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Haría falta una Diosa para sacar un clavo

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Selene es una mujer que acaba de cumplir los 30 años, quien pese a ser una exitosa investigadora no encuentra sentido en su vida llena de problemas existenciales, falta de amor propio y críticas de sus familiares. Un día encuentra un diario sobre las anécdotas de un mujeriego empedernido y su amor imposible. Esta libreta provocará que nuestra investigadora busque a su autor para saber el desenlace de aquella historia y con ello quizá llenar el vacío que la ha atormentado por tantos años.

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Capitulo I
Muchas veces me he desvelado pensando el por qué estoy en este mundo; la respuesta parece no emerger durante varios minutos hasta casi el amanecer, cuando finalmente en mi cabeza una voz aparentando una versión extraña de mí misma, dulce y elegante me responde con una frase tan simple “Es porque hay algo que debes encontrar”, es sin duda alguna, el propósito de una vida más fácil diría yo; aunque, solo me estoy mintiendo es muy claro que así es. Como todas las personas; los objetivos son diferentes, unos desean ser los mejores profesionales del mundo, para creer que están por encima de los demás, con sus miles de éxitos mientras en silencio se castigan compadeciendo su falta de felicidad, estrés y demás problemas que se generan así mismos. Otros solo tienen el sueño de vivir tranquilos con una familia feliz, como en los cuentos, pero se quejan porque no todo es un lecho de rosas pues las deudas no perdonan ni la más efímera felicidad. Desde pequeña he oído aquella voz con su misterioso acento femenino recordándome una y otra vez, que busque algo en especial, diciéndome: “Oye no olvides lo que debes hacer” provocándome una sensación de soledad indescriptible; lo que me mortifica casi todos los días, buscando a mi alrededor algo que ni siquiera sabía que era, si era una persona, un objeto o un animal, quizá era una meta como la de los demás niños, quienes desean ser doctores, policías, profesores, etc. Detestaba esa idea con tanta pasión por el ligero hecho que sería frustrante buscar algo tan simple, prefería mil veces que fuera una persona, que una profesión o un objeto insignificante. Cuando me preguntaban yo no sabía que responder; no era que estuviera indecisa al respecto, solo no me interesaba ser algún profesional en particular o incluso la idea de llegar a ser adulto, de hecho, me atrevería a decir que la sola idea de crecer sin saber qué hacer con mi vida me aterraba ¿Qué dirían mis padres si les dijera? Estoy segura que se decepcionarían de que su hija no tuviera iniciativas o metas, quizá me imaginen como una pordiosera vagando de calle en calle por algo de comer. Para empezar mi familia era pobre y vivíamos en una casa hecha de adobe con un tejado lleno de goteras, aunque para mí eso era divertido, me emocionaba usar un plástico sobre nosotros y sobre todo en la cama para evitar mojarnos casi como una carpa, veíamos a través del fino campo de fuerza las gotas salpicar para luego competir entre ellas a ver quién llega al suelo primero, en las mañanas salía al patio lleno de plantas a jugar descalza entre los árboles o recoger zanahorias, espinacas e incluso moras que crecían junto a la calle, me gustaba aquel arbusto de moras casi al punto de tratarlo como un amigo imaginario, hablaba con él y le contaba mis anécdotas imaginarias o programas que veía en la televisión mientras deleitaba sus dulces frutos, sentía que me protegía de alguna manera con sus largas y blanquecinas ramas llenas de pequeños espinos de los autos o extraños transeúntes manteniéndome dentro de los dominios de mi pequeño hogar. Recuerdo que, en mi niñez incluso hasta hoy, siempre he visto las cosas de diferente forma, me gusta bailar, pero lamentablemente soy excesivamente perfeccionista por lo que me deprimo cuando una coreografía no me resulta parecida a la de aquellos famosos que he visto en televisión, me exijo demasiado en variadas ocasiones, pero sé que eso no habría sucedido si no hubiese escuchado aquella conversación entre mis padres. Una mañana desperté y me dirigí a mi cotidiano paseo cuando me desmoroné entre los cultivos de espinacas, mi querido arbusto de moras había desaparecido dejando un montón de tierra alrededor y algunas pequeñas ramas destrozadas; grité conmocionada haciendo que mi abuela, quien en ese entonces me cuidaba saliera asustada, aquella mujer de no tan avanzada edad con algunas canas notorias en su larga cabellera, había cortado la planta por la tarde mientras dormía. Mis padres trabajan cuidando una Quinta, por lo cual, se enteraron por la noche luego de llegar del trabajo y confrontaron a la señora en la cocina, mientras tanto, yo me escabullí al otro lado de la habitación y por un pequeño agujero en la pared esperaba un juicio justo para quien había asesinado descorazonadamente a mi protector. Siempre que recuerdo aquella escena, mis lágrimas comienzan a brotar desconsoladamente de mis ojos, dos adultos extremadamente cansados de la ardua jornada de trabajo sentados en unos pequeños bancos de madera, ambos preguntándose por qué continuaban viviendo con una anciana que solo parecía complicarles la vida, era normal en mi opinión que esa idea cruzara por sus mentes, ya que aunque era mi abuela materna y la casa le pertenecía, quienes pagaban los gastos, tanto de servicios básicos como de los alimentos eran mis padres. Esperaba que, aunque sea una justicia divina apareciera ante ellos y reclamara las acciones de la anciana, pero en su lugar vi a la mujer excusándose, con que las ramas de mi protector eran peligrosas para una niña tan juguetona como yo, la mujer no dejaba de argumentar que todo era por mi bien y concluyó indicando que además odiaba esa planta, porque lucía como un arbusto enorme y desparramado en la calle. El vacío en mi pecho me impedía respirar con normalidad, seguido tenía un ligero ardor en mis ojos que al frotarlos vi en mis manos lo que parecía ser agua pero su sabor era salado y continuaba brotando de mis cuencas; estaba llorando por primera vez en mi vida al mismo tiempo que sentí el dolor de perder a alguien tan preciado de la peor forma, sé que en este punto dirán que solo era una planta, hubiese sido peor una persona o un animal, lo sé, pero aquel arbusto era igual o incluso más valioso para mí, que cualquier otra cosa en el mundo. En mi corta edad de 3 años había comprendido muchas más cosas que la mayoría en aquella edad, por ejemplo, cuando mis padres peleaban por alguna razón al final siempre concluía que la autora había sido mi abuela. Aquella mujer adoraba comentar a las hermanas de mi madre sobre nuestro estilo de vida, además se quejaba de que su hija no hacía más que dormir en la casa e insinuaba que mi padre tenía un romance con la dueña de la Quinta para la que trabajaba, también de mí comentaba que era una niña enfermiza que no sabía comportarse. Por mi parte, estaba segura que nada de eso era cierto, después de todo mi padre nos cuidaba además que demostraba afecto siempre que podía con fuertes abrazos y pequeños coqueteos a mi madre, o algunos besos sorpresivos que la dejaban como un tomate. Mi madre madrugaba los días que tenía libre en el trabajo y hacía todos los quehaceres para luego dormir conmigo cerca del mediodía; yo era diferente, le tenía miedo a mi abuela, era normal que no le hiciera caso cuando me ordenaba algo, pues entre más lejos estuviese de ella me sentía a salvo, por otro lado, sí, yo era enfermiza, pero no porque saliera descalza al patio, si no que aquella señora sostenía el hábito de regalar mis sacos a mis primas, era una suerte que mis zapatos no le quedaran a nadie más que a mí, a veces ella me daba muy poco de comer o incluso me pedía que juntara mis pequeñas manos para servirme un puñado de arroz y unas tiras de carne. En aquel entonces, no podía decir sobre estas injusticias a mis padres, ellos milagrosamente llegaban despiertos a la casa y conseguían comer algo antes de caer rendidos, pero la razón más obvia era que rara vez podía articular una palabra entendiblemente, era muy desesperante, pero si lo pienso bien, a duras penas empezaba a hablar y no tenía muchos ejemplos de esta habilidad a mi alrededor. A los cuatro años me mudé junto con mis padres a una casa cerca de otra Quinta, el motivo debería ser más que indiscutible, estábamos cansados de la actitud de aquella amarga mujer, pero la decisión definitiva surgió cuando enfermé de una simple gripe y la anciana paranoica, para que mis padres no se enteren sobre su trato, me atiborró en medicamentos. No recuerdo con exactitud cuántas pastillas me dio en realidad, pero logré distinguir tres de color rojo, junto con un jarabe de color rosa, según el médico era un milagro que estuviera respirando tres horas después de haber tomado tantos remedios, mucho más considerando que mi condición no me lo permitía, pues resultaba que soy alérgica al paracetamol y tenía signos de anemia, ambas recién descubiertas en el momento en que el doctor analizó los exámenes. En cuanto cumplí los cinco años de edad, me explicaron que vivía en un país pequeño llamado Ecuador, todos los días mis padres me obligaban a memorizar la dirección de mi casa, para poder recordar cómo llegar allí desde cualquier parte; supongo que perderme no era una opción, mucho más si considerábamos que vivíamos en las afueras de la ciudad de Quito. Los valles lejanos no eran más que campos y cultivos por doquier, no había muchas casas y en la noche la iluminación en las calles era aterradora, a veces funcionaban los luceros, otras veces debíamos abrirnos paso en la penumbra, esperando no encontrarnos con algún viviente nocturno. Aun así, el miedo de mi familia era no poder evitar que cualquier cosa me sucediera, pero no era lo único estresante, dado que el tiempo viviendo cerca de un pueblo un poco más urbanizado, me hizo entender la importancia del dinero en el mundo. Mi familia era sumamente pobre, mi padre a duras penas ganaba la penosa cantidad de cien dólares, lo sé porque un día vi a su jefe darle un solo billete con esa cantidad; sería la primera y última vez que lo vería, pero lo guardé en mi memoria por siempre. Mi mamá ganaba de forma intermitente entre treinta a cincuenta dólares, según lo designase la señora para la cual trabajaba como cocinera y ama de llaves. Estoy segura que si no me hubiera cambiado de casa nunca me habría dado cuenta de esa dolorosa necesidad por el dinero; a mi corta edad ya era consciente de ello, por tanto, no pedía dulces o cosas que consideraban un lujo otros niños. Algunas veces mis padres me preguntaban frente a la tienda si quería alguna golosina; recuerdo como apretaba mis pequeñas manos detrás de mi espalda mientras negaba con una mueca en mi rostro. Inconsciente de mis actos; desarrollé un fuerte sentido de responsabilidad, al menos así fue en lo económico, pero luego se fue propagando como un veneno en otros aspectos de mi vida, transformándose lentamente en una fuerte ansiedad por cumplir expectativas financieras altas. Consideraba que mi presencia era inútil en la familia y mi única opción de ayudarlos era ganar dinero por mi cuenta, pero a mis 12 años había madurado tanto, que observar a mis compañeros de colegio con sus sueños imposibles no era algo muy realista para mí. De hecho, me mortificaba la voz en mi cabeza; insistiendo con la búsqueda de algo desconocido, lo que me obligaba a acallarla con cualquier distracción como preocuparme por mis tareas, aprender costura para reutilizar mi ropa desgastada, lo que sea necesario para mantener mi mente ocupada. Por otra parte, mi nuevo hogar no era mejor que vivir con mi abuela; era todavía más agobiante el estar como vecina de mis tías, era un calvario todos los días que pasaba del colegio e incluso cuando salía a la tienda por algún mandado, a mi edad de diecisiete me emparejaban con cualquier muchacho con el que hablara y sin importar lo que hiciera para ellas era una decepción comparado a los éxitos de sus hijos. Logré mudarme y continuar mi vida casi tranquilamente, pero con el acomplejamiento de un ideal, en encontrar aquello que mi mente susurraba de nuevo; a mis 29 años comenzaba a sentir una desesperación por encontrarlo, pero me cuestionaba diariamente que sería más sencillo si supiera lo que busco, todos se preguntan lo mismo o al menos eso pienso, si estás buscando algo es mejor saber una descripción básica como tamaño, forma, características únicas que permitan reconocerlo. Realmente sentir ansiedad por algo así no es precisamente algo que desees comentar a las personas a tu alrededor, incluso un psicólogo creería que se trata de demencia esquizofrénica y terminaría hospitalizada, mucho peor sin poder encontrar lo que busco tan desesperadamente; me miento todas las mañanas con eso, así me libero de tener que contarles este detalle a otros y guardarlo para mí, o eso pensaba, una noche entre mis sueños incomprensibles recibí una pequeña descripción de lo que busco. En un hermoso campo lleno de arbustos y flores se abría un pequeño sendero que se adentraba en el bosque, siguiendo por el camino se encontraba una figura de una persona que parecía un joven delgado con cabellera y traje n***o, mismo que hacía resaltar sus manos y rostro blanquecinos, ese hermoso tono pálido me recordaba al arbusto protector de mi infancia, por lo que enseguida quede embelesada de aquella maravillosa persona. Deseaba soñar con él una y otra vez, melancólicamente me desvivía por encontrar a alguien similar al hombre de mis sueños esperando que así mis búsquedas finalizaran, pero cada vez, me enfurecía por sus actitudes egocéntricas, sus complejos por mi figura no tan curvilínea, la cantidad de hombres con los que tenía una cita, se habían convertido en un trabajo mucho más estresante a mi profesión de investigadora. Harta de encontrar desilusiones dejé las citas y me concentré de lleno en mi trabajo por un año entero hasta que cumplí los 30 y comenzaron las quejas de mis familiares por verme con una pareja, mis tías especialmente no dejaban de preguntarse entre ellas como una persona tan bella terminaría solterona; dicen las mujeres que son engañadas por sus esposos, quizá no lo sepan pero yo sí; soy investigadora después de todo, que quieran ocultar sus amoríos de ambas partes es imposible conmigo cerca, mucho menos si su suerte es tan mala que provoque por azares del destino cruzarme con ellos en plena calle. Aún me provoca algo de risa ese hecho, mi tío tratando de explicar que la mujer a su lado es una amiga de mi tía cubriéndose el moretón en su cuello con la camisa e indicando que están buscando un regalo para el cumpleaños de su esposa, todo esto mientras yo procedía a disfrutar como toda una gánster de un cigarrillo y miraba a la desconocida arreglarse el escote de su blusa en lo que su cabello claramente desordenado se rebelaba contra su dueña, al menos con ese pequeño descubrimiento tenía una defensa asegurada sobre mi soltería. Las cosas ,sin embargo, no cambiaron mucho, continuaba recibiendo comentarios sobre mis hábitos, como el hecho de fumar en reuniones familiares, el haberme hecho un tatuaje en mi pierna derecha, sabiendo que iba en contra de los principios de mi familia; mas no los principios de mis padres, sino del resto de mi familia, porque mis padres estaban encantados de lo que era, según ellos, era una mujer fuerte y segura, me merecía la mejor de las felicidades por ayudarlos en los gastos y quedarme con ellos todo este tiempo, la verdad no le veía la necesidad de mudarme lejos de ellos, y mi trabajo de investigadora no me entusiasmaba mucho pero era algo que necesitaba para cumplir mi objetivo. Claro no me daban la mejor paga, pero bastaba para los gastos y cubrir mis pequeños caprichos, como los cigarrillos, algo decente para vestir, entre otras cosas de mi agrado, como libros y plantas para mi jardín, al menos me sentía cómoda con lo que consideraba vida. Los libros los conseguía en un viejo almacén cerca del centro de la ciudad donde el dueño ya conocía mis gustos y separaba libros que consideraba de mi agrado, a veces incluso me ayudaba con documentos viejos e históricos para completar mis investigaciones, como diarios o viejas revistas sobre temas económicos. El anciano cambió cierta parte de mi percepción sobre los adultos mayores, pero aún continuaba teniéndoles un miedo estremecedor, por lo que para relajarme fumaba un cigarrillo antes de ingresar al lugar y otro luego de salir, era la única forma de tener el valor suficiente de tenerlo cerca sin salir corriendo, pero un día decidí que, dejaría de ser presa del miedo y entraría sin tener que fumar como condición, busque los libros y salí del lugar un tanto campante pero mi mente no dejaba de culparme por todo ese tiempo usando un pretexto tan turbio para fumar. Mi mente divagaba sobre ese hecho cuando me di cuenta del lugar en el que me encontraba; había tomado el camino equivocado y al parecer mi distracción había conseguido que me perdiera completamente entre las calles despintadas de la ciudad, caminé a toda prisa tratando de buscar un lugar conocido, pero, mis intentos fueron en vano; llamaba la atención de varios sospechosos que a mis ojos de analista encajaban como ladrones listos para atacarme al menor de mis descuidos; solté un suspiro profundo para aclarar mis ideas e hice lo que probablemente cualquier otra persona asustaba habría intentado, ingresé al primer local que vi abierto sin mirar atrás y me escabullí entre las vitrinas. Aliviada de aquel momento me desplomé en una de las esquinas del local, por fin relajándome de lo que había sucedido, viendo a mis alrededores me di cuenta que había entrado a una tienda de artesanías antiguas llena de objetos viejos, colecciones y demás cosas que, para mí, solo interesarían a un arqueólogo, el lugar estaba empolvado, tal parecía que, por los ladrones del lugar aquella tienda había perdido mucha clientela, si no toda, me reincorporé y caminé esperando encontrarme con alguien para esperanzadamente comprar un objeto en agradecimiento por su ayuda indirecta. La mujer que estaba atendiendo para mi mala suerte era una anciana similar a mi abuela; dormitaba en el asiento y no se había percatado de mi presencia hasta que llamé su atención, sentía como me temblaban las manos por el trauma ocasionado en mi infancia, aun así, conseguí articular algunas palabras y pedí que me vendiera algo de su tienda, claro, mi envalentonado intento no duró por mucho cuando me preguntó lo que buscaba. Por alguna razón, aquella frase se había grabado en mi memoria, por aquella voz en mi cabeza, por varios segundos sentí un sudor frío recorrer mi espalda tratando de encontrar la respuesta, había pasado un largo tiempo cómoda con mi supuesta vida que casi había olvidado aquella voz elegante diciéndome que debo encontrar. Rápidamente volví en mí y la anciana me mostró una libreta cubierta de cuero rojo, suponiendo que era lo que estaba buscando por mi bolsa llena de libros me lo ofreció sin discutir absolutamente nada; su silencio me asustaba enormemente, disimuladamente pagué por ella y salí del lugar lo más rápido que pude, aunque después arrepintiéndome de no volverlo a encontrar. 

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