CAPÍTULO UNO

1803 Words
CAPÍTULO UNO Ella Dark levantó la puerta de acero para abrirla y entró en el depósito. No era su forma ideal de pasar una mañana de sábado, pero era algo que tenía que hacer. Dios sabe que ya lo había pospuesto lo suficiente. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado aquí, y recién ahora se daba cuenta de cuánto había extrañado el aroma familiar de las viejas posesiones de su padre. De alguna manera, una parte de él seguía unida a ellas. El rostro le brillaba más fuerte cuando sostenía sus cosas. Podía verle las arrugas bajo los ojos y las canas en el pelo. Incluso podía oír su voz profunda, llena de graves, pero lo suficientemente elocuente como para representar la mundanidad. Habían pasado veintitrés años desde la última vez que lo había visto, pero todavía podía imaginarlo tan claro como el agua; la mandíbula cincelada, la camiseta negra de trabajo, el pelo que empezaba a perder grosor, pero que todavía no se le había empezado a caer. A veces le costaba creer que habían pasado más de dos décadas desde su fallecimiento. Todo parecía tan fresco y reciente, como si sus recuerdos estuvieran tallados en piedra irrompible. Era un pequeño consuelo pensar que si no había olvidado su rostro a estas alturas, nunca lo haría. Esta sería su última vez en esta habitación, reflexionó Ella. Los pagos mensuales por este depósito eran elevados y, aunque odiaba la idea de deshacerse de las pertenencias de su padre por motivos económicos, llegaba un momento en el que había que tomar decisiones difíciles. Rara vez tenía tiempo para visitar este lugar, y aunque su intención era trasladar estos objetos a su propia casa, la realidad era otra. El apartamento de dos habitaciones que compartía con Jenna no contaba con una gran cantidad de espacio libre. Miró atentamente adentro del viejo y polvoriento contenedor, sin saber exactamente por dónde empezar el minucioso proceso de clasificación de los objetos. Una pila para conservar y otra para tirar. Ese era su plan, aunque reunir el valor para desprenderse de cualquier objeto, por pequeño que fuera, le costaría mucho. Los viejos libros de su padre ocupaban la mayor parte de la pared del fondo, apilados sin mucha gracia ni orden. Echó un vistazo a algunos de los lomos y vio novelas literarias clásicas, algunos manuales de carpintería, un par de libros duros encuadernados en cuero que parecían tomos de ocultismo, pero que seguramente solo fueran enciclopedias y diccionarios. Era una fotografía de la vida antes de que todo el mundo tuviera toda la información de la humanidad almacenada en sus bolsillos. A lo largo de las paredes había muebles de la casa de su infancia: un armario de madera, algunos cajones, un pequeño sofá con espacio de almacenamiento debajo. Todo lo que tenía capacidad de almacenamiento se transportaba de un lugar a otro, y finalmente terminaba en esta unidad. Ella nunca había revisado realmente todo, solo miraba fugazmente los objetos cuando quería estar cerca de su padre. ―Vamos de izquierda a derecha ―dijo en voz alta. Estaba segura de que no había nadie más en el edificio que pudiera oír sus balbuceos. Aparte de un recepcionista resacoso, no había visto a nadie desde que aparcó la furgoneta fuera―. Hay que ser implacable. He vivido sin la mitad de estas cosas durante más de veinte años, así que puedo vivir sin ellas para siempre. Solo conserva las cosas importantes. Se arrodilló y empezó a sacar objetos del primer cajón. Pilas, una linterna, una cinta métrica, una navaja suiza, unas gafas, unos cables enredados, bolígrafos viejos. Tuvo que detenerse un segundo cuando encontró tres pelotas de malabares. Ella se rio. ―Bueno, esto no me lo imaginaba. Todo se fue a la primera bolsa de basura y, de repente, Ella se sintió mejor sobre todo el asunto. Quizá no sería un proceso tan doloroso después de todo. Pero también estaba el marco de fotos. Un viejo y destartalado marco victoriano autoportante, lo suficientemente pequeño como para caber en la palma de la mano. Detrás del cristal polvoriento había una foto granulada de Ella y Ken, alrededor de 1995. Estaban en una piscina y Ken levantaba a su hija en el aire. La mitad de la foto estaba ocupada por los gigantescos inflables amarillos que ella tenía en los brazos. Ken siempre había guardado la foto junto a su cama y por eso el viejo marco dorado estaba salpicado de sangre. Antes de que llegara la policía, Ella había tomado esta foto y la había escondido. Ella, de cinco años, había visto una escena de una telenovela en la que los detectives se llevaban el juguete de un niño porque era una prueba en un asesinato, y eso había entristecido a la joven Ella. No quería que ocurriera lo mismo en este caso. Intentó no pensar en ello, pero las imágenes la agobiaron. Vio el cuerpo de Ken, inerte en su cama, mientras la sangre se escurría por debajo de las sábanas hasta el suelo de la habitación. Era una imagen que había visto un millón de veces, por lo general junto a elementos menores que cambiaban cada vez. El color de las sábanas, la posición en la que murió Ken, la hora exacta en la que ocurrió. El marco de fotos se le cayó de las manos y cayó al suelo provocando un ruido metálico. Rápidamente comprobó que no estaba dañado. Tuvo suerte. ―Por eso odio esto ―dijo en voz alta. Estas reliquias eran preciosas, pero a veces se sentía como si estuviera manipulando belladonas. Hermosas de lejos, pero venenosas de cerca. Colocó el marco a un lado y siguió adelante. Lo siguiente era una baraja de cartas, amarillenta por el paso del tiempo y sin la mitad de su contenido. Abrió la solapa y sacó los naipes, sorprendida de que los naipes todavía estuvieran en buenas condiciones. Sostuvo una jota de corazones entre dos dedos, imitando la acción de lanzarla al otro lado de la habitación, pero la mantuvo en su sitio entre el pulgar y la palma de la mano para que no se moviera. Era algo que hacía instintivamente siempre que sostenía algo de tamaño equivalente, como una tarjeta de presentación o una tarjeta de crédito. De repente, recordó que fue su padre quien se lo había enseñado cuando tenía unos cinco años. De alguna manera, esa técnica la acompañaba desde entonces. Incluso lo recordaba sentado en la alfombra del salón frente a ella, enseñándole a simular las acciones de lanzamiento para engañar a la gente que la observaba. Pensando bien, esa fue su primera lección de psicología humana. Abrió la bolsa de basura para meter la baraja de cartas dentro, pero luego se detuvo y reconsideró. ―No, me quedaré con ellas ―se dijo a sí misma. La base del cajón estaba repleta de papeles. La primera capa consistía en pagos de facturas atrasadas, con los sobres incluidos. Comprobó algunas de las fechas: 89, 93, 94 y se sorprendió al ver que el sistema de facturación no había cambiado mucho en 25 años. Vagas amenazas de supresión del servicio, tonos pasivo-agresivos, jerga del sector. Todo fue directamente a la basura. Debajo de eso encontró papel de carta, del estilo antiguo, con enormes espacios entre las líneas. Cogió una hoja y la sostuvo a la luz. Había algo escrito a lápiz, pero se había desvanecido con el tiempo. Afortunadamente, todavía se podía leer. «Ken, sabes que no soy hábil con las palabras, especialmente en el momento. Pero estaba aquí sentada leyendo el libro que me diste, y me dieron ganas de escribirte algo. Solo quería darte las gracias por aceptarme en tu vida. Eres un hombre fuerte. Un soldado. Tu niña es afortunada de tenerte y yo soy aún más afortunada. Sam». Escritura elegante. Femenina. La letra «i» tenía burbujas en lugar de puntos y la escritura estaba inclinada, lo que significaba que esta persona llamada Sam era más bien una Samantha y no un Samuel. Ella había recibido un curso intensivo de grafología como parte de su formación en el FBI y recordaba lo básico. Apartó la carta y continuó revisando el montón, encontrando más facturas y más del mismo papel de carta. Ahí estaba de nuevo, la misma letra. «Ken, en caso de que te preguntes de quién es este misterioso regalo, me temo que la verdad no es digna de una revelación de Agatha Christie. El videoclub que tengo cerca tenía una oferta, así que pensé: ¿por qué no sorprender al caballero más guapo que conozco? P.D., no dejes que Ella ponga sus pegajosas garras en esto. Sam». ―¿Mis garras? ―preguntó Ella―. ¿Quién era esta mujer? Al vaciar lo que quedaba en el cajón, junto con un puñado de sobres, aparecieron más de estas cartas. Las revisó y volvió a encontrar la misma escritura. Examinó las fechas de las cartas, y vio que iban desde el verano del 96 hasta principios del 97. La más reciente estaba fechada el 12 de marzo de 1997. Solo una semana después, su padre había muerto. Quienquiera que fuera esta mujer, él había estado viéndola en la época de su muerte. Y si ese era el caso, ¿por qué Ella no la recordaba? Podía recordar los pequeños momentos, como su padre enseñándole trucos básicos de magia, pero ¿no podía recordar algo tan importante como esto? ¿Esto no sería el tipo de cosa que permanecería en la mente de una niña de cinco años? ¿Quién era esta mujer? ¿Se conocieron alguna vez? ¿Qué pasó con ella después de la muerte de Ken? Ella sintió que le vibraba la pierna. Puso los papeles en la pila para conservar y buscó en su bolsillo. Tenía un mensaje de Jenna. «Vas a salir esta noche. Sin excusas. Si no estás de vuelta aquí a las 18:00, iré a buscarte». Maldita sea. Ella esperaba que Jenna se hubiera olvidado de que había aceptado ir a algunos bares con ella esa noche. De todas formas, creía que le vendría bien conocer nuevos sitios y ambientes en su vida. Desde que había regresado de su primer caso de campo, conocido acertadamente como el Imitador, según Internet (aunque la designación oficial del FBI era Asesinatos del imitador de Luisiana), el trabajo había sido aún más extenuante que de costumbre. Ella había vuelto a la Unidad de Inteligencia, pero seguía en estrecho contacto con William Edis, uno de los directores del FBI. Habían pasado cuatro semanas sin que volvieran a requerir sus servicios, y se sentía aliviada y decepcionada en partes iguales. Respondió al mensaje de Jenna, apiló todas las cartas de la desconocida y volvió a la tarea de despejar el almacén.
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