Amelia llevaba días con la idea fija en su cabeza: desaparecer. Su vida con Esteban, que en apariencia era tranquila y cómoda, se le había vuelto una prisión. Y Fernando, con su obsesión creciente, se había convertido en la cadena que le impedía dar el salto hacia la libertad. La única salida que veía era huir lejos, tan lejos que ni Esteban ni Fernando pudieran alcanzarla. Una amiga de juventud, que se había mudado a Canadá cuando Amelia aún era soltera, le escribía de vez en cuando. Ella siempre le decía que allá había oportunidades, que podía empezar de cero, que nadie la conocería y que podía reinventarse. La idea había empezado como un sueño imposible, pero poco a poco germinó en su mente como un plan real: tomar un avión y no volver jamás. El problema era cómo cerrar los cabos suel

