No sabía cuánto tiempo había pasado desde que me habían dejado en esa habitación, pero el tiempo parecía moverse con una lentitud insoportable. Ya me sentía algo mejor, pero el malestar seguía rondando, no del todo superado. Aún sentía una debilidad en mi cuerpo que no podía ignorar, pero la sensación más incómoda era la de estar encerrada allí, atada al suero y las máquinas que se encargaban de controlar mi estado. Sentía como si no pudiera escapar, como si mi cuerpo me estuviera reteniendo, pero sabía que debía estar allí hasta que todo estuviera bien. De repente, la puerta se abrió con suavidad, y una enfermera entró en la habitación. Su presencia era bienvenida, aunque no sabía exactamente qué esperar. —La doctora quiere que vaya a su consultorio —dijo, con su voz suave y calmada. A

