Gerald observaba a Gina desde la puerta entreabierta de la habitación. Ella no lo notaba, acostada de lado, con la espalda curvada hacia sí misma, como si quisiera desaparecer en las sábanas. Desde que su padre la había visitado, algo había cambiado. Lo sabía. Lo sentía en su forma de callar. Por eso lo había llamado. Porque estaba perdiéndola. Porque el vacío que dejó la pérdida del bebé se había convertido en una g****a que él ya no sabía cómo sellar. Había sido astuto. Medido. Llamó a su suegro con voz temblorosa, disfrazando la estrategia con la máscara de la humildad. Le habló con dolor en cada sílaba, y le entregó verdades mezcladas con mentiras hábilmente tejidas: que Gina se alejaba, que él quería salvar el matrimonio, que ella lo había traicionado, que aún así él la amaba. No

