoronó por completo.
—¿En qué demonios estabas pensando? —le escupió en un susurro frenético, su serenidad hecha añicos—. ¡Dime quién te dio esto!
—¿Qué más da? —se defendió Marcus, confundido por la intensidad—. Fue una mujer. Pelo corto, playera negra. Ya te dije.
—¡No me des descripciones de pasada! —casi gritó, conteniéndose en el último segundo y bajando aún más la voz—. ¿Qué te dijo? Palabra por palabra. ¡Es importante!
—¿Por qué tanto drama? —replicó Marcus, exasperado.Ella, frustrada, intentó marcharse.
—Ni una palabra de esto a Fernanda —le ordenó por sobre el hombro.
Marcus le bloqueó el paso.
—¿Por qué no?
Ángela lo miró fijamente, con el ceño fruncido en una mezcla de exasperación y… ¿preocupación?
—¿En serio no te diste cuenta? —Negó con la cabeza, como si luchara con una decisión interna—. Te lo explicaré, pero no aquí. No ahora. Sólo recuerda: no le digas nada a Fernanda. Y trata de recordar cada palabra de esa mujer.
Antes de que Marcus pudiera responder, un grito de Martín ("¡Maya, que se acaba el día!") cortó la tensión. La despedida entre padre e hija se aceleró. Marcus cargó la maleta rosa, cerró el maletero con un portazo seco y todos se apiñaron en el vehículo. No era cómodo para diez, pero con ingenio y algún que otro roce forzado, cupieron.
Ángela dejó una cosa clara antes de subir:
—Fernanda va conmigo al frente. De copiloto.
Nadie objetó. Las puertas se cerraron, el motor rugió y, por fin, emprendieron el camino. Marcus, atrapado en el asiento trasero, no podía quitar los ojos de la nuca de Fernanda. El viaje prometía ser mucho más interesante de lo que cualquiera hubiera imaginado.