AMAYA Tucker se sentó con una sonrisa educada, de esas que parecen esculpidas para gustarle a todo el mundo. A mí no. Ya no. Juliette estaba encantada, por supuesto. Sus ojos brillaban como si acabara de ganar un premio. Y tal vez para ella, eso era Tucker: un trofeo. —Me alegra que aceptaras verme —dijo él, sin dejar de mirarme—. Solo quería saber cómo estabas. —Estoy bien —respondí, con tono neutro. Ni frío, ni cálido. Solo… seco. Tucker hizo un gesto con la cabeza, como si entendiera algo profundo. Pero no entendía nada. —Lo de la otra vez, con el regalo… fue con la mejor intención —añadió—. No quiero incomodarte. —No me incomodaste —mentí—. Solo creo que no debiste hacerlo. No somos… nada. Juliette fingía estar demasiado concentrada en su copa de vino, pero la tensión que irra

