
Cuando la ira de los Dioses cayó sobre el vivo y extenso suelo de la tierra los verdosos bosques y las hermosas flores se marchitaban mientras el agonizante sonido de la muerte que se aproximaba de pueblo en pueblo dejaba marcas permanentes como las huellas de su crimen perfecto.
La historia de la humanidad cambiaría por completo y sin darnos cuenta nuestro viaje de expiación podría convertirse en una tortura eterna de la que jamás seríamos libres. Las fuerzas demoníacas se aprovechaban del odio que los Dioses dejaban caer sobre nosotros para poner más sal a la herida, regocijados por su obra maestra se consideraban a sí mismos como la salvación y la iluminación que necesitábamos para salir del abismo cuando realmente deseaban cada vez más destrucción.
Era necesario enfrentar las amenazas, la sangre derramada en el campo de batalla era la única prueba que se necesitaba para darse cuenta del dolor y sufrimiento que se vivía día a día. El anochecer marcaba el final de un ciclo más de castigos y agonías mientras las estrellas sangraban atormentadas e incapaces de cumplir nuestros deseos de vivir.
Se consideraba un tesoro y se decía que desde la montaña más alta y cercana al cielo se podía apreciar la belleza de la Sangre de Estrellas, lo único tan puro capaz de enfrentar el mal que reside en el mundo.
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