Deseo en la oficina

2066 Words
El timbre de la reunión suena como una alarma en mi cabeza, pero mi mente está lejos de la sala de conferencias. Mis pasos son automáticos mientras me dirijo al pasillo, pero mi mente sigue atrapada en la imagen de Eduardo, de su mirada profunda, fija en mí. Puedo sentir el peso de esa mirada incluso cuando estoy a varios metros de distancia. Mi piel está viva, ardiendo con la sensación de su presencia. Al entrar a la sala de reuniones, intento centrarme en los papeles sobre la mesa, en los gráficos que necesito revisar, pero es imposible no sentir su cercanía. Eduardo entra poco después, con la misma presencia dominante que siempre tiene. Su traje oscuro resalta en la luz suave de la sala, y cuando se sienta frente a mí, nuestros ojos se cruzan por un segundo. Solo un segundo, pero es suficiente para que el aire se vuelva denso, cargado de una energía que ninguno de los dos puede negar. La reunión comienza, pero las palabras me llegan como a través de un velo. No escucho, no puedo concentrarme en nada más que en la tensión creciente que flota en el aire. Siento su mirada sobre mí, cada vez más intensa, como un fuego lento que arde dentro de mí, sin que pueda apagarlo. Intento mirar mis notas, anotar algo, pero mis manos tiemblan ligeramente. ¿Está notando lo mismo que yo? ¿Sabe que cada palabra, cada gesto, cada mirada es un juego peligroso? Mi respiración se acelera cuando, de repente, sin previo aviso, se inclina ligeramente hacia mí, lo suficiente para que su cercanía sea palpable. Es un gesto pequeño, pero suficiente para que mi pulso se acelere. — ¿Tienes alguna observación sobre este informe? — su voz es suave, casi un susurro, pero tiene un peso que me atrapa. Levanto la mirada hacia él, y por un segundo, nuestras miradas se entrelazan de nuevo. Es como si el mundo alrededor de nosotros se desvaneciera. No hay ruido, no hay otros empleados en la sala. Solo él y yo. Y entonces, por fin, una pequeña chispa de lo que realmente siento por él se enciende. La adrenalina me recorre y, sin pensarlo demasiado, respondo: — Sí, he encontrado algunos puntos que creo que podríamos mejorar... — Mi voz suena más firme de lo que me siento, pero el temblor en mis manos no desaparece. Eduardo asiente, pero su mirada no se aparta de mí. No sé si es la tensión del momento, o si está esperando algo más, algo que no puedo dar, pero lo único que sé es que sus ojos son implacables, decididos. Es como si me estuviera desnudando con la mirada, como si pudiera ver todo lo que trato de ocultar. De repente, la puerta se abre, rompiendo el silencio. Uno de los otros miembros del equipo entra, y la burbuja de tensión que se había formado entre Eduardo y yo se disuelve, aunque solo parcialmente. La realidad regresa al instante. La reunión sigue su curso, pero el eco de lo que acaba de suceder permanece en el aire. Mis pensamientos no se desvanecen, y cuando la reunión finalmente termina, la necesidad de salir de la sala, de escapar de la intensidad de esa interacción, me consume. Con paso rápido, me escabullo fuera de la sala, buscando el respiro que necesito. En el pasillo, mi mente sigue revoloteando. A cada paso que doy, siento que estoy más atrapada en este juego. No puedo negar lo que siento, pero también sé que este no es un camino sencillo. Eduardo está casado, y yo soy solo una empleada. No importa cuánto lo quiera, este es un amor imposible, prohibido. Cuando llego a mi escritorio, mis manos vuelven a temblar ligeramente. Trato de concentrarme en los documentos sobre la mesa, pero es inútil. La imagen de Eduardo, su mirada penetrante, su voz suave, me sigue acechando. El deseo crece en mi pecho, un deseo que no puedo apagar. Y sé que cada vez que nos encontremos, será más difícil controlar lo que siento. Finalmente, el día llega a su fin, y como siempre, las horas parecen dilatarse mientras mi mente sigue atrapada en este círculo vicioso. Al salir, la oscuridad de la noche me envuelve, pero en mi corazón, todo parece estar en llamas. La tensión en el aire es tan densa que casi puedo tocarla. Los minutos parecen dilatarse mientras nuestras miradas se cruzan, cada uno de nosotros atrapado en un juego peligroso. El sonido de los pasos de la esposa de Eduardo se ha desvanecido, pero algo ha quedado entre nosotros, algo que no puedo ignorar. Mi cuerpo se siente como una cuerda tensa, lista para romperse en cualquier momento. De repente, Eduardo da un paso hacia mí, y mis pulmones se sienten vacíos. Mis pies permanecen inmóviles, mi cuerpo parece congelarse, pero él ya está demasiado cerca. Su aliento cálido roza mi oído, y el pulso en mi cuello se acelera. El mundo exterior desaparece. No hay oficina, no hay empleados, no hay nada más que el peso de sus manos en mi cintura. — No puedo resistir más, ¿sabes? — susurró Eduardo, su voz profunda, cargada de un deseo palpable. Sus dedos se hunden en la tela de mi blusa, acercándome a él, y antes de que pueda reaccionar, sus labios encuentran los míos en un beso arrebatado, feroz. La pasión es instantánea, electrizante, como una corriente que recorre mi cuerpo entero. Intento apartarme, mis manos empujan contra su pecho, pero él es más fuerte. La fuerza de su abrazo me aprisiona, y el deseo que arde entre nosotros parece consumirnos a ambos. Mi respiración es entrecortada, mis pensamientos desordenados, pero hay una voz en mi cabeza que grita, un recordatorio de lo prohibido de todo esto. — ¡Suéltame! — exclamo, aunque mis palabras son débiles, llenas de contradicción. Mi corazón late desbocado, y mis labios tiemblan cuando consigo hablar. — ¡No ves que tu esposa podría vernos! ¡Entonces me matas, Eduardo! Mis palabras salen como un susurro frenético, mi cuerpo se esfuerza por zafarse, pero la realidad es que no quiero irme. Todo en mí está gritando por más, por seguir, por sucumbir a la tentación. Pero la conciencia de lo que está en juego me atormenta. Su rostro permanece cerca del mío, y sus ojos se oscurecen con una mezcla de frustración y deseo. Puedo ver el control que está perdiendo, pero también veo la lucha interna, como si tuviera miedo de lo que este beso representa. De repente, la razón vuelve a tomar forma en su mente. Lentamente, me libera, aunque sus manos permanecen cerca de mi cintura, como si no estuviera dispuesto a soltarme del todo. — Te lo dije... — murmura, su voz más grave, casi un ronco suspiro. — No puedo... Pero, como si un impulso lo dominara, sus manos rozan mi piel con una suavidad que me derrite por dentro, y me quedo allí, inmóvil, sin saber si lo que quiero es alejarme o acercarme más. La puerta de su oficina está cerrada, y fuera de ella, el mundo parece no existir. Solo estamos nosotros, atrapados en este instante que no tiene regreso, sabiendo que cada momento que pasa solo hace que la tormenta entre nosotros se intensifique. Eduardo me mira por un largo segundo, sus ojos llenos de algo más que deseo: hay una desesperación, una rendición que no puedo ignorar. — Esto no puede seguir, pero... — susurra, y antes de que pueda agregar algo más, la puerta de la oficina se abre de golpe, rompiendo el hechizo. Un grito sordo recorre mi pecho, como si el sonido de la esposa de Eduardo entrando fuera la señal de que nuestra burbuja ha estallado. El ruido de la puerta al abrirse es como una explosión que retumba en mi pecho. Mis ojos se abren con rapidez, y una ola de pánico recorre mi cuerpo al instante. La figura de la esposa de Eduardo aparece en el umbral, con su expresión seria y la mirada fija en nosotros. El aire se vuelve espeso, pesado, como si todo en la oficina hubiera dejado de funcionar y solo quedáramos nosotros tres atrapados en este instante prohibido. Eduardo me suelta de inmediato, como si mi piel le quemara. Un escalofrío recorre mi espalda, y mis manos tiemblan al intentar mantener la compostura. Mi respiración es irregular, y el ardor de sus manos sobre mi cintura persiste, como una marca que no puedo borrar, aunque lo desee. — ¿Qué está pasando aquí? — La voz de la esposa de Eduardo es fría, calculadora. Sus ojos no se desvían de nosotros, y en su mirada hay una mezcla de incredulidad y furia contenida. Cada palabra parece pesar una tonelada. Mi garganta se seca, y por un momento no sé qué decir. El aire está tan cargado de tensión que me cuesta siquiera respirar. El silencio entre los tres es insoportable, como si todos estuviéramos esperando una señal, un movimiento, algo que nos diga cómo continuar. Pero lo único que siento es el peligro de estar allí, expuesta, atrapada en algo mucho más grande que yo. Eduardo no dice nada de inmediato. Permanece en silencio, su rostro enrojecido, su mandíbula tensa. No es como él, el multimillonario controlado que siempre ha tenido todo en su lugar. Pero ahora, al verme tan vulnerable, al estar tan cerca de un desastre, sus ojos reflejan algo más: miedo. — Nada está pasando, Sofía — su voz es baja, pero su tono tiene una urgencia que no puedo ignorar. Se vuelve hacia su esposa, pero no me suelta de la mirada, como si intentara buscar una respuesta que no tiene. — Estaba solo en mi oficina. Simplemente... La esposa de Eduardo no parece convencida. Sus ojos se clavan en mí, y puedo sentir cómo me evalúa, cómo está leyendo cada mínimo movimiento, cada respiración. Mi pulso se acelera, mi cuerpo se siente expuesto ante ella, como si todo lo que había guardado en mi interior se estuviera desmoronando, al igual que las paredes que hasta ahora habíamos construido. — Estaba solo en tu oficina... — repite la esposa de Eduardo, con sarcasmo. — ¿Eso explica por qué su piel está tan roja? ¿Y por qué sus labios parecen deshechos? El calor sube a mi rostro como una ola. Mi corazón late tan fuerte que puedo oírlo en mis oídos. ¿Qué hago? ¿Cómo le explico que todo esto está más allá de mi control? ¿Cómo explico que, aunque es un hombre casado, aunque es mi jefe, mi cuerpo se ha rendido ante él? — Sofía... — la voz de Eduardo es ahora un susurro urgente, como si intentara detener lo que está por venir, como si quisiera protegerme de la tormenta que se desata en el aire. Pero ya es demasiado tarde. La esposa de Eduardo se da la vuelta, dando la espalda a ambos. Sus pasos resuenan en el pasillo, alejándose rápidamente, pero yo siento que su mirada todavía está en mí, que me está llevando consigo, cargando el peso de todo lo que acaba de suceder. Y entonces, la puerta de la oficina se cierra con un golpe sordo. Eduardo permanece en silencio, mirándome con una mezcla de culpa y deseo. No sé qué hacer, no sé cómo procesar lo que acaba de ocurrir. ¿Lo que compartimos fue solo un error? ¿O fue una chispa que prendió un fuego que no puedo apagar? Mis manos tiemblan, y mi respiración sigue errática. Intento hablar, pero las palabras se quedan atoradas en mi garganta. — Esto... esto no puede seguir, Eduardo. — mi voz sale rota, temblorosa, pero no puedo mentir. No puedo negar lo que siento. — Tu esposa... todo... es demasiado peligroso. Eduardo da un paso hacia mí, sus ojos oscilan entre el arrepentimiento y la necesidad. Su voz se suaviza, casi un susurro, mientras se acerca lentamente. — Lo sé. — sus palabras son graves, llenas de una verdad amarga. — Pero no puedo detenerme, Sofía. No puedo. El aire entre nosotros se vuelve denso, como si todo lo que dijimos y sentimos hasta ese momento nos estuviera atrapando, haciéndonos caer aún más profundamente en la oscuridad de lo prohibido. Y, a pesar de todo, no puedo evitar preguntarme: ¿Qué será de nosotros ahora?
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