Dos años después
Lucrecia Miller
Chicago, finalmente.
Me bajé del avión comercial como si estuviera descendiendo de una alfombra roja, aunque lo único que había era calor, gente mal vestida y un olor espantoso a comida rápida.
—¡Nana! —chillé como si tuviera cinco años—. Me muero de calor, me voy a derretir, ¡esto es absolutamente inhumano!
—Ya casi llegamos, niña —me dijo con su voz calmada de siempre la mujer que me había criado. Gorda, adorable, práctica… y eternamente fiel.
Ella lo aguantaba todo. Hasta mis crisis existenciales por no tener una copa de champán frío a las 11 de la mañana.
Mi pelo, perfecto al salir de casa en Marbella, ahora estaba hinchado por la humedad.
Mi falda de diseñador se me pegaba a las piernas como si estuviera en una sauna.
Y yo, Lucrecia Miller —descendiente directa de dos casas nobles de España— estaba en un aeropuerto mediocre, sin un solo paparazzi, y condenada a casarme con un mafioso.
—¿Sabes qué es lo peor, Nana? —resoplé mientras nos subíamos a un coche n***o, que al menos tenía aire acondicionado—. Ni siquiera he visto al tipo, ni una foto, ni una videollamada, nada. Como si fuera un secreto de estado.
—Te prometieron que era guapo —dijo Nana, intentando animarme.
—¡Obvio tiene que ser guapo! Soy yo la que va a estar casada con él, no una cualquiera. No puedo aparecer al lado de un orco y arruinar mi imagen internacional.Además, si me va a tocar un marido criminal, mínimo que sea criminalmente sexy.
Nana suspiró.Sabía que me estaba yendo por la tangente, como siempre.Sabía que en el fondo, por muy arrogante que me mostrara, yo tenía miedo.
Miedo a lo desconocido.A no controlar la situación.A que este matrimonio no fuese solo un contrato, sino una condena.
—¿Y si no me gusta? —pregunté en voz baja, más para mí que para ella.
Nana me acarició la mano.
—Entonces lo conquistarás tú. Como todo lo que has querido en esta vida.
Suspiré, apoyé la cabeza contra la ventanilla del coche y miré el cielo gris de Chicago.
La ciudad de los gánsteres.La ciudad de él.
Mi futuro esposo.Alekdrad Santoro.
Ni siquiera sabía cómo sonaba su voz… pero pronto lo descubriría.
Cuando el coche se detuvo frente a la mansión Santoro, no pude evitar que se me abriera la boca. Era una mezcla perfecta entre elegancia antigua y poder moderno. Rejas negras con detalles dorados, estatuas de mármol, fuentes, jardinería perfectamente recortada.
Ok. Punto para el mafioso.
Bajé como toda una diva: gafas de sol puestas, bolso de diseñador colgado del brazo, y un leve gesto de asco por la humedad.
La puerta se abrió antes de que yo tocara y allí estaba ella.
Una mujer despampanante. Pelo castaño, ojos celestes que brillaban como el hielo, una presencia firme, elegante, majestuosa. Vestía de blanco. Sin exagerar parecía salida de una película.
—Hola, Lucrecia... —dijo, como dudando un poco al pronunciar mi nombre. Su voz era firme, con un leve acento.
—Pero qué guapa. —Sonreí, sin filtro. Yo admiraba la belleza, incluso si venía en forma de potencial suegra—. Pensé que eras su hermana... ¿Eres tú su madre?
Ella alzó una ceja, con una sonrisa fría pero educada.
—Soy Vicenta, la madre de Alekdrad.
—Pues entonces ahora entiendo por qué el hijo debe ser guapo, le viene de fábrica.
No respondió, solo me hizo un gesto para entrar.
—Pasa, estás en tu casa.
La entrada era impresionante. Mármol, cuadros enormes, una alfombra larga que te hacía sentir como si caminaras hacia el trono.Mis tacones resonaban fuerte, y me encantaba, yo nací para lugares así. Solo faltaba que la historia terminara con un príncipe.
—¿Dónde está Alekdrad? —pregunté mientras miraba los detalles de la casa con ojos críticos.
Vicenta me miró con una sonrisa helada.
—Vendrá en cuanto termine sus asuntos. No suele hacer esperar a nadie... salvo que lo considere necesario.
A mí eso me sonó a indirecta.
—Bueno, espero que no le moleste que su futura esposa sea impaciente. Odio esperar, ¿sabe?
—Lo irás descubriendo —me dijo—. Alekdrad no es un hombre que se deje manejar con facilidad.
Reí con suavidad.
—Entonces será interesante domarlo.
Vicenta me sostuvo la mirada. Un silencio tenso se formó entre nosotras. No parecía una mujer fácil de impresionar, pero tampoco yo era una cualquiera.
—Espero que te sientas cómoda. Aquí todo tiene reglas. Aunque seas su prometida... tendrás que ganarte tu lugar.
Eso fue todo, mi bienvenida, pero en lugar de molestarme, sonreí con más fuerza.
Perfecto.Los desafíos me daban vida.
Vicenta caminaba delante de mí, elegante como una reina. Yo la seguía con pasos firmes, aunque estaba agotada del viaje. Cada rincón de esa mansión olía a poder y a secretos. Me encantaba.
Subimos una escalera de mármol blanco con pasamanos de hierro forjado. Las luces cálidas iluminaban todo como si estuviera en un hotel de cinco estrellas. Finalmente se detuvo frente a una puerta doble de madera tallada.
—Esta será tu habitación por esta noche —dijo, empujando las puertas con suavidad.
Entré y me quedé sin aliento.
El cuarto era sencillamente espectacular. Cama king con dosel, sábanas bordadas, alfombras gruesas, espejos dorados, cortinas de terciopelo celeste pálido. Una chimenea encendida y flores frescas en cada rincón.
—Guau... —dije, dando vueltas como niña en juguetería—. ¿Esto es real?
Vicenta sonrió.
—Mañana será la boda, y luego Alekdrad y tú vivirán en una casa cercana. Así estarás cerca de la familia, por si necesitas algo.
Me giré hacia ella, aún embelesada por el lugar.
—¿Y qué se supone que haré todo el tiempo aquí? ¿Hay shoppings? ¿Tiendas de marca? ¿Spa?
Ella me miró divertida. Y entonces rió fuerte. Esa risa clara, elegante y algo burlona me desconcertó.
—Bienvenida a Chicago, Lucrecia... —dijo—. Creo que tendrás que hacer tu propio entretenimiento, pero sí, hay tiendas. Aunque no tantas como en París, claro...
—Bueno, menos mal... —reí—. Porque yo sin shopping me marchito, señora Santoro.
—Vicenta, por favor —corrigió, con una sonrisa amable pero con el tono de quien manda.
—Ah, y mi nana debe estar conmigo todo el tiempo, no puedo vivir sin ella. Ella me ayuda con todo... es como una segunda madre. Bueno, más funcional que la original.
Vicenta asintió con calma.
—Se hará todo como tú quieras, Lucrecia. Si nana es imprescindible para ti, así será.
Le sonreí satisfecha, bajándome los lentes de sol.
—Perfecto. Me encanta que nos entendamos tan bien.
Me acerqué al espejo, me solté el cabello y me miré. Aún radiante después del viaje. Aunque... me preguntaba:
¿Y Alekdrad? ¿Dónde está el prometido más guapo del mundo?Porque si voy a casarme mañana, al menos quiero ver el paquete completo esta noche.
Me acerqué aún más al espejo, quitándome los lentes de sol y dejando que la luz cálida iluminara mi rostro. Me observé con atención. Mis ojos tono aceituna, grandes y expresivos, seguían siendo mi mejor arma, pero...
—¡Dios mío! —solté, llevándome una mano a la cabeza—. ¿En qué momento permití esto?
Pasé los dedos por mi cabello oscuro, estaba largo y se veía sucio,sin forma, sin brillo. Estaba opaco, apagado, triste, horrible.
—Definitivamente tengo que arreglar esto. Necesito un corte decente, un buen baño de crema, tal vez mechas... algo. Me veo como una turista perdida en Ibiza.
Me di la vuelta con dramatismo buscando a nana, pero claro, aún estaba bajando las maletas.
Volví al espejo, puse mis manos en la cintura y solté un suspiro largo.
—Lucrecia Miller, nieta de duques y heredera de mil tierras, y aquí estás, pareciendo una... plebeya. No puede ser. Mañana es mi boda, ¡mi gran entrada al mundo mafioso chic! Y yo parezco salida de un episodio de supervivencia.
La puerta se abrió sin siquiera un toque.
Me giré de inmediato, esperando ver a nana... pero no. Allí estaba él.
Alekdrad Santoro.
Alto, con ese porte mafioso que parecía sacado de una película. Traje n***o, mirada helada, rostro imperturbable. Imponente, sí. Guapo, sí, pero había algo en su aura que me heló la sangre.
—¿Tú eres Lucrecia Miller? —preguntó sin emoción, sin cortesía.
—Obviamente —respondí, levantando una ceja con altivez—. ¿Y tú eres el futuro esposo que ni siquiera fue capaz de mandarme un avión privado?
No sonrió. Ni siquiera me miró bien.
Cerró la puerta tras de sí y se acercó lentamente, como un depredador. El aire se volvió denso.
—Vamos a dejar algo claro —dijo, su voz grave y directa—. Esto no es un cuento de hadas. No eres una princesa. Y yo no soy ningún príncipe.
Tragué saliva. Mi impulso fue responder con sarcasmo, pero había algo en su tono que me paralizó.
—Nos casamos por conveniencia, por alianzas, por influencias de tu familia en Europa. Nada más. No hay amor, ni lo habrá jamás. No eres especial para mí. ¿Entendido?
Mi pecho se apretó. Me estaba humillando.
—¿Cómo te atreves a hablarme así? —intenté mantenerme firme—. Soy Lucrecia Miller. Mi familia...
—A mí no me importa quién seas. —me interrumpió, acercándose un paso más—. Eres solo una pieza en un tablero. Así que te lo diré claro: compórtate como una mujer, no como una niña mimada. No me hagas perder la paciencia.
Lo miré, desafiándolo, pero mis piernas temblaban un poco.
—No me toques sin mi permiso —le dije, intentando controlar la voz.
Él se rió, una risa seca y cruel.
—No te preocupes. No tengo intención de tocarte y cuando lo haga, no será porque tú lo pidas... será porque yo lo decida.
Dicho eso, se dio la vuelta y salió de la habitación sin más.
Me quedé sola. Congelada. Humillada. Aterrada... y, por alguna razón, más interesada que nunca.
Este matrimonio será una guerra. Pero nadie humilla a Lucrecia Miller sin consecuencias.