Capítulo 5. El Juego de Absalón

4941 Words
Nadine, aún atada, con el cuerpo tembloroso y el rostro marcado por el shock de sus palabras, giró la cabeza hacia él con movimientos lentos. La realidad de lo que acababa de escuchar se filtraba a través de su consciencia como veneno en las venas. —¿Cómo?— susurró, y su voz estaba quebrada por la mezcla de emociones que se agolpaban en su garganta: incredulidad, dolor, rabia y algo parecido al pánico. Las palabras salieron como el último aliento de un animal herido. No amaba a Ezra, de hecho, no había amado a ningún hombre en su vida, pero le gustaba la vida que él le proporcionaba: los viajes en jet privado, y las joyas que costaban más que casas enteras. Nadine, como la mayoría de las modelos en su círculo, había aprendido desde muy joven que salir con mafiosos o viejos millonarios era el camino más rápido hacia una vida de lujos sin preguntas incómodas. Ezra, aquel hombre que se pavoneaba de ser el mayor de los trillizos Kravchenko por apenas dos minutos de diferencia, era un narcisista consumado que había sido medio adulado toda su vida precisamente por esa primogenitura. Desde niño, había sido "el heredero", "el futuro jefe", "el más inteligente", y esas palabras habían fermentado en su psique hasta convertirse en una arrogancia tóxica que lo hacía creer que el mundo entero existía para su entretenimiento personal. Disfrutaba humillando a los demás, alimentándose de su sufrimiento como si fuera un manjar exquisito que solo él podía saborear. Su placer no venía solo del sexo o la violencia, sino de la sensación de control absoluto sobre otra alma humana. Le respondió sentándose en el borde de la cama con la elegancia casual de un gato que acabara de jugar con un ratón moribundo: —Así como lo escuchas,— Su espalda, ancha y cubierta de tatuajes intrincados que narraban su vida en el bajo mundo como un mapa de violencia y poder, se alzó como un muro entre ellos. Dragones eslavos se entrelazaban con versículos bíblicos en cirílico, fechas de ejecuciones importantes se mezclaban con nombres de enemigos muertos, creando una galería de arte corporal que era simultáneamente hermosa y aterradora. Se colocó sus gafas de montura oscura, un gesto necesario debido a su miopía mezclada con astigmatismo gracias a una caída de pequeño, que resultaba casi ridículamente formal para un hombre completamente desnudo que acababa de dominarla con tanta crudeza. Quitándose el condón con el mismo desprecio con que se quitaría un guante quirúrgico sucio, lo arrojó a un lado sin siquiera mirar dónde caía, y continuó con voz monótona: —No me vas a buscar más, ni yo a ti. Esto se terminó. —¡Pero Ezra, yo te amo!— exclamó Nadine, con su voz cargada de desesperación mientras forcejeaba contra las cuerdas que habían dejado marcas rojas como brazaletes de dolor en sus muñecas. Su piel aún llevaba las huellas de la presión, líneas que contarían la historia de esta noche durante días. Ezra soltó una risa seca, desprovista de humor, un sonido que era más parecido al crujido de hojas muertas que a expresión humana de alegría. Tomó su cuchillo favorito, al cual había bautizado cariñosamente como "Preciosa", una hoja de acero, con un mango de ébano pulido hasta brillar como un espejo n£gro. La acercó al rostro de Nadine, deslizando el filo con una precisión aterradora, apenas rozando su mejilla perfectamente maquillada hasta dejar una línea invisible de metal frío sobre su piel. —No digas esa palabra ridícula, que tú sabes que no sientes eso— gruñó, con sus ojos oscuros brillando con un desprecio gélido que parecía bajar la temperatura de la habitación varios grados—. Solo cogíamos y yo te daba lo que quisieras. Te dije cómo iba a ser esto desde el principio, cuando te recogí de ese club en Miami. Que cuando me cansara de ti, te dejaba botada como a todas las demás. —¡Lo sé, pero… llevamos un año juntos! Tenia una entrevista a las ocho y dejé de ir por venir aqui a complacerte— Su voz se quebró como cristal al pronunciar el tiempo, como si esos doce meses hubieran sido décadas de matrimonio—. Dejé de salir con el hijo del presidente por ti porque dijiste que tal vez te casarías conmigo si me portaba bien. Nadine había sacrificado más de lo que quería admitir. El hijo del presidente había estado genuinamente interesado en ella, no solo como un trofeo, y ella había quemado ese puente por la promesa vacía de un psicópata con buen gusto para los trajes. —Te dije que tal vez, como le digo a todas— replicó Ezra con indiferencia cruel—. Pero ya se acabó tu tiempo de quizás. Si no te vas en los próximos cinco minutos, te juro que te mato, y sabes que puedo hacerlo sin que nadie haga preguntas después. La amenaza no era vacía. Nadine había visto lo que quedaba de las mujeres que habían "molestado" a Ezra después de que él decidiera que ya no las quería. Algunas simplemente desaparecían. Otras aparecían en ríos. Ninguna volvía a ser problema. Nadine lo miró, con sus ojos verdes abiertos de par en par, con el miedo mezclándose con la furia hasta crear una expresión que era casi feral. Ezra, sin apartar la mirada ni un segundo, le dio un beso brusco, mordiéndole el labio inferior hasta que un hilo de sangre brotó, tiñendo sus labios perfectos de un rojo más oscuro que su lápiz labial Chanel. —Aaaah, maldito bastardo. Luego, con un movimiento rápido que demostró años de práctica con cuchillas, cortó las cuerdas que la ataban, liberándola con un gesto que era más amenaza que cortesía. Las fibras se separaron como seda bajo el acero, cayendo al suelo como serpientes muertas. —Arréglate y lárgate de mí apartamento— ordenó, levantándose de la cama con movimientos felinos. Su cuerpo, atlético y perfectamente proporcionado, era una herencia de la genética robusta de los Kravchenko, forjado por años de entrenamientos brutales y combate real. Cada músculo parecía esculpido para la destrucción, y cada movimiento exudaba una autoridad innata que había sido cultivada desde la cuna. Tomó su iPhone último modelo del tocador de mármol n£gro, revisó algunos mensajes con aburrimiento, y con un tono despectivo que no se molestó en suavizar, añadió: —Toma el dinero que quieras del jarrón de la sala. Metí algunos euros de los buenos, billetes de quinientos. Considéralo tu pago de despedida. —¡No quiero una mierda tuya!— escupió Nadine, frotándose las muñecas marcadas por las cuerdas mientras intentaba recuperar algo de dignidad. Sus ojos brillaban con una mezcla de rabia y dolor mientras se liberaba del resto de las ataduras, cada movimiento una pequeña rebelión contra la humillación. Ezra apenas la miró, con su rostro convertido en una máscara de indiferencia que había perfeccionado durante años de práctica. Para él, ella ya había dejado de existir como persona y se había convertido en un problema logístico que resolver. —Mejor para mí, más dinero me queda— respondió con un encogimiento de hombros que demostró cuán poco le importaba su dolor—. Lárgate antes de que llegue mi sirviente. Tengo una reunión familiar en una hora y debo irme presentable. No me conviene que te encuentren aquí después de que te declare persona non grata. —¿Sabes qué, Ezra?— La voz de Nadine temblaba de rabia contenida mientras se levantaba con piernas que aún no habían recuperado completamente la estabilidad—. Yo te di mi corazón, mi tiempo, mi cuerpo, rechacé a otros hombres, ¿y así es como me pagas? Sea lo que sea, te medio amé de verdad y te fui fiel porque sabía que matarías a cualquiera que estuviera conmigo. Yo debería ser tu esposa, estuvimos juntos un año entero. La confesión salió como sangre de una herida, cruda y dolorosa. Nadine había vivido en una jaula dorada, aislada de otros hombres no por elección sino por miedo a las represalias de Ezra, quien había dejado muy claro que consideraba a "sus mujeres" propiedad exclusiva. En ese momento, Ezra, que permanecía de pie completamente desnudo con el celular en la mano, revoloteó sus ojos con una expresión de fastidio teatral que había copiado de las películas clásicas que veía en sus ratos libres: —Ah, qué mierda de conversación— gruñó como si estuviera comentando sobre el clima—. Te falta decir que eras medio virgen cuando llegaste a mí, para completar el melodrama. —¡Pero rechacé a muchos hombres ricos y poderosos por estar contigo! —Ya cállate y lárgate antes de que pierda la paciencia completamente. —¡Eres un maldito, eso es todo lo que puedo decirte! Ezra, como buen heredero Kravchenko, tenía la paciencia de una cobra hambrienta. No toleraba que nadie le levantara la voz excepto su madre y su padre, que habían ganado ese derecho a través de sangre y ADN. Con un movimiento rápido que demostró años de práctica con cuchillas, lanzó a "Preciosa", que se clavó en la pared a escasos centímetros de la cabeza de Nadine, con la hoja vibrando como un diapasón mortal. Nadine sintió cómo el corazón se le detenía por un instante completo, con sus ojos abiertos de par en par mientras el filo seguía vibrando en la madera importada, creando un zumbido hipnótico que llenó el silencio. Ezra, completamente desnudo y con una calma aterradora que contrastaba con la violencia de su acción, la miró con esa expresión de desdén que había heredado de generaciones de hombres acostumbrados a que el mundo se doblegara ante su voluntad. —Lárgate. No quiero escuchar más pendejadas tuyas, modelo mediocre. Nadine tragó saliva, con su respiración entrecortada mientras el miedo helado se extendía por sus venas como mercurio líquido. —Está… bien— murmuró, completamente derrotada, mientras comenzaba a recoger su ropa desperdigada por el suelo con manos que temblaban como hojas en tormenta. Mientras reunía sus pertenencias, sintiéndose humillada por todas las cosas degradantes que se había dejado hacer para complacerlo, para mantener su interés, para conservar esa vida de lujos, se decía con rencor venenoso: «Eres un maldito desgraciado, ojalá y te pudras en el infierno. Espero que sufras tanto como me hiciste sufrir a mí.» Ezra, sin prestarle más atención que la que le prestaría a un insecto, entró al baño de mármol italiano, con su figura imponente y su enorme pene colgando, desapareciendo tras la puerta tallada a mano. Una vez en privado, marcó un número que conocía de memoria y esperó mientras el teléfono sonaba al otro lado de la ciudad. Cuando la voz familiar de su madre respondió al otro lado, cargada de esa autoridad maternal que podía hacer temblar a hombres que no temían a la muerte, él habló con un tono seco pero respetuoso: —Madre, ya voy para allá, estaba resolviendo un asunto personal. —Si, un asunto con una mujer— replicó Saleema con esa intuición maternal que había desarrollado después de veinticinco años de lidiar con hombres Kravchenko—. Ven rápido. Después yo iré a ver a tu padre para hablar de esta locura que hizo con lo de las esposas. —¿Anny ya llegó de Mónaco? —No, aún no ha llegado del aeropuerto. ¡MUÉVETE DE UNA VEZ! Ezra apretó sus dientes hasta que sus mandíbulas dolieron y le respondió con la resignación de un hijo que había aprendido desde pequeño que discutir con Saleema era como pelear contra un huracán: —Da, madre. No tienes que gritar, ya te escuché la primera vez. —¡Yo grito cuando me da la maldita gana, Ezra Esaú Kravchenko!— replicó usando su nombre patronímico completo, lo que siempre significaba que estaba particularmente molesta—. Aquí les preparé el desayuno desde temprano. No me salgas luego con el cuento de que ya comiste en la calle, ¿entendido? —Da, madre. —Te amo, mi precioso. —Ajá. Aunque Absalón era oficialmente el patriarca y líder indiscutible de la organización, todos los miembr0s de la familia sabían que Saleema era quien realmente manejaba las decisiones domésticas con puño de hierro. Era la reina detrás del trono, la mujer que podía hacer que el hombre más temido de América bajara la cabeza con solo una mirada. Luego, Saleema le colgó con la brusquedad de quien tiene mil cosas más importantes que hacer, y Ezra se quedó mirando su reflejo en el espejo del baño. Sus ojos café se encontraron con los de su imagen, y una sonrisa fría y calculadora curvó sus labios como la hoja de su cuchillo “Su preciosa”. «Ya me deshice de Nadine, ahora a buscar a una estúpida virgen que me sirva para convertirme en el jefe. Ganaré, es obvio que el idiota gordo de Hamsa no podrá conseguir nada más que prostitutas baratas, jajaja.» Minutos más tarde, Hamsa… —Sí madre, ya voy para allá, estaba supervisando algunas operaciones con las cuadrillas del puerto— dijo Hamsa, sentado en el balcón de su apartamento en Red Hook, Brooklyn, mirando a través de unos binoculares militares la actividad en los muelles industriales apenas tres pisos más abajo. A diferencia de Ezra, quien se rodeaba del lujo más extravagante, Hamsa había elegido vivir en una zona más cruda, más conectada con las operaciones reales del negocio familiar. Su apartamento, aunque costoso y bien equipado, tenía un aire más spartano: muebles funcionales de cuero n£gro, paredes de ladrillo expuesto, y ventanas que daban directamente a los almacenes donde se movía la mercancía real. Le gustaba poder ver sus territorios, escuchar el rugido de los camiones, sentir el pulso de las calles que controlaba. Sus ojos azules, heredados de la línea paterna ucraniana, escaneaban la zona con la precisión de un francotirador buscando objetivos. —Si no están los dos aquí en media hora, les juro por lo más sagrado que me pondré como una perra rabiosa y van a conocer mi lado musulmán— gruñó Saleema con una amenaza que sus hijos habían aprendido a tomar muy en serio. Manejar a un Kravchenko ya era difícil, pero controlar a esos dos gigantes de casi dos metros cada uno, más su esposo, era una labor que requería la firmeza de un general y la astucia de un diplomático. —Da, madre. ¿Y ya… llegó Anny del aeropuerto? —No, aún no, su vuelo se retrasó una hora. ¡MUEVE ESE CULO GIGANTE QUE TIENES! —Ya lo estoy moviendo, ¿quieres calmarte un poco?— respondió Hamsa con cierta irritación, porque a diferencia de Ezra, él tenía menos paciencia para los gritos maternales. —No, no me da la gana de calmarme hasta que los tenga aquí conmigo— replicó Saleema—. Aquí te hice tu comida favorita, esos panes ucranianos rellenos de carne que tanto te gustan. No me vayas a salir luego con la pendejada de que ya desayunaste que te comiste dos cajas de pizza. —No madre, llegaré con hambre. Siempre tengo. —Te amo, mi gordito hermoso. —Igual, madre. Esperó que Saleema le colgara antes de suspirar. Hamsa era naturalmente impulsivo y tenía un temperamento explosivo, pero respetaba profundamente a su madre. De hecho, la amaba mucho. Al ser el del medio en el orden de nacimiento, siempre se había esforzado por destacar y demostrar su valía, ya que la atención familiar se dividía principalmente entre Ezra por ser el mayor y "heredero natural", y Anhelina por ser la menor y la única mujer de la familia. El grandote, con los binoculares aún en las manos mientras observaba el movimiento matutino de la ciudad, se decía con determinación férrea: «Debo cazar a una maldita virgen como sea. Será como buscar un mamut prehistórico en pleno siglo, pero debo ganarle a Ezra y a Anhelina. Yo soy quien merece el título de jefe. Absalón debe elegirme a mí. Sin mis músculos y mi reputación en las calles, esta organización se cae como castillo de naipes.» Mientras tanto, en la Prisión Federal - Celda VIP… En aquella celda de lujo que más parecía una suite de hotel cinco estrellas, impregnada con el aroma mezclado de incienso ortodoxo y marihuana holandesa de primera calidad, Yaroslav Petrov, con sus ochenta y tantos años bien llevados, se movía por la habitación con la elegancia natural de un mafioso de la vieja escuela europea. A pesar de su edad avanzada, que había sobrevivido a décadas de violencia organizada, sus movimientos seguían siendo precisos y decididos, y sus ojos grises mantenían la agudeza de un halcón que ha visto demasiado para sorprenderse por algo. Sus canas plateadas estaban perfectamente peinadas hacia atrás con gel importado. Los tatuajes que cubrían sus brazos y cuello ahora estaban arrugados y descoloridos por el paso del tiempo, pero aún contaban historias de una juventud vivida al límite. Vestía con elegancia moderna: una camisa blanca de lino italiano perfectamente planchada y unos jeans ne.gros de diseñador. Blanco y negr0, los colores que había usado religiosamente durante toda su existencia, un código personal que hablaba de una vida vivida en absolutos morales. Más que un simple sirviente, Yaroslav era el consejero más confiable y respetado del imperio Kravchenko. Había sido testigo del nacimiento de Absalón, lo había visto dar sus primeros pasos tanto literal como figurativamente en el mundo del crimen organizado, y había estado presente en cada decisión crucial que había forjado el imperio que ahora se extendía por toda la costa este como una red invisible de poder y corrupción. —Entonces, ¿no le vas a decir a Saleema lo que realmente hiciste?— preguntó Yaroslav en ucraniano fluido, con su voz llevando el peso de décadas de confidencias compartidas y secretos guardados—. Creo que se pondrá bien molesta cuando se entere de la verdad completa, Sashka. Tú conoces lo explosiva que puede ser tu mujer. Ya son dos secretos gordos que llevas a cuestas, y ambos involucran a ella directamente. El diminutivo cariñoso "Sashka" era algo que solo Yaroslav se atrevía a usar en privado, un vestigio íntimo de cuando Absalón era apenas un niño de ojos grandes. Era un recordatorio constante de que, a pesar de todo el poder acumulado, toda la brutalidad ejercida y todo el miedo inspirado, seguía siendo el mismo muchacho que Yaroslav había ayudado a criar cuando su padre Nikolai estaba demasiado ocupado matando enemigos. Absalón, recostado cómodamente en su cama de seda italiana mientras fumaba un puro cubano, soltó una bocanada de humo aromático que se elevó hacia el techo como una ofrenda a dioses paganos que quizás no existían. —Se lo diré cuando sea el momento necesario, cuando ya no pueda ocultarlo más— respondió con la seguridad absoluta de un hombre acostumbrado a controlar cada variable de su existencia, cada pieza de información, cada reacción de quienes lo rodeaban—. Del primer secreto ya pronto se enterará de manera natural. Sus ojos azules, que habían visto tanto que deberían haber perdido su brillo décadas atrás, brillaron con una mezcla de anticipación, diversión y algo que podría haber sido nerviosismo, aunque Absalón Kravchenko nunca admitiría públicamente sentir miedo de nada, especialmente de la reacción de su esposa cuando descubriera las verdades que había estado ocultando. —Bueno, Sashka, te deseo toda la suerte del mundo con tu mujer— dijo Yaroslav con una sonrisa torcida que había perfeccionado durante décadas de observar las dinámicas maritales entre los Kravchenko, una sonrisa que contenía tanto afecto como preocupación genuina—. Y por cierto, ¿pusiste a competir a tus hijos por el trono como si fueran gladiadores? ¿Para qué, si ya sabes perfectamente quién será el próximo jefe? Absalón se incorporó ligeramente en su cama, con una sonrisa depredadora curvando sus labios mientras saboreaba tanto el puro como la estrategia maquiavélica que había puesto en marcha como un maestro de ajedrez moviendo piezas en un tablero gigante. —Sí, los puse a pelear como perros, pero mi verdadero objetivo es conseguir nietos— gruñó con la satisfacción de un viejo lobo planeando su legado—. Quiero más malditos Kravchenko corriendo por esta puta tierra, más sangre ucraniana en las venas. Ya es hora de que esta familia crezca, ¿no? Esos tres han sido competitivos desde que salieron del vientre de su madre. Sé que no se van a matar entre ellos porque, por mucho que se partan la madre, se aman y matarían por su hermana o si alguien llegara a tocar a uno de ellos. Solo voy a reírme un rato viendo cómo sufren los muy pendejos. Y ya era hora de que dejen de desperdiciar tiempo y dinero con esas putas baratas que se consiguen, y se busquen una mujer de verdad para el futuro. Yaroslav observó a su antiguo pupilo con la sabiduría de alguien que había visto repetirse los mismos patrones familiares durante múltiples generaciones de Kravchenko. Se acercó lentamente a la ventana blindada, con sus manos arrugadas pero aún firmes entrelazadas detrás de la espalda mientras contemplaba el jardín privado que Absalón había mandado construir especialmente para hacer más llevadera su "estancia temporal" en prisión. —Pero si tú te pusiste serio y te casaste bien tarde en la vida. Tenías casi 40 años cuando nacieron— le respondió con una sonrisa torcida que revelaba décadas de complicidad y recuerdos compartidos—. Déjalos que gocen su vida de mafiosos jóvenes y poderosos un poco más. —Nah, mis mierditas ya han gozado lo suficiente durante veinticinco años— gruñó Absalón, aplastando el puro en un cenicero de cristal de Bohemia que había sido regalo de un diplomático corrupto—. Que se busquen una esposa de una vez por todas. Aunque...— su expresión se ensombreció, revelando esa preocupación paternal que rara vez dejaba ver— la que realmente me tiene preocupado es mi princesa Anhelina. ¿Será que le gustan más las tetas que las ve.rgas? No le ha gustado ni uno solo de los imbéciles que le he presentado en todos estos años, y siempre me dice que no se quiere casar nunca, maldita sea, a la enana no le gustaría. La pregunta, formulada con la delicadeza característica de un martillo neumático y la sutileza típica de los Kravchenko, hizo que Yaroslav volteara desde la ventana con una expresión que mezclaba diversión genuina y exasperación paternal. Después de más de ochenta años navegando en este mundo de violencia y secretos familiares, pocas cosas lo sorprendían realmente, pero la forma directa y sin filtros en que Absalón abordaba los temas más delicados nunca dejaba de desconcertarlo. —Anhelina es una mujer independiente y muy inteligente— respondió Yaroslav diplomáticamente, eligiendo sus palabras con el cuidado de un diplomático en territorio enemigo—. Quizás simplemente no ha encontrado al hombre adecuado todavía. O quizás ha estado demasiado ocupada con sus… “estudios” en Mónaco como para pensar seriamente en romance. No todos siguen exactamente el mismo camino en la vida, Sashka. —En fin, ¿pero sabes que? por mi que se quede soltera toda la vida si quiere, así es mejor. La enana se pondrá triste pero yo en el fondo no jeje— gruñó Absalón con una mezcla de resignación y alivio paternal—. Me ahorro tener que matar al desgraciado que se quiera meter con mi princesa. Por ahora, mis dos mierdas varones van a buscar esposa, pero se lo voy a poner bien difícil porque tengo una idea bien pero bien maldita, jajaja. —Vaya, Sashka. Sí que te gusta hacer sufrir a esos pobres muchachos tuyos— dijo Yaroslav con una mezcla de diversión y preocupación paternal—. Pero… espero que se consigan buenas esposas, y que los hagan sentar cabeza, así como Saleema lo hizo contigo. —Nah, a mí la enana no me controla para nada— respondió Absalón con una negación automática, aunque su tono careció de la convicción usual que empleaba cuando mentía a otros. Yaroslav, caminando lentamente por la celda con los pasos medidos de un anciano que ha visto demasiado como para creer mentiras obvias, sonrió con esa expresión astuta que había perfeccionado durante décadas de observar las dinámicas de poder: —Sí, claro que no te controla— murmuró con sarcasmo afectuoso, con sus ojos brillando con el conocimiento de quien había visto a Absalón obedecer cada capricho de Saleema durante veinticinco años de matrimonio.―Pero esperemos a ver que consiguen estos hombres. Mientras tanto, las gemelas… —Entonces, déjame ir hoy a limpiarle la oficina al tal Ezra y así te digo qué tienes que hacer— propuso Mely con pragmatismo, cruzándose de brazos—, ya que me dijiste que no sabes hacer nada doméstico, ni siquiera freír un huevo. Debemos practicar para que seas convincente cuando te hagas pasar por mí y así crean que eres una mujer de limpieza. —Sí, y tú tienes que practicar un poco tu acento neoyorquino— replicó Melanie con una sonrisa—, se te sale un poco el europeo cuando hablas rápido. —Sí, trabajaré en eso. —Mañana nos encontraremos en este apartamento— dijo Melanie, garabateando una dirección en un papel elegante con su letra cursiva perfecta—. Es en el Upper East Side, aquí podré llamar a Mariano, mi estilista personal, para que te haga el mismo corte y tinte rojizo, y unas extensiones para que te parezcas exactamente a mí durante una semana completa. Mely miró la dirección y silbó con impresión genuina: —Vaya, sí que tienes propiedades por toda la ciudad. —Sí, esta es donde practico piano con mi profesora privada— explicó Melanie con naturalidad—. Pero en realidad vivo con mis padres adoptivos, como te dije, me vigilan constantemente. De hecho, casi nunca salgo sin escolta. —Pero tienes veinte años— comentó Mely, frunciendo el ceño con incredulidad. —Lo sé perfectamente. Por eso quiero hacer este intercambio contigo— suspiró Melanie con melancolía—, para ver si puedo tener, aunque sea un poquito de libertad real por primera vez en mi vida. —Mmmm, ya veo tu situación— murmuró Mely, procesando la información—. Oye… me gustaría que el pago fuera completamente en efectivo. Soy extranjera sin papeles en regla y no tengo cuentas bancarias estadounidenses. —Está bien, trataré de conseguir todo el efectivo para mañana— asintió Melanie, y de repente una sonrisa completamente enamorada se plantó en su rostro como si acabara de recordar la razón de todo esto. Puso sus manos sobre su corazón y suspiró dramáticamente—: Ah, qué hermoso será esto. Finalmente veré a mi bello Ezra de cerca. Es tan… tan perfecto en todo sentido. Es enorme, y a mi me gustan grandotes jeje. Mira, una vez casi nos rozamos en una gala benéfica y yo apenas le llegaba al pecho, jajaja, ¡me medí mentalmente toda la noche! Mely alzó una de sus cejas con una expresión que mezclaba incredulidad y algo parecido a la lástima: —Sí que amas obsesivamente a ese tipo. Vas a pagar cincuenta mil dólares solo por estar cerca de él durante una semana. Si te soy completamente honesta… es patético. Pero ojo, es tu vida y tus gustos, chica rosa. Melanie, aún con sus manos presionadas contra su pecho como si quisiera contener los latidos acelerados de su corazón, le preguntó con una sonrisa dulce que hacía brillar las pecas esparcidas por sus mejillas: —Yo sí creo en el amor verdadero, ¿y tú? ¿Te has enamorado alguna vez en tu vida? Mely, revoloteando sus ojos con exasperación, le respondió con sequedad: —No, jamás. Y no quiero hacerlo nunca. Miró su reloj de pulsera barato y se dirigió hacia la puerta: —Me voy, tengo que llegar al trabajo. Nos vemos mañana, Melanie. Practicaré mi acento neoyorquino durante todo el día. De repente, se volteó y gritó con voz áspera y acento exagerado: —¡Qué te pasa, perra, ve por donde caminas! Luego sonrió con satisfacción y preguntó: —¿Já, ya me salió convincente? Melanie se rio con genuina diversión, aplaudiendo como si acabara de presenciar una actuación teatral: —Eres muy graciosa, Mimi. Creo que vas a lograr engañar a todo el mundo. Minutos más tarde... Mely salió del lujoso edificio y notó que finalmente había escampado, dejando las calles de Brooklyn Heights húmedas pero libres de lluvia. Negando con la cabeza mientras caminaba hacia la estación del metro, se dijo con una mezcla de incredulidad y pragmatismo: «Qué chica tan tonta e ingenua. ¿Hacer todo eso por un hombre? Já, qué ridiculez.» Sus pasos resonaban sobre la acera mojada mientras procesaba todo lo que acababa de experimentar. A pesar de su sarcasmo, no pudo evitar sentir cierta simpatía por Melanie. «Pero, en fin, se nota que no la han herido como a mí y es genuinamente buena gente. Debe ser lindo vivir en esa burbuja de inocencia.» Miró la dirección elegantemente escrita en el papel que llevaba doblado en su bolsillo, donde se tenían que encontrar al día siguiente para hacer el cambio de imagen completo. «Mañana iré a esta dirección y me ganaré esos cincuenta mil dólares para poder irme más lejos de aquí. Pero hoy conoceré al fulano Kravsinko este que me trajo indirectamente estos cincuenta mil dólares. No lo conozco y me cae mal. Tiene loca a la pobre cachorrita alegre» CONTINUARÁ…
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