En un ambiguo y lejano pueblo había una historia muy famosa y conocida que relataba las aventuras de un hombre cuya ambición lo llevaría directo hasta el olvido y la destrucción. Se decía que en el año trescientos veintitrés en las lejanías del bosque Mestris los ciudadanos mestrianos vivían una vida llena de gozo y paz mientras sus días estaban repletos de mañanas soleadas y aire puro.
Un paraíso terrenal incomparable con cualquier ecosistema existente en el mundo, que sería hasta codiciado por los mismos dioses quienes vivían una vida de maravillosas riquezas y belleza.
Un día un hombre llamado Hanibal Sericks paseaba por las cercanías del lago Mestris, pero detuvo su carruaje al observar a una mujer mal herida y moribunda que intentaba saciar su sed bebiendo la purificada y exquisita agua del lago incapaz de poder levantarse de los cimientos del suelo Mestriano.
Llevaba puesto un vestido rasgado y manchado con sangre, aquel hombre se compadeció del alma moribunda de aquella mujer y decidió darle de beber y comer, le ofreció un techo donde vivir y poder descansar hasta que sus heridas físicas y mentales sanaran por completo. La bondad del hombre cuya única intención era ayudar a la mujer en estado crítico con el tiempo se volvió en lujuria y sus ojos que una vez expresaban amabilidad ahora penetraban a la bella mujer con una mirada repleta de deseos y malas intenciones.
Se decía que en los días lluviosos los ciudadanos Mestrianos permanecían en sus casas como señal de respeto a los Dioses quienes avisaban por medio del cambio climático que amenazas se acercarían a la tierra y que debían permanecer a salvo en sus hogares y respetar los deseos divinos de las entidades más poderosas del mundo.
El hombre quien no pudo contener más sus deseos desgració a la hermosa mujer durante la lluviosa noche en la que nadie sería capaz de escuchar los gritos de auxilio de la indefensa joven quien había servido lealmente a su salvador.
Destrozada y sintiéndose maldita la mujer abandona el lugar corriendo entre la inmensidad de los árboles Mestrianos hasta que sus descalzos pies no soportaban el dolor y la dejaron caer. La Diosa Atenea aparece frente a la mujer cuyas manos temblaban de ira y pretensiones de muerte, con pensamientos profanadores de destrucción. Una hermosa Diosa tan tenaz como cualquiera y sin nada de compasión en su dulce mirada.
—Hermana mía —tiene una magnífica y perfecta voz angelical—, haz osado profanar el nombre de nuestro padre acostándote con un humano cuando fuiste enviada a la tierra para expiar los pecados que cometiste en el olimpo.
—Atenea, hermana mía —contestó a modo de ruego—, he sido desgraciada en contra de mi voluntad.
—Ese hijo que llevas en tu vientre —señala con desprecio—, está maldito y repleto de pecados al igual que tú —su manera de expresarse era igual de despreciable que el sonar de la voz de su padre Zeus.
—¡Puedo deshacerme de él cuando nazca! —había sido su plan desde la primera penetración del humano en su perfecto y ya no tan puro cuerpo.
—Nuestro padre lo sabe —dijo Atenea—, y ha decidido exiliarte a vivir una eternidad en la tierra expiando tus pecados hasta que la humanidad sea reducida a polvo y cenizas.
—¡Ha sido todo culpa de los humanos! —sus gritos no iban a servir de nada para Atenea quién no flaquea ante sus decisiones y sentimientos—. ¡No merezco esto!
—Padre sabe que en tu cabeza existían deseos lujuriosos desde antes de que el humano deseara tu carne —camina un poco hacia ella y se coloca firmemente con su imponente figura delante de su adolorida hermana—, la decisión está tomada. Flora, Diosa de la vegetación, por medio del todo poderoso Zeus quien me ha concedido la voluntad y la misión de exiliarte, todos tus poderes serán tomados en contra de tu voluntad, pero vivirás eternamente como una mariposa que será incapaz de volver a las alturas del cielo.
—¡Atenea! —intentó levantarse de los suelos con rapidez, pero al intentar palparla con sus féminas manos traspasó el cuerpo desvanecido de Atenea sin poder alcanzarla antes de que regresara a la altura de los cielos en su maravillosa fortaleza.
Y así la Diosa Flora fue reducida a vivir como una simple humana por una eternidad llevando en su vientre un hijo maldito, nueve meses pasaron hasta el nacimiento del bastado a quien ésta culpaba de su miserable vida, viéndolo fijamente mientras el bebé tomaba su mano la Diosa Flora tomó una daga con la cual atravesaría el corazón del pequeño pecador y al hacerlo derramó entre sus delgados dedos una rojiza sangre llena de pecado y más profanación.
Sintiéndose culpable y miserable por su crimen la Diosa Flora desesperada por regresar a la vida a su difunto hijo no tuvo más opción que visitar a la Diosa de la muerte, su hermana Hera con la finalidad de poder regresar a su hijo a la vida. Un arduo viaje hasta las profundidades del inframundo por una de las muchas entradas terrenales que solo algunos elegidos pueden cruzar.
—Hermana, que bueno es ver que nuestro padre ha dejado de tener preferencias y es capaz de castigar incluso a sus hijas más puras —Hera es una hermosa y peligrosa mujer, que solo con su seductora voz haría a cualquiera caer en sus encantos.
—Necesito tu ayuda, he asesinado a mi hijo por error —mostró al pequeño inerte entre sus débiles manos.
—¿Error? —entre cerró la mirada con una sonrisa malévola entre los labios—. La muerte no es un error hermanita, te volviste una pecadora en el instante en que tocaste el mismo suelo pecador que los humanos y tus deseos infestados de maldad han desatado tus acciones.
—¡Lo quiero de regreso! —gritó con desesperación por escuchar latir el corazón del pequeño.
—Nada es gratis en mi mundo —Hera movió su cuello de manera forzada para hacer sonar sus huesos y luego regresar a su aspecto de mujer infernalmente bella—, traes aquí todos tus pecados, deseos y piensas que voy a servirte en bandeja de oro, pero estás equivocada.
—¡¿Entonces qué deseas de mí?! —se acerca unos pasos más a Hera.
—Me he sentido sola —coloca un rostro de lamento—, estas almas vacías que vagan por mi mundo son incapaces de satisfacer mis necesidades. Quiero que te quedes a mi lado y tengas una cena conmigo.
Las almas revoloteaban por cada rincón de los dominios infernales de Hera, pudiendo sentirse la desesperación angustiante de una eternidad de sufrimiento y sollozos.
—¡Estás loca! —acercó al pequeño hasta su pecho nuevamente como queriendo protegerlo—. ¡Comer algo en el mundo de los muertos implica venderte el alma y no salir jamás!
—Soy la única persona capaz de regresar de la muerte a cualquiera, debes ofrecer algo a cambio de mis servicios, Flora —Hera esperaba que la visita de su hermana fuese más que algo benefactorio para quien una vez fue la hija favorita de Zeus mientras que ella fue desterrada a controlar y servir en la obscuridad de un mundo maldito.
Desesperadamente por volver a sentir los latidos del corazón de su hijo Flora accedió a los deseos de su hermana bajo una condición, ilusamente creyendo que alguien como ella escucharía razones por el hecho de pertenecer al mismo circulo sanguíneo.
—Yo me quedo, pero mi hijo es mío y él vivirá en el mundo de los humanos —no tenía demasiadas opciones, esa era la mejor.
Poder hacer que su hijo que ninguna culpa tiene viva entre los deseos humanos y aprenda a valerse por cuenta propia, al menos mientras ella sigue pagando sus pecados.
—Concederé tu deseo lleno de ambición, Flora —se le hincha la mirada con ambición.
La Diosa de la muerte Hera trajo desde las cenizas de la laguna de almas la vida al pequeño quien lloraba desesperadamente buscando de su madre con llantos de un niño fuerte y sano.
—Desde este momento el núcleo de tu hijo es el epicentro de la destrucción —lo observa como regocijada de su creación—. Mira cómo llora desesperadamente buscando tu seno.
—¡Mi hijo! ¡Déjame verlo! —intentó aproximarse, pero al dar dos pasos Hera voltea de medio lado su cuerpo lentamente.
—¿Debería darle de comer? —pregunta en voz alta—. Tal vez deba ofrecerle mi seno para que pueda amamantar.
—¡Hera no te atrevas a darle de comer a mi hijo! —de hacerlo, el pequeño viviría eternamente en las sombras sostenido a la voluntad indomable de Hera.
—Cambio de planes —fugazmente la observó.
La Diosa Hera alimentó el vacío estomago del pequeño mientras jubilaba su alma al sentir como la soledad se alejaba de su podrido mundo, poder sentirse como una verdadera madre era el deseo de Hera. Ningún alma ni demonio podían llenar ese vacío de no poder ser madre y permanecer sola en la profundidad del averno.
—¡Hera maldita! ¡¿Qué has hecho?! —su cuerpo fue inmovilizado por la mordedura de dos perros fantasmas que apresaban a Flora desde las piernas con mordidas feroces. Criaturas malévolas creadas por el Dios Hades y controlados únicamente por un deseo obscuro.
—Hemos hecho un trato hermana —el pequeño seguía amamantando desesperado—, tú me has dado a tu hijo que se considera un pecado a cambio de regresarte los poderes que Zeus te arrebató.
—¡Nunca hicimos ese trato! —intentaba librarse, pero poco a poco sentía desfallecer sus piernas.
—Obtuve tu firma con sangre y nuestro pacto está sellado —Hera muestra su pecho y en él lleva la tinta de la sangre de Flora con su nombre, un ritual pactado en el infierno del cual no se escapa una vez se realiza.
—¿Mi sangre? —se observó los dedos de las manos y se encontraban ensangrentados—. ¿Cuándo? —quedó perpleja ante tal acto de engaño—. ¡Me has engañado Hera!
—Puedes irte de mí reino con la cabeza en alto y con tus poderes de regreso —con la mirada indica a los perros que se vayan moviendo para llevarla fuera de los límites infernales—, pero este niño me pertenece, ahora y para siempre será mi hijo.
La Diosa de la muerte expulsó a Flora de su reino, sintiéndose engañada la ira de su corazón la atormentaba por haber entregado a su único hijo a cambio de su avaricia. Se dio cuenta de que nunca quiso la vida de aquel pequeño, su corazón pecador de humana la había hecho dudar y Hera aprovechó la situación para arrebatarle lo único con lo que una mujer como ella podría ser feliz, un hijo.
Con sus poderes de regreso Flora invadió Mestris masacrando sin piedad a los ciudadanos, convirtiendo el verdoso bosque en obscuridad y sangre que manchaba todo a su paso. Las personas creyeron que la ira de los Dioses había caído sobre ellos sin haber sido culpables y dejaron de creer en los mismos, las noticias se expandían de lugar en lugar y los seres humanos dejaron de temer a los Dioses, alzaron sus voces en contra de las entidades exigiendo la muerte de los mismos a cambio de las vidas humanas arrebatadas.
Desconociendo la verdadera causa detrás de las masacres los humanos se hundieron aún más en el pecado, la avaricia de poseer más que los demás para poder sobrevivir, la ira y las guerras iniciadas entre los creyentes y los ateos, la lujuria en contra de las mujeres, la pereza de los hombres que dejaban de seguir los deseos de los Dioses para satisfacer sus propios deseos, la envidia en contra de los que tenían, el orgullo de ser incapaces de perdonar y la gula de masticar más de lo que sus bocas podrían.
Los siete pecados capitales que eran considerados tabú ahora eran la causa de las manos manchadas de los seres humanos, profanaron la tierra y la hundían en la obscuridad del pecado.
El Dios Zeus envió como representante a la Diosa Atenea para poner fin a la catástrofe causada por la Diosa Flora y restaurar la paz que anteriormente tenían, dando a respetar sus voluntades como lo más absoluto de este mundo.
—Humanos —atenea alza sus brazos como expandiendo un abrazo a todos—. Deben buscar la salvación de nuestro Dios Zeus y regocijarse. Los pecados que han cometido pueden ser perdonados si bajan sus cabezas y se arrodillan ante nuestro señor.
Se encontraba en uno de los pocos lugares masacrados que a pesar de todo seguían teniendo algo de luz y perfección, el centro de la ciudad de Mestris.
—¡Patrañas! —gritaban algunos.
—¡Blasfema! —exclamaban otros con mayor odio a la Diosa.
—¡Son ustedes quienes deben arrodillarse a pedir perdón por las muertes que han causado sus poderes! —dijo un anciano entre una voz tormentosa.
—¡Mátenla! —comentó alguien entre el público y todos empezaron a acceder a la idea.
—Hijos de Zeus, todos pueden ser salvados. La verdadera razón de sus pesares son los pecados que han cometido.
Una señora que caminaba con la cabeza agachada se acercó a Atenea con sus manos temblorosas y su voz tenue, se notaba tan frágil como las voluntades de los hombres y mujeres que perdieron sus vidas. Como un último aliento dado en esta tierra antes de marcharse a un lugar incierto luego de tener el alma vuelta miseria.
—Oh Diosa mía —agacha la cabeza—, sois más hermosa aún en persona, por favor quiero ser salvada de los pecados que han recaído sobre mi esquelético y avejentado cuerpo.
—Seréis salvada si confías y pones tu fe en tu señor Zeus —contesta Atenea.
—Mejor me quedo con la gustosa vida que estoy llevando —la voz le cambió por completo, pero Atenea justo antes de poder realizar alguna acción reconoció dicha voz.
La anciana quien parecía no poseer maldad en ella clavó una daga en el estómago de Atenea, la sangre de la Diosa esparcida por el suelo regocijaba a los humanos quienes victoriosos habían dado una lección al olimpo.
Mientras tanto la ira de Zeus se incrementaba en su reino al desconfiar de sus propios hermanos y hermanas e incluso de sus hijos, viendo como desde la tierra una de sus más preciadas y hermosas hijas era profanada por el tacto físico de los hombres.
—¡Solo un Dios puede matar un Dios! —las furias de los relámpagos se adentraban en la sala de reuniones—. ¡Alguien me ha traicionado a mí, el todo poderoso Zeus!
—Hermano, ¿Desconfías de nosotros? —el Dios del océano se acerca con cariño y apego a su enfurecido hermano lleno de rabia y deshonra.
—Poseidón, hermano mío —le coloca ambas manos en el rostro—, un simple humano no podría ser capaz de matar a un Dios y mi querida Atenea yace en suelo terrestre, penetrada y blasfemada por esos malditos humanos.
—Hera pudo haber sido la culpable —responde Poseidón al considerar las posibilidades de que las fuerzas del inframundo estén deseando revelarse con esta catástrofe.
—Imposible —despega las manos del frío rostro de su hermano—. Hera no tiene permitido salir del reino de los muertos y los humanos tienen prohibido invocarla, además no podrían hacerlo sin perder algo a cambio y lo más valioso que tienen los humanos es su vida, nadie entregaría eso a cambio.
La desconfianza era tal que los Dioses llegaron a atacarse entre ellos, al mismo tiempo los que creían que la culpa había sido de los humanos dejaban caer su ira sobre ellos y las guerras entre humanos y Dioses habían dado inicio.
Conmovida por la voluntad de supervivencia de los humanos la Diosa Hera armó su ejército de demonios para controlar y monopolizar la guerra con la finalidad de ascender a la cima del olimpo y destruir a los Dioses restantes.
Fue así como todo el mundo conocido cambió por completo, los humanos dejarían de ser los únicos habitantes de la tierra y los mundos que creíamos lejanos al nuestro formarían parte de lo que ahora conocemos como nuestro suelo.
Las criaturas que los Dioses habían invocado para destruirnos ahora formaban parte de nuestro ecosistema, elfos, minotauros, gigantes, y muchos otros que pasarían de ser nuestros enemigos a ser nuestros aliados, o nuestros peores traicioneros en compañía.
Los Dioses habían pecado en su propio suelo sagrado, ya nadie los escucharía ni los seguirían y perderían toda credibilidad. Desde ese día nadie sabe qué pasó con ellos, lo único que se podía saber es que no solo se ganó aquella fatídica guerra, sino que le abrieron la puerta a la peor de ellas y de esta sería casi imposible escapar.
Somos, seremos y éramos pecadores desde la cuna
Nuestra sangre profanadora de odio y muerte entrelaza nuestra
Crueldad como seres humanos
Perdonar, Amar, Sacrificar, Asesinar, Desear
Ni con la más pura oración nuestros crímenes
Podrían ser perdonados.
Moriremos siendo pecadores y reencarnaremos
Como sucios pecadores.
Cuatrocientos años han pasado desde aquel desastre que dejó marcas permanentes en la humanidad, había que adaptarse a este nuevo mundo para poder sobrevivir y de esa necesidad surgieron los "Imperios" una de las actuales armas más mortales de las últimas décadas creadas por el hombre quien se adueñaría de este nuevo mundo. La política y la superioridad establecerían las bases para la construcción del nuevo universo.
Las personas necesitaban algo en lo qué creer y aquellos que supieron aprovecharse de ello hicieron de sus ambiciones la realidad en la que hoy vivimos. Se crearon armas para las guerras, reinos y castillos, así como grandes ciudades. La realeza impuso una nueva forma de adoración llamada "cristianismo" en la que predicaban que solo los miembros de la realeza eran capaces de comunicarse con el único Dios existente "El Dios Agmud" y que éste les había encomendado la tarea de dirigir a las ovejas descarriadas y llevarlas por el camino de la salvación que solo él nos podía ofrecer.
La realeza estaba por encima de la iglesia y la iglesia estaba por encima del pueblo, las palabras del Dios Agmud y de su majestad eran tan sagradas y puras como el agua de manantial. Por supuesto que los demás reinos tenían a sus propios Dioses a quienes adoraban a su manera bajo sus propias reglas. Los estatus sociales definían la calidad de una persona, cuando antes éramos todos iguales y nos limpiábamos el rostro con la misma agua, compartíamos el mismo pan y bebíamos del mismo vino.
Se creía que la solución a nuestros problemas estaba puesta en las guerras y no en la paz, la ambición de los reyes llevó a cabo planes atroces que volverían a poner en peligro nuestra existencia, y esta vez debía ser la misma mano del hombre quien correspondía cortarse la otra mano para arrancar el problema de raíz. Nuestra salvación no podía esperarse de un milagro, ya nadie castigaría a los falsos profetas y profanadores de odio, porque el mismísimo ser monstruoso es el humano, y su existencia deberá ser eliminada del eslabón para detener el contagio.
Si se quiere paz se debe estar preparado para la guerra, si quieres comida debes estar dispuesto a matar y servir a tu Dios, si deseas vivir en un hogar debes pagar impuestos, y las mañanas de sol y cielo azul se convertirían en días tormentosos llenos de lástima y arrepentimiento.
“Reino del sur, Zalador—Rey Edwards Cuarto, soberano supremo—Dios Agmud”.
Zalador, la tierra de los herreros y el buen vino. Una tierra fértil y próspera bajo el mando del Rey Edwards Cuarto quien tomó el poderío luego de la muerte de su padre en el año seiscientos noventa, uno de los reinos más poderosos de la época y con el arsenal de armas de guerra más grande del sur.
Regida no solo por su majestad sino bajo el manto protector del Dios Agmud, convertida en una gran utopía que renació desde las cenizas, Zalador se ha convertido en uno de los mejores reinos para vivir y en una de las potencias de la actual guerra con las demás naciones y reinos. Una guerra que decidirá el mando de las tierras lejanas del norte, el control sobre los clanes establecidos en las lejanías del reino y la victoria total para el Rey.
Una guerra que no descansará hasta que el último de los hombres deje todo su aliento en batalla, una guerra que derramará sangre como si de vino se tratase para morir con honor en el campo de batalla. El máximo honor que un hombre Zaladiano puede obtener es morir por su Rey y su reino, se considera una traición evitar la muerte cuando toca tu puerta. No hay más honor para los guerreros de Zalador que entregarse en cuerpo y alma a la guerra, y sus heridas de batalla son su más grande recompensa.
Aquí empezaría esta historia, en el inmenso reino al que un joven llegaría después de haber vagado por meses de pueblo en pueblo como un simple granjero que entregaba su cuerpo al arduo trabajo de la tierra por un poco de sopa y pan, y una cama de paja en la que poder dormir. Jamás imaginaría que sus humildes manos trabajadoras tocarían el mango de una espada.
Y que dejaría de escuchar el sonido de las hojas de un árbol al caer por el viento para pasar a escuchar el choque de las hojas de hierro en un campo de batalla. Blandir su arma en contra de los enemigos y derramar su sangre, dejar de dormir tranquilamente para atormentar sus sueños con pensamientos turbios y ganarse el honor de ser llamado guerrero.
Aquí empezaría el viaje que pondría su nombre en el mapa de todos los imperios, reinos y clanes. Iba a borrar la obscuridad con el brillo de una espada y a dar su vida por proteger a otros. Ese iba a ser su camino como guerrero, esa era su razón de vivir bajo el manto de la guerra.