Prólogo -El funeral de Rocío.
La llovizna gris cubría todo el cementerio de Glendale como un velo triste. El cielo parecía llorar con ellos, pero Diógenes no podía sentir nada más que un ardor ácido subiéndole desde el estómago hasta la garganta.
Frente al ataúd de roble oscuro con detalles dorados, Diógenes permanecía rígido, con su traje n***o perfectamente planchado, la corbata anudada con exactitud milimétrica y su cabello peinado con tanto fijador que ni el viento de la mañana lograba moverlo. A su lado, Viviana sollozaba en silencio, con los ojos hinchados y delineador corrido por las lágrimas.
Gerónimo estaba de pie, unos pasos detrás de ellos, con el rostro impasible, las manos cruzadas sobre el bastón de ébano que siempre cargaba desde su operación de cadera. Su mirada oscura no se despegaba de la tumba que se abría frente a todos, y apenas había dicho una palabra desde la noticia del accidente.
—No puede ser… mi niña… mi Rocío… —gimoteaba Viviana, sujetando un pañuelo blanco contra su nariz mientras las lágrimas le empapaban el cuello de la blusa negra de seda.
Diógenes no se movía. Ni siquiera le acarició la espalda. Su mente estaba muy lejos del cuerpo presente. Mientras los rezos del sacerdote se elevaban entre los murmullos de la lluvia, sus pensamientos se hundían en un vacío frío.
“¿Por qué no me dejó nada?”, se preguntaba sin parar, sintiendo un nudo formarse en su pecho y en su orgullo.
Dos días antes, su abogado le entregó el testamento de Rocío. Se había esperado una buena suma: ella era la hija menor, la mimada, la que siempre recibía regalos y tarjetas sin límite de crédito. Él pensó que casarse con Rocío sería su garantía de estabilidad, un paso estratégico para acercarse al imperio Castillo. Aunque ella siempre fue caprichosa, derrochadora y frívola, a él le convenía. Se sentía poderoso caminando de su mano en las galas, comprándole autos y joyas con dinero que en realidad no tenían y terminó debiendo.
Pero el testamento de Rocío había sido claro. Ni un dólar. Ni un centavo de sus cuentas ni de las tarjetas. Todo estaba embargado o endeudado por sus compras compulsivas. Incluso las acciones que poseía en una de las filiales de su padre las había vendido, sin decirle nada, para pagar préstamos personales de tarjetas.
La realidad lo golpeaba con la fuerza de un ladrillazo en la cara. Estaba en quiebra. Su empresa, NexCorp Innovations, venía cayendo desde hacía un año. Sus líneas de crédito estaban al límite, sus inversionistas retirándose tras el colapso de su nuevo software de seguridad que no cumplió las promesas publicitadas.
La tierra húmeda bajo sus zapatos caros comenzaba a filtrarse en su conciencia. ¿Cómo había llegado allí? ¿Cómo un hombre como él, un CEO que aparecía en portadas de revistas, acababa mirando un ataúd con desesperación por un testamento vacío?
Escuchó un suspiro suave y giró un poco el rostro. Allí estaba ella.
Ámbar.
De pie, a dos metros, vestida con un abrigo n***o ceñido al cuerpo, el cabello rubio cenizo recogido en una coleta alta que dejaba ver su cuello delicado y su rostro serio. Sus ojos verdes, de un color casi irreal, parecían de cristal bajo la lluvia. No lloraba. Ni siquiera parpadeaba.
Su mente voló al pasado.
“Ella es la bastarda…”, pensó, con un resentimiento antiguo que aún le pinchaba el orgullo. Recordaba cuando la conoció en aquella convención tecnológica en San Francisco hace siete años. NexCorp acababa de firmar un contrato millonario con Tesla Security, y él se sentía el rey del mundo. La vio sentada en una mesa junto a su padre, con un vestido n***o sencillo, sin joyas ostentosas, apenas un collar de plata con un pequeño dije de esmeralda. Pensó que era una asistente o analista. Se acercó con su copa de whisky, seguro y arrogante.
—Hola, soy Diógenes Díaz, CEO de NexCorp. —Le extendió la mano con sonrisa de costado, la misma que usaba para cerrar tratos y encamar mujeres.
Ella lo miró con esos ojos verdes profundos y le sonrió apenas, con un gesto breve y educado.
—Ámbar Castillo Wood, inversora de Vicoin… —respondió con su voz suave y aterciopelada.
Él se quedó congelado un segundo. Había escuchado su nombre en la lista de inversores más jóvenes de California. No la imaginaba tan joven, tan seria, tan fría. Y encima veía eso de las inversiones de cripto monedas como una perdida de tiempo y dinero. Entendía que solo gente estúpida notaba su dinero en eso.
Ese día entendió que ella era hija de Gerónimo. Pero cuando investigó, supo que era hija de la primera pareja de su suegro. Un “desliz” que Gerónimo tuvo en Londres con Sarah Wood. La niña bastarda nació. Ilegítima. Claro que su padre la reconoció, y tras la muerte de Sarah en un accidente cuando Ámbar tenía diez años, se la llevó a California. Nunca la trató igual que a Rocío, eso era evidente, pero tampoco le negó nada. Su madre había sido millonaria y le dejó una herencia protegida a la que Ámbar accedió cuando cumplió dieciocho años. Era, sin duda, rica por derecho propio, no por Gerónimo.
Al principio, Diógenes la había cortejado un tiempo, pensó que sería un buen enlace estratégico con la familia Castillo. Y al instante de conocerla supo que ella se enamoró de él. Pero Rocío era más fácil. Más bonita a su manera. Más sensual, con su risa tonta y su mente ligera. Ámbar siempre lo miraba con ojos analíticos, como evaluándolo. Nunca se dejó conquistar, y él tampoco insistió cuando supo su estatus de hija bastarda.
—Yo soy un hombre práctico —se decía a sí mismo, convencido de su decisión de apostar por Rocío la heredera mayoritaria.
Ahora, con el sonido de la lluvia golpeando la madera del ataúd, miraba a Ámbar como si la viera por primera vez en años. Su rostro era el mismo, pero su aura había cambiado. Su silencio no era de tristeza, sino de una serenidad peligrosa. Sus ojos parecían saber demasiado. Demasiado sobre él. Sobre todo.
El sacerdote terminó los rezos, y los trabajadores del cementerio comenzaron a bajar el ataúd lentamente. Viviana soltó un grito desgarrador y Gerónimo la sostuvo de un brazo, con el ceño fruncido, casi con fastidio. Diógenes sintió un vacío en el estómago, un mareo que lo obligó a apoyarse sobre su rodilla un segundo.
“Dios… ¿qué voy a hacer ahora…?”—pensaba Diógenes.
Su mansión estaba hipotecada. Su auto deportivo estaba a nombre de la empresa. Sus tarjetas congeladas. Incluso su penthouse en Los Ángeles estaba en proceso de embargo por falta de pago. El abogado de Rocío le informó que hasta su ropa de diseñador tenía deudas detrás.
Todo por evadir impuestos y sus despirfarres sin sentido.
No le quedó más remedio que aceptar la oferta de Gerónimo de quedarse en la casa familiar hasta “reponerse”. Pero Diógenes sabía lo que significaba: humillación, vergüenza, vivir en el mismo techo donde Ámbar caminaba como dueña silenciosa. Porque aunque Gerónimo seguía siendo el patriarca, la verdadera fortuna de la familia ya no era de él, sino de ella.
Mientras todos comenzaban a retirarse, Diógenes se quedó un momento bajo la llovizna. No sentía frío. No sentía tristeza por Rocío. Tal vez un poco de nostalgia, un poco de vacío. Pero no dolor.
Su dolor era otro. Su bolsillo.
También era el de verse impotente. El de saber que su estrategia había fracasado. El de entender que ahora estaba desnudo, sin poder, sin dinero y sin orgullo. Y que la única persona que podía salvarlo estaba allí, de pie bajo la lluvia, sin moverse, mirándolo con ojos de jade.
Ámbar sostuvo su mirada por un segundo. Sus labios no se movieron, pero sus ojos dijeron todo.
“Te lo advertí.”
Ella se giró con elegancia y comenzó a caminar hacia su chofer, Elías, que la esperaba con un paraguas marrón y un abrigo extra en el brazo. Diógenes la vio alejarse, con el corazón latiéndole tan fuerte que casi le dolía en el pecho.
“¿Qué hago ahora…?”— se preguntó con desesperación, mientras sentía el lodo manchar sus zapatos italianos. ¿Si la conquista ella podría mirarlo de nuevo?
Lo que no sabía era que Ámbar ya había decidido qué hacer con él. Y su decisión no incluía salvarlo sin hacerlo arrastrarse primero.