Caminé rápido, casi corriendo, sin importar la mirada de los demás. Sentía la presión en el pecho, el peso de la humillación, la sensación de que algo dentro de mí se había roto de una manera irreparable. El auto de Nick se detuvo de golpe frente a la universidad. Un convertible celeste, sin capote y demasiado lujoso para ser discreto. Pero no me importó. Apenas lo vi, apuré el paso, corriendo como si mi vida dependiera de ello. —A la casa— ordené entre sollozos ahogados, mientras subía al auto y Nick pisaba el acelerador. A lo lejos, escuché los gritos de Eros llamándome. —¡MARITZA, ESPERA! Pero no volteé. No esta vez. Subí mis gafas de sol a mi cabeza y, sin mirar atrás, marqué el número de Douglas. —¿Dígame?— respondió al segundo tono. —¿Ya tienes los papeles de Trixie?— pregun

