La carretera hacia Bulgaria había sido interminable, cada kilómetro cubierto por una sensación creciente de urgencia. Las fronteras que habían cruzado les pesaban en la piel, y las montañas que ahora dominaban el paisaje parecían retorcidas, deformadas por el tiempo y el misticismo que envolvía al país. Cuando finalmente llegaron, la atmósfera era densa, cargada de un aire antiguo que parecía agobiar a todo el grupo. El cielo de un gris opaco no dejaba espacio para el sol, y las sombras de las montañas se cernían sobre ellos como guardianes silenciosos. A lo lejos, el horizonte de Sofía se erguía con edificios viejos, algunos derrumbándose sobre sí mismos, otros reconstruidos, dando la sensación de una ciudad atrapada entre dos épocas. El silencio en el coche se había vuelto incómodo, co

