La puerta se cerró detrás de él con un susurro seco, casi tímido, como si incluso la casa supiera que algo esencial ya no estaba.
Ben permaneció unos segundos inmóvil, con Emma en brazos, respirando el aire denso del hogar que ahora parecía ajeno. Afuera, el sonido de autos alejándose indicaba que los últimos en despedirse ya lo habían dejado solo.
Habían insistido. Todos.
Jason, Elizabeth, incluso Ginna, con su ternura cuidadosa. Le ofrecieron quedarse, ayudar, acompañarlo al menos esa primera noche. Pero Ben se negó con la firmeza de quien ya ha elegido su cruz. Nadie iba a ocupar ese espacio. Nadie podía hacerlo.
Esta era su casa. Su hija. Su duelo.
El silencio lo envolvió apenas dio el primer paso al interior. Cada rincón parecía murmurar el nombre de Felicia. Las paredes, los muebles, el aroma leve a vainilla y lavanda. Todo era ella. Su presencia impregnada en lo tangible, como si se hubiese ido apenas unos minutos antes.
—Ya estamos en casa, mi amor —susurró Ben, más para sí que para la pequeña.
La voz le tembló al decirlo. Era una frase que había imaginado tantas veces, repetida con ilusión durante las últimas semanas del embarazo. Pero nunca pensó que la diría solo.
Caminó por el vestíbulo hasta la habitación de Emma. La luz suave del atardecer entraba por la ventana, bañando el cuarto en un resplandor cálido y cruel. Felicia lo había decorado con una meticulosidad encantadora: las paredes en tono crema, un mural de conejos pintado a mano, cortinas blancas bordadas con diminutas flores. Cada detalle era suyo. Cada elección, un reflejo de su amor por esa hija que apenas alcanzó a sostener con vida.
Ben se acercó a la cuna, moviéndose con una torpeza silenciosa. Colocó a Emma con cuidado, asegurándose de que estuviera abrigada. Ella apenas se removió, emitió un quejido leve y volvió a acomodarse, sumida en un sueño inocente, intocable.
Se quedó de pie mirándola. La contempló como si quisiera memorizar cada rasgo, cada gesto. Era perfecta. Su pequeña era perfecta. Y sin embargo, algo dentro de él se rompía más con cada segundo.
Cerró los ojos.
En su mente, apareció la escena que no tendría: él y Felicia entrando juntos, riendo bajito, agotados pero felices. Ella le habría robado un beso antes de poner a la bebé en la cuna, le habría hecho un gesto cómplice, una broma tonta, y después se habrían abrazado frente a la cuna, orgullosos, completos.
Pero no.
Lo único que había era un hueco gélido en su pecho, una g****a que se expandía con b********d.
Encendió el monitor de bebé con manos temblorosas, ajustó el volumen, y se obligó a alejarse. Antes de salir del cuarto, se detuvo un segundo en el umbral y murmuró:
—Tu mamá te habría cantado una canción… lo siento, mi amor… yo no puedo.
Cerró la puerta con delicadeza, como si el más mínimo ruido pudiera quebrar a su hija… o a él.
En la cocina, la oscuridad lo abrazó. No encendió la luz. Solo fue directo a la vitrina del licor, sacó un vaso bajo y la botella de whisky que guardaba para ocasiones especiales. Lo que no había previsto era que su primera copa como padre en casa sería por duelo.
Sirvió el líquido ámbar y lo observó un momento antes de beberlo.
—Solo uno —se dijo—. Uno. No puedo permitirme más.
No podía escapar al dolor, pero tampoco podía abandonarse a él. Emma lo necesitaba. Era su ancla, su condena y su salvación al mismo tiempo.
Bebió de un trago y el ardor le quemó la garganta, pero fue un alivio momentáneo. Un calor falso, inútil.
Subió las escaleras como si cada peldaño le pesara el triple. Cuando llegó al dormitorio principal y abrió la puerta, un golpe de aire le trajo el perfume de Felicia. Aún estaba ahí, flotando en la tela de las cortinas, en las almohadas, en la ropa que seguía colgada en su lado del armario.
No encendió la luz.
Caminó hasta la cama y de pronto, sin previo aviso, sus piernas cedieron.
Cayó de rodillas, luego al suelo, sin hacer esfuerzo por amortiguar el impacto. Y entonces, por fin, el muro cedió.
Los sollozos emergieron desde lo más hondo, violentos, desordenados, como un torrente contenido durante días. Le sacudieron el cuerpo entero, lo dejaron sin aliento. Gritó sin emitir sonido, con la boca abierta y el alma desgarrada.
El pecho comenzó a dolerle. Un punzón agudo, real. Se llevó la mano al corazón, pensando por un momento que podría ser un infarto, pero no le importó. Casi lo deseó.
—Felicia… —gimió entre lágrimas—. ¿Por qué tú? ¿Por qué no yo?
La habitación giraba. Cada lágrima era un eco de la vida que no tendría. De los planes rotos, las promesas truncadas. La casa que ella había llenado de sueños ahora era una prisión de recuerdos.
El dolor físico era tan real que se tumbó de lado, jadeando. Los músculos tensos, la respiración errática, el corazón como un tambor roto.
Lloró hasta que no le quedó voz. Hasta que el cuerpo cedió al agotamiento de las noches sin dormir, al peso emocional insoportable. El whisky no fue suficiente para anestesiarlo. Solo lo ayudó a quebrarse.
La oscuridad lo envolvió.
No soñó. No supo en qué momento su mente se desconectó. Lo único que sintió, dos o tres horas después, fue el llanto agudo de Emma a través del monitor encendido en la mesa de noche.
Se incorporó de golpe, aún vestido, aún en el suelo.
Los ojos le ardían, la garganta le dolía. Pero su hija lo llamaba, y eso era más fuerte que cualquier vacío.
Se levantó tambaleándose, con un solo pensamiento claro:
Tiene hambre. Me necesita.
Y eso bastó para devolverlo a la vida, al menos por ahora.
Avanzó por el pasillo como si caminara en sueños. Al abrir la puerta del cuarto de Emma, la encontró con el rostro arrugado, las manitos agitadas y un llanto que no era sólo reclamo: era desconsuelo, era hambre, era confusión. A ella también le faltaba algo. Alguien.
—Ya, ya, mi amor… papá está aquí… —murmuró, con voz ronca y rota.
La levantó con cuidado. Su cuerpo tan pequeño, tan cálido, se pegó al suyo, pero eso no bastó para calmarla. No sabía si era el tono de su voz, el olor distinto, o simplemente el caos de emociones que también los bebés perciben… pero Emma no dejaba de llorar.
Ben fue a la cocina con ella en brazos, buscando con desesperación mental cómo preparar la fórmula. Había asistido con Felicia a los cursos prenatales, había tomado notas, hasta habían practicado juntos. Pero ahora, frente a los biberones, las medidas, el agua tibia, los tiempos… todo se sentía desordenado y torpe.
Intentó mantener la calma. Sujetó a Emma con un brazo, abrió el frasco de leche de fórmula con el otro. El polvo se esparció un poco sobre el mesón, el agua no estaba en la temperatura correcta. Maldijo en voz baja, frustrado. Su hija lloraba con más fuerza. Le temblaban las manos.
Finalmente logró mezclar el contenido en la mamila, la agitó como recordaba, comprobó en su muñeca la temperatura. Era tolerable. Regresó al cuarto de la bebé y se sentó en el sillón de lactancia. Le ofreció el biberón a Emma, y, por fin, después de unos segundos de duda, ella comenzó a succionar.
El alivio fue momentáneo, pero vino acompañado de un nuevo golpe de angustia.
Giró la cabeza hacia la cómoda. Allí, junto al cambiador, estaba la foto de Felicia. Sonriendo, embarazada, con una mano en su vientre y la otra en la suya.
Ben la miró como si fuera real. Como si pudiera escucharlo.
—No sé qué estoy haciendo, Feli… no puedo hacerlo sin ti… —susurró, quebrado—. Por favor, ayúdame. Necesito que estés aquí. Me haces falta… tanto…
Las lágrimas volvieron, silenciosas esta vez, mientras Emma comía en sus brazos sin saber cuánto amor y dolor contenía ese momento.
Y Ben comprendió que ese sería su mayor reto: amarla lo suficiente como para aprender a vivir sin la mujer que le enseñó a amar.