Asunto: sin cortinas no hay vida
―Si la culpa es del pez o no, ahora poco importa ―interviene Eiza logrando que la mirada de Elena se suavice―. ¿Es que acaso a nadie le importa salir de aquí? ¡Ver lo que hay afuera! ¡Detrás de la puerta! ―acota con énfasis.
―Yo… yo querer saber ―afirma Mackenzie.
―Y yo ―asiente María.
―¿Entonces por qué no salimos de una vez? Estamos aquí sin movernos y… ―antes de que Eiza pueda terminar la oración, Elena la empuja con desesperación y sale corriendo en dirección al pasillo.
Me da la impresión de que esa chica es muy exagerada, aunque esta vez no me quejo. Sin esperar que alguien diga más, salgo corriendo detrás de ella y llego a la puerta principal justo en el momento en que Elena la abre.
Mi primera reacción es entrecerrar los ojos, no por miedo a lo que pueda llegar a ver, sino porque entra un resplandor cegador. Es de día, aquí es de día. Pero puedo recordar perfectamente que minutos antes de aparecer aquí, era de noche. En Dallas estaba oscuro, era casi medianoche.
Me estremezco. ¿Estaré soñando? ¿Es esto parte de un sueño? Una pesadilla quizá.
―¡Hay más gente! ―grita Elena casi a punto de romper mis tímpanos.
Cuando miro en la dirección que está señalando, mi respiración vuelve a acelerarse. Esto parece demasiado real como para tratarse de un sueño, jamás podría mi mente imaginar todo lo que está pasando en este momento.
A no más de veinte pasos de distancia, y separadas de ésta por un boulevard repleto de césped y alguna que otra flor, veo lo que parece ser una pequeña casa. Tiene aspecto moderno, pero es demasiado estructurada; las paredes son blancas, tiene tres ventanas separadas por la misma distancia una de la otra y el techo es de dos aguas. Por más extraña que parezca la construcción, no es eso exactamente lo que capta mi atención, sino el pequeño grupo alrededor.
Hay sietes personas, siete chicas. Y todas están mirando en nuestra dirección hasta que oímos un grito desgarrador, casi doloroso, proviniendo de un lugar más lejano. Todas miramos hacia la derecha y entonces no sé si me asusta o alivia ver otro grupo más de personas. Siete chicas más.
―¡Mis hijos! ¡Quiero ver a mis hijos! ―grita la misma voz de antes, con un llanto tan fuerte que puedo oírlo desde la distancia en que me encuentro.
Una sensación escalofriante me sacude por completo; me sorprende darme cuenta que no lo provoca el llanto desesperado de la chica que está en la casa más apartada. Es una sensación más perturbadora, como si alguien estuviese mirándome desde un escondite. Miro hacia la casa frente a la que está la mujer llorando y, otra vez, mi pecho se aprieta con fuerza. Otro grupo de personas nos mira desde allí. Son chicos, seis chicos. Y todos están paralizados, tan paralizados como lo estoy yo y mis compañeras de ¿pecera? La idea me aterroriza.
―¿Alguien puede explicarme qué pasa? ―titubea Eiza que parece a punto de llorar.
No estoy segura de saber la respuesta, pero al menos tengo una idea.
―En la carta decía algo sobre… otras peceras ―musita Luciana encogiéndose de hombros―. Ellos deben ser los otros participantes, ¿no creen?
Susurros comienzan a resonar por todos lados; desde todas direcciones empiezan a llegar voces, llantos, risas y gritos. Siento la ansiedad que carcome a cada uno como si fuese mía, aunque más que ansiedad percibo angustia y miedo.
―¡Alto! ¡Deténganse! ―ese grito logra que todos callen repentinamente―. Sé que están asustados y… ―comienza a decir una chica del primer grupo que visualicé.
―Yo no estoy asustado ―interrumpe un chico acercándose con los demás a sus espaldas.
―No te pregunté, chico valiente ―le responde ésta, ganándose unas pequeñas risas. ¿Risas? ¿En serio? ¡Aquí estamos todos jodidos y tienen la osadía de reír!―. Lo que quiero decir es: ¿por qué no nos juntamos todos y hablamos?
Veo muchas cabezas moviéndose arriba y abajo, y en menos de diez segundos estamos todos reunidos en centro del boulevard. Aunque debería sorprenderme la cantidad que somos, estoy más perpleja por lo que me rodea; las casas blancas son cuatro, y aunque había quedado fuera de mi vista desde donde estaba, ahora que estoy en medio del boulevard puedo ver qué es lo que separa los laterales de cada par. De un lado hay una piscina gigante y del otro una cancha.
―¡Oigan! ¡Silencio! ―detiene los murmullos que comienzan a formarse, otra vez, la misma chica de antes. Ahora que la veo de cerca me doy cuenta que es más baja que yo, pero por su forma de pararse frente a todos parece mayor; sin dudas, ella tiene carácter fuerte―. ¡¿Pueden prestarme atención de una puta vez?! Por favor ―añade con tono suave, como si estuviera intentando calmarse.
Sé que el grito no va para mí porque, al parecer, soy la única que no ha hablado desde que vi todos los que somos. Los demás sisean entre ellos como si de viejas chismosas se tratara. ¿No se dan cuenta que todos estamos en la misma puta situación? Vuelvo la atención a la chica de carácter y pienso, por un instante, que me ha contagiado su impaciencia.
―De acuerdo ―murmura cuando logra que algunos la miren―. ¡Hey! ¡Ustedes! ¡Allí atrás! ―les llama la atención a dos chicas―. Hagan silencio. ¿Quieren saber qué pasa o no? ―urge. Ante su última pregunta, el silencio se hace presente―. Bien ―dice luciendo satisfecha por primera vez. Mira a todos, quedando al centro de la ronda que hemos hecho con nuestros cuerpos, y suspira―. ¿Todos han leído la carta que había debajo de sus cojines? ―Asentimos y me alegra que al menos alguien sepa cómo sobrellevar este asunto―. ¿Alguien conoce a Maureen?
―No ―es la respuesta general.
―¿Nadie conoce a Maureen? ¿Nadie sabe quién es Maureen? ―repite ella.
―Si lo supiéramos no estaríamos aquí, ¿no? ―murmura uno de los chicos.
Por su voz, sé que es el de minutos antes. Solo que ahora veo su rostro y puedo identificarlo. Es alto, tiene unos hombros muy anchos y brazos musculosos; no es que lo haya mirado mucho, solo que su camiseta sin mangas no deja mucho a la imaginación. Se ve como si hubiera estado en la playa antes de aparecer aquí.
―¿Y cómo diablos se supone que vamos a adivinar quién es? ―interviene otra voz.
Lo primero que llama mi atención del chico que habla, es su cabello. Un cabello largo y muy despeinado. Luego miro su rostro, entonces me percato de los dos lunares que tiene en la mejilla. Él es lindo. ¿Lindo? ¡Estás encerrada en un lugar que no sabes todavía lo que es y piensas que un chico es lindo! ¿En serio, Alice? Miro de nuevo hacia la chica que ha tomado protagonismo y que luce como si fuera a convertirse en la presidenta del grupo.
―Si supiera ya lo estaría intentando ―sisea con tono despectivo, otra vez, el chico fortachón.
―Pero no podemos esperar. ¡Tenemos que intentar algo! ¡Quiero salir de aquí! ―exclama una de las chicas. Sus ojos celestes brillosos y sus mejillas repletas de lágrimas logran que todos la miremos con lástima―. Tengo dos hijos. No puedo estar aquí. ¡No puedo! ―repite sollozando.
―Lo siento ―titubean algunos, quizá tristes por ella.
―Como sea ―interviene el rubio macizo―, ¿vamos a pasar todo el día llorando o realmente vamos a averiguar cómo salir de aquí? ―insiste.
Algunos lo miran con desprecio por ser tan insensible en cuanto a la madre que llora desconsolada, pero por más que intento imitar a todos, no puedo. En realidad creo que él tiene razón. Si pasamos el día aquí, lamentándonos, nos haremos más que perder tiempo.
―¿Todos recibieron un w******p antes de aparecer aquí? ―indaga otro de los chicos, torciendo el gesto―. Porque estoy bastante molesto con eso ―añade tomándonos por sorpresa―. Decía: ¡bienvenida seas al grupo! ―agrega fingiendo voz femenina―. ¿Pueden creerlo? ¡¿Pueden creerlo?! ―repite dándole más énfasis―. Hay hombres aquí. No soy maricón ―acota.
La forma con que que defiende su sexualidad no me sorprende, creo que cualquier hombre haría eso; me sorprende que lo primero que haga sea reclamar algo tan tonto como eso.
―Creo que… ―comienza una voz femenina, casi en susurro, ignorando al chico―, creo que tenemos que buscar pistas ―completa. Cuando miramos en su dirección, ella baja la mirada avergonzada. Parece tímida, su rostro cobra un color rojizo―. He leído libros policiales y os puedo asegurar que para resolver esto necesitaremos pistas. Muchas ―apostilla.
Su acento, sin duda, es español; aunque ligeramente más rápido que el de Elena.
―¿Pistas? ¿Y dónde encontraremos pistas? ―Cuando miro a la chica que habló, parpadeo. Y vuelvo a mirar a la primera. ¿Mellizas? ¡Dios mío! Son iguales―. Dinos dónde encontrar las pistas, Luz ―insiste mirándola con énfasis.
―No lo sé, Cielo. Aquí, allí. Pueden estar en cualquier lado.
―Eres rubia de mente ―le sisea ésta, rodando los ojos.
Algunos ríen, pero Luz se sonroja.
―Quizá las pistas estén en… nosotros ―interviene la chica con carácter, recobrando el protagonismo―. Todos estamos aquí por alguna razón, ¿no? ¿Han pensado por qué nosotros y no otras personas? Algo debemos tener en común ―agrega.
Volteo a mirar a todos y la mayoría parece de acuerdo con esa idea. ¡Estarían locos si les pareciera estúpida!
―¡La edad! Todos parecemos de la misma edad ―alega Luz todavía sonrojada.
―Tengo veinte ―responde una.
―Yo diecinueve ―alarga otra.
Todos comienzan a decir sus edades, pero cada vez parece menos posible que nos relacionemos por eso. El rango de edad va de dieciocho a veintidós.
―No, no coincidimos en edad. Debe ser otra cosa ―murmura, con voz aún quebrada, la chica que tiene los ojos llorosos.
―¿País? ―sugiere una de las mellizas.
―Definitivamente no ―niega Luciana frunciendo los labios―. Soy de Chile. Ella de España. De Bolivia. De Estados Unidos ―dice señalando a cada una del grupo respectivamente―. ¿Quizá los signos? Tal vez tenemos eso en común.
―¿Signos? ―duda Mackenzie ladeando el rostro.
―Signos del zodíaco ―especifica―. ¿Alguno es de sagitario? ―pregunta al resto.
Veo que algunos brazos se levantan, pero no son todos, así que descarto la idea de mi cabeza. Y parece que Luciana también porque aprieta los labios con frustración.
―Podría ser…
―Todo esto es una pérdida de tiempo ―interrumpe el chico altanero, destruyendo un poco más la poca paciencia que me queda―. Quizá estemos aquí porque algo nos relaciona, pero podríamos estar años para descubrir qué es ―alarga―. ¿Por qué en vez de hablar tanto vamos a recorrer este… lugar?
Al decir «lugar», noto cómo mira con desprecio todo lo que nos rodea. Su voz tiene un acento un tanto pronunciado, pero soy incapaz de relacionarlo con algún país; sin embargo, su postura dice mucho de sí. A pesar de su mueca de desprecio, él luce elegante. ¿Elegante? ¿Piensas en cómo luce él en vez de pensar en lo que dijo? ¿En serio, Alice? Suspiro.
―Propongo que recorramos el lugar ―dice señalando con su mano hacia ambos lados.
―Estoy de acuerdo ―añade uno de los que parecía ser su guardaespaldas, adelantándose―. Quizá encontremos una salida.
Vuelvo a mirar hacia mis lados y, por las altas murallas que se elevan alrededor de las casas, estoy segura que encontrar una salida será como encontrar una aguja en un pajar. Pero… es posible, ¿no? Con una pizca de esperanza, asiento al mismo tiempo que los demás. Y lo siguiente que sé, es que estoy recorriendo el lugar. El amplio pero bloqueado lugar. No hay salida, definitivamente. Los muros que se alzan son de ladrillos oscuros y tienen más de cinco metros de altura. Solo alguien con los poderes de Superman podría salir de aquí.
Considero la idea de preguntar si alguno tiene poderes sobrenaturales, puesto que nada me sorprendería a esta altura, pero callo cuando mis pies se detienen frente a tres puertas. En uno de los lados de la muralla, que parece construida como si de una caja de zapatos se tratara, se esparcen tres gigantescas puertas.
Estoy a punto de darle aviso a los demás, que se encuentran buscando alguna pista y repartidos en cada rincón del estructurado lugar, cuando un ruido ensordecedor me detiene. Se oye como cuando alguien conecta mal el micrófono a un parlante, aunque mucho más fuerte.
A los segundos, un repentino silencio se hace presente.
¡Bienvenidos sean al grupo!
Miro en la dirección de la que sale la voz y me percato de un megáfono colgando en la cima de un poste que hay justo en el centro del boulevard.
¡Ahora dije bienvenidos! ¿Se dieron cuenta? ¡Deja de lloriquear, James!
Me congelo ante sus últimas palabras. ¿El que se quejó se llama James? ¿Cómo sabe Maureen que él se quejó? Miro otra vez hacia el megáfono como si allí se encontrara Maureen.
Sé que tienen muchas preguntas, pero responderé cuando estén más calmados. Ahora solo diré que aprovechen el tiempo para conocerse. Y Miranda, no llores por tus hijos; esta es una realidad virtual, cuando salgas del grupo será como si nunca hubieras entrado. El tiempo no pasará afuera.
Mi cabeza se ladea, pero todavía no puedo despegar la mirada del megáfono. ¿Miranda se llama la chica que es madre? ¿Maureen la escuchó? ¿Maureen la vio? Me estremezco por décima vez desde que llegué aquí.
Aprovechando que tienen mi atención, les daré la primera pista para que descubran quién soy: en Las Peceras solo somos veintiséis participantes. ¡Adiós, peces!
Luego de su rápido «adiós», mi mente se pausa. Y al instante, miles de pensamientos comienzan a caer en mi cabeza como si de una lluvia torrencial se tratase.
―¿Te diste cuenta?―indaga alguien detrás de mí.
Giro la cabeza y contemplo la chica con rasgos asiáticos que me mira. Luce despreocupada y no puedo evitar preguntarme si ella escuchó la voz saliente del megáfono o si fue una alucinación mía, porque parece demasiado calmada para mi gusto. Sigo mirándola fijamente.
―¿Te diste cuenta o no? ―pregunta. Sacudo la cabeza sin saber a qué se refiere con exactitud―. Vos mirá a tu alrededor, mirá las casas.
Le hago caso a pesar de que no estoy acostumbrada a su acento, a su uso del «vos» y el «mirá». Solo veo las casas y a uno que otro dando vueltas o hablando con los demás.
―¿Qué… tienen? ―dudo.
Ella resopla.
―Mirá bien ―insiste.
Lo que menos ganas tengo de hacer es distraerme con sus observaciones, pero como podría tratarse de una pista más, vuelvo a mirar. Como la vez anterior, no veo nada fuera de lo normal.
―Mirá esa casa y la casa en donde aparecí.
Apunta hacia una de éstas y luego a otra; desde aquí se puede ver que son las únicas casas con ventanas. A través de ellas advierto camas y roperos; lo mismo que en la que estaba yo.
―No veo la diferencia, además de las ventanas ―le aseguro.
―¡Ay! ―murmura luciendo frustrada―. ¿Es que acaso nadie se da cuenta que no tienen cortinas? ―balbucea.
¿Cortinas? ¿Ella realmente está hablando de cortinas?
―¿Y qué tiene? No hay nada malo en ello ―le aseguro.
Su cabeza se sacude con evidente furia y entrecierra los ojos. Recién cuando se da vuelta para alejarse de mí, la oigo.
―Sin cortinas no hay vida ―musita.
Y aunque quiero preguntarle a qué se refiere, prefiero centrarme en mis pensamientos. En esas ideas que se habían comenzado a formar antes de que ella apareciera.
La voz que salió por el megáfono fue extraña, en el sentido de que estaba deformada y sonaba como si muchos alienígenas hablaran al mismo tiempo. Pero había algo más en lo que dijo Maureen. Algo más. Cierro los ojos, recordando sus últimas palabras.
«Aprovechando que tienen mi atención, les daré la primera pista para que descubran quién soy: en Las Peceras solo somos veintiséis participantes. ¡Adiós, peces!»
Maureen se incluyó al hablar.
Abro los ojos y no sé si sonreír o asustarme aún más por lo que acabo de descubrir.
Ella es… uno de nosotros.