La casa se llenó de vida apenas Esteban cruzó la puerta. Su voz, su risa, el aroma de su loción. Todo en él le recordaba a Amelia por qué lo había elegido: era un hombre firme, protector, maduro. Lo que cualquier mujer desearía.
—Te extrañé —le dijo ella mientras lo abrazaba.
—Y yo a ti. ¿Fernando se portó bien?
Amelia asintió con una sonrisa fingida.
—Sí, todo tranquilo.
Tranquilo no fue la palabra correcta, pensó.
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La tarde transcurrió sin incidentes. Esteban les trajo regalos: una camisa nueva para Fernando, unos aretes delicados para Amelia. Comieron juntos, como una familia normal. Fernando se mostró distante, pero no grosero. Más bien, observador. Sus ojos parecían registrar cada gesto entre Amelia y su padre.
¿Celos? ¿Deseo? ¿O ambas cosas?
Después de cenar, Amelia subió a cambiarse. No escuchó pasos detrás de ella, pero los sintió. Esa sensación de estar siendo mirada, deseada, estudiada. Fernando estaba cerca, siempre lo estaba, sin importar qué tanto se alejara.
Entró a la habitación. Se puso un camisón suave, n***o, sencillo. Su reflejo en el espejo le devolvió una imagen que no sabía si le gustaba… una mujer deseada por dos generaciones.
Bajó la mirada.
Basta.
Amelia necesitaba volver a lo correcto. A lo seguro.
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Esteban estaba sentado en la cama, revisando correos. Ella se acercó, lo rodeó con los brazos y lo besó en la nuca. Él sonrió.
—Eso me gusta.
—Quiero hacerte sentir que estás en casa —susurró ella en su oído.
Dejó el celular a un lado y la besó, primero con ternura, luego con más hambre. Amelia se entregó con un deseo que no sabía si era por él… o por necesidad de purgarse.
Se desvistieron entre besos suaves y caricias cálidas. Esteban la recorrió como lo hacía siempre: seguro, firme, amoroso. Ella gemía bajito, lo abrazaba con fuerza, pero en su mente… en su mente había otra imagen.
Unos ojos más jóvenes.
Un cuerpo más fuerte.
Una provocación silenciosa al otro lado del pasillo.
“¡No! Estás con tu esposo, Amelia.”
Esteban la penetró con ritmo constante, mientras la besaba en los labios, en el cuello, en los hombros. Amelia buscaba el clímax como si de eso dependiera su paz mental. Se aferró a él como si al acabar, todo lo que había sentido por Fernando desapareciera.
Y cuando llegó, cerró los ojos fuerte… tan fuerte como para no ver a quién había imaginado que la tocaba realmente.
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Esteban cayó rendido a su lado, satisfecho y sonriente.
—Te extrañé demasiado, Ame…
—Lo sé. Yo también. —le besó la frente.
Pero cuando él durmió, profundo y tranquilo, Amelia se levantó, tomó su bata y caminó lentamente hacia la cocina por un vaso de agua.
Y al pasar por el pasillo, la puerta de Fernando estaba entreabierta.
Él estaba sentado en la cama. En silencio. Con el torso desnudo.
La miró.
No dijo nada.
Solo sonrió… y bajó lentamente la mirada por su cuerpo cubierto en seda negra.
Amelia sostuvo la respiración.
Giró sin decir palabra.
Y supo que esa noche, aunque había estado con su esposo… no había escapado del infierno en el que Fernando la tenía atrapada.
Amelia despertó envuelta en el abrazo de Esteban.
Su cuerpo aún estaba adormecido por el placer de la noche anterior, pero su mente no podía ignorar lo que la había desvelado horas después.
El recuerdo de Fernando.
La puerta entreabierta.
Esa mirada.
Esa sonrisa.
Sacudió la cabeza levemente y se deshizo con delicadeza del brazo de su marido. Se puso la bata y bajó a preparar el desayuno como cada mañana. Necesitaba sentirse útil, enfocada… normal.
El aroma del café comenzó a llenar la cocina, mientras batía los huevos con jamón en la sartén. Se obligó a sonreír. Todo está bien. Es solo la rutina.
Pero el sonido de pasos bajando las escaleras la hizo tensarse.
—Buenos días —dijo Fernando con voz grave, recién levantado, con una camiseta blanca pegada al cuerpo y un pantalón de pijama que dejaba poco a la imaginación.
Amelia sintió que el corazón se le detenía un segundo.
Solo un segundo.
Luego volvió a su papel.
—Buenos días. El desayuno estará listo en unos minutos.
Fernando se sentó en la mesa. La observó en silencio. Su bata era delgada, y la luz de la mañana la volvía casi translúcida. Ella no parecía notarlo, o no quería notarlo.
Cuando le sirvió el plato, él no dejó pasar la oportunidad:
—Vaya, Amelia… No solo tienes unas manos bonitas —dijo sin apartar la vista de sus dedos que aún sostenían el tenedor—. También sabes hacer magia con ellas.
Amelia se quedó helada por un instante.
¿Había escuchado bien?
Lo miró. Él sostenía su mirada sin pestañear.
Había una sonrisa en sus labios.
Pero no era amable.
Era provocadora.
—Gracias —respondió ella, recuperando el aliento—. Un pequeño truco que me enseñó mi madre… y que mi tía Ruth me hizo perfeccionar.
—Tu tía debe ser toda una maestra —murmuró él, mientras llevaba el huevo a la boca de forma lenta, deliberada.
Amelia sintió que el calor subía por su cuello. Se giró para buscar el café, deseando que Esteban bajara ya, que rompiera esa burbuja cargada de tensión.
—¿Y tú cómo dormiste? —preguntó ella, intentando desviar la conversación.
—No dormí mucho —respondió Fernando con voz baja—. Había mucho… ruido en la casa.
Y no del tipo molesto.
Del tipo que uno preferiría… presenciar.
Amelia se giró lentamente, sosteniéndole la mirada con los labios entreabiertos.
—Fernando… basta.
Él solo sonrió, se levantó de la silla y pasó a su lado, rozando apenas su espalda con su mano mientras murmuraba:
—No dije nada malo, Amelia. Solo digo que algunas cosas… se escuchan muy bien desde el pasillo.
Y salió hacia la sala, como si no hubiese dejado su olor, su calor y su sombra detrás.
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Amelia se apoyó en la barra de la cocina, respirando profundo.
Esto ya no era un juego de miradas.
Fernando estaba avanzando.
Y ella… no estaba segura de si tenía la fuerza para detenerlo.
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