Prólogo.
Alekdrad Santoro.
Mientras la veo caminar hacia el altar, recuerdo todos los años que esperé para hacerla mi esposa. Desde el primer momento en que mis tíos, Anastasya y Maurizio, adoptaron a aquella pequeña de cabello dorado y ojos color aceituna, supe que mi corazón ya le pertenecía. No podía evitar enamorarme; desde entonces, todo lo que quería era protegerla y amarla.
La observo avanzar con seguridad, su cabello dorado cayendo con suavidad sobre los hombros, y el vestido blanco que brilla con cada paso. La acompaña mi tío Maurizio, orgulloso y emocionado, mientras todos los miembros de nuestra familia se encuentran reunidos para este momento. Mis ojos no se apartan de ella.
Cuando llego al altar, tomo su mano con firmeza, sintiendo el calor de su piel y la conexión que hemos compartido desde siempre.
—Cuídala… —me dice mi tío Maurizio, con los ojos húmedos.
—Siempre —respondo, con la voz firme, pero el corazón latiéndome a mil por hora.
Entonces nos acercamos al altar. Cada paso parece resumir todos los años de espera, todas las promesas silenciosas y todos los momentos que nos han llevado hasta aquí. La veo a los ojos y sé que este instante es mucho más que una ceremonia: es el inicio de nuestra vida juntos como marido y mujer.
—Nos encontramos reunidos para celebrar el matrimonio entre Jazmín Santoro y Alekdrad Santoro …
Ambos reímos ante el silencio incómodo.
—No somos hermanos, Padre. Solo dos almas con el mismo destino.— Aclaré.
—Y el mismo apellido —añade ella divertida.
—Ahora pueden decir sus votos —anuncia el sacerdote.
Miro a Jazmín y, con voz clara, comienzo:
—Jazmín, desde que llegaste a mi vida, supe que eras mía. Te he observado crecer, te he protegido desde las sombras, y cada día he esperado este momento. Hoy no solo me caso con la mujer que amo; cumplo la promesa que hice cuando eras solo una niña. Te prometo lealtad, protección y amor eterno. Siempre estaré delante de ti, como escudo y refugio. Tú eres mi hogar, mi principio y mi final.
Veo cómo sus ojos se humedecen. Trago saliva y continúo:
—No importa lo que venga, ni los desafíos que enfrentemos. Mi amor por ti no conocerá límites. Eres mi destino, Jazmín, y nada ni nadie podrá separarnos.
Ella me sonríe entre lágrimas. Su mirada me dice todo lo que no hace falta decir en palabras.
—Ahora es tu turno —susurro, apretando suavemente sus manos.
Jazmín respira hondo, y escucho su voz quebrada pero firme:
—Alekdrad… siempre supe que eras mi refugio. Hoy te prometo ser tu compañera, tu aliada y tu familia. Te amo por lo que eres y por lo que hemos vivido juntos. Soy tuya, y nada podrá cambiar eso.
Siento cómo sus palabras atraviesan mi corazón. La aprieto con más fuerza, no por posesión, sino para hacerle sentir que estoy aquí, siempre.
El sacerdote nos mira, conmovido, y finalmente dice:
—Por el poder que me ha sido concedido, los declaro marido y mujer. Alekdrad, puedes besar a tu esposa.
La tomo suavemente del rostro y la beso, primero lento, luego con intensidad, sellando todas nuestras promesas y años de espera en ese único instante.
[...]
La mansión de mis padres, los Santoro, brillaba con un lujo sobrio: lámparas de cristal proyectando destellos dorados sobre el mármol, música suave de fondo y un ejército de camareros desplazándose con precisión militar entre las mesas. Allí estaban los miembros más influyentes del mundo criminal y los amigos más cercanos, todos con trajes impecables, relojes caros y miradas calculadoras.
Jazmín estaba radiante, su vestido parecía hecho para ella y nada más que para ella. Reía mientras conversaba con sus padres y con mi hermana gemela, Amina, su mejor amiga desde hacía años.
—Ya eres un hombre casado… —dijo mi madre, Vicenta, con esa sonrisa que mezcla orgullo y advertencia.
—Has escogido bien —añadió mi padre, su voz grave y firme—. Pero no olvides tus responsabilidades. Eres el nuevo líder de Chicago. Amina y tú tienen responsabilidades que no admiten demora.
Klaus Malaha se abrió paso entre los invitados con esa presencia que impone respeto incluso antes de pronunciar una palabra. Su traje n***o, perfectamente entallado, y el brillo helado de sus ojos dejaban claro que, aunque ahora estábamos en un ambiente festivo, él siempre estaba preparado para la guerra.
—Tú, muchachito… —dijo mi madre, Vicenta, al verlo acercarse. Su voz sonaba dulce, pero en cada sílaba había una amenaza cuidadosamente envuelta—. Por más que seas como un hijo para mí, no te salvarás si lastimas a mi hija.
Mis padres siempre han sobreprotegido a Amina desde los tres años ella ha sufrido de personalidad múltiple, pero gracias a la terapia ya está estable.
Klaus sonrió apenas, esa mueca que para los demás era intimidante, pero que yo sabía que en él era una señal de respeto.
—Amina es mi vida —respondió, con un tono bajo, pero cargado de sinceridad.
Mi hermana, que estaba a un par de metros conversando con Jazmín, giró la cabeza en ese instante. Sus ojos brillaron un segundo al escuchar la respuesta, aunque fingió no haber prestado atención.
Mi padre intervino, posando una mano firme en el hombro de Klaus.
—Lo sabemos, muchacho. Por eso estás aquí, entre nosotros… Pero que quede claro, en esta familia las promesas se cumplen o se pagan con sangre.
Me acerqué y la besé en los labios.
—Te amo —le dije.
Ella sonrió y yo supe que no había cometido un error. Era mía, y nadie me la quitaría.
Después todo pasó como un suspiro. El viaje a Europa fue un mes de paraíso. La llevé a Roma, París, Santorini, Viena… no dejé que pusiera un pie en ningún sitio sin antes besarla. Le compré vestidos, joyas, perfumes, aunque ella insistía en que no hacía falta.
Hicimos el amor en todas partes: hoteles, un viñedo, una playa escondida, incluso en un balcón frente a la Torre Eiffel. Donde estuviéramos, ella era mía… y yo suyo.
Sin embargo debimos regresar a la vida cotidiana. Regresamos a Chicago y yo debía pasar al despacho de mi padre a recoger unos papeles. Cuando llegamos a la mansión, todavía Jazmín sonreía, llevaba el collar de Ancla que le obsequie hace cinco años y jugaba con él.
—Mi vida, ve a saludar a Amina mientras busco las carpetas… —le dije, sonriéndole apenas, antes de concentrarme en el escritorio.
Ella subió las escaleras y yo me sumergí en papeles, revisando documentos, tratando de dejar todo listo. El silencio de la mansión me resultaba cómodo… hasta que un grito, agudo y desgarrador, me cortó el aire.
Mi corazón dio un vuelco. Solté las carpetas y corrí hacia la sala, sin pensar, guiado solo por el instinto.
Y entonces la vi.
Jazmín estaba en el balcón, forcejeando con Amina. El rostro de mi hermana era pura furia, los ojos desencajados como si no me reconociera.
—¡No! —grité, pero fue inútil.
Amina empujó a Jazmín con una fuerza brutal.
El tiempo se ralentizó. Vi cómo el cuerpo de mi esposa caía, girando en el aire, hasta estrellarse contra el suelo… a escasos centímetros de mí. El sonido del impacto fue seco, terrible.
—¡Mi amor! ¡Mi amor! —corrí hacia ella, tomándola entre mis brazos.
Su cabeza estaba empapada de sangre, sus labios entreabiertos, su piel helada. No respiraba. No se movía.
—No… no, por favor, no… —mi voz se quebró, un sollozo escapó de mi garganta mientras la abrazaba con desesperación.