....Sobre una mujer con la que había estado casi dos años?
—Le sangra la mano, jefe. ¿Se encuentra bien?
Adolfo se miró la mano. Estaba muy contusionada y los nudillos le
sangraban.
Entonces, su mirada se encontró con la de Tomazio. El hombre, que era el jefe de su equipo de seguridad desde que Adolfo era estudiante, lo conocía demasiado bien.
—Sí...
No obstante, no sabía cuándo volvería a sentirse normal. Él, Adolfo Rinaldi, multimillonario, m*****o de una de las familias más antiguas y más orgullosas de Italia y la fuerza impulsora detrás de Rinaldi Industries, una de las empresas más grandes y de más éxito del mundo.
Por primera vez en sus veintinueve años de existencia se sentía humillado y rebajado como hombre.
¿Cómo iba a explicarle aquel fiasco a su madre?
Renatta Rinaldi estaba, literalmente, contando los días para la boda de su hijo y estaba ansiosa por tener a su primer nieto entre sus brazos. Era una mujer enferma, tullida por la artritis y debilitada por una serie de enfermedades. Cada semana que sobrevivía era casi como un regalo de Dios. Ya no había boda, ni la posibilidad de tener un niño que llenara su vida, ni una alegre nuera que alegrara su aburrida existencia...
Adolfo no había reconocido nunca antes la realidad de su situación, pero se dio cuenta de que necesitaba una esposa.
«Nadia no significa nada para mí... no es como si ella fuera un hombre...». Las insidiosas palabras de María hicieron que Adolfo apretara de nuevo los puños. No, no podía perdonarla, ni por el bien de su ardiente libido, ni por el de una madre a la que adoraba.
Maria, la mujer que había amado más allá de lo que creía posible, había resultado ser una completa decepción.
Había creído que conocía a su prometida completamente, pero no había sido así.
De hecho, no podría haber elegido peor si se hubiera decidido a casarse con una completa desconocida. Visto lo visto, le daría lo mismo si se pusiera a pedirle que se casara con él a la primera mujer con la que se encontrara...
Tras soltar una amarga carcajada ante aquella idea tan alocada, Adolfo Rinaldi se sirvió una buena copa de coñac del bar que había a su disposición en la limusina.
Gracy estaba hambrienta, aterida de frío y muy asustada. Eran casi la una de la mañana. Todavía le quedaban por delante la mayor parte de las largas horas de la noche. ¿Cuánto tiempo había estado caminando?
Le dolían la espalda y las piernas y la visión se le estaba empezando a hacer borrosa por el cansancio, pero ¿dónde podría encontrar un lugar seguro en el que pasar la noche?
Había estado sentada en la estación de trenes durante la mayor parte del día, cambiando de asiento con frecuencia para no atraer la atención de ningún empleado, hasta que los gritos de dos gamberros la habían obligado a refugiarse en el cuarto de baño. Mientras había estado refrescándose un poco, le habían robado la chaqueta, en la que estaba su monedero. La había dejado confiadamente sobre el carrito de Alex.
No podía denunciarlo ante un policía, sobre todo cuando le podrían hacer preguntas incómodas o pedirle una dirección. No había nada que hacer. Podía dar por desaparecido su monedero, que contenía las últimas libras que le quedaban.
Era otro revés más, como los otros muchos que había sufrido desde su llegada a Londres, siete meses atrás.
Se detuvo para comprobar que su hijo de siete meses estaba bien
tapado frente al frío aire de la noche. Entonces, tembló violentamente y tocó las dos bolsas de plástico que contenían todo lo que poseía en el mundo. Se consideraba una perdedora y una fracasada. Ni siquiera había conseguido colocar a su Alejandro bajo el más humilde de los tejados y cuidarlo como su pequeño se merecía. Estaba caminando sin rumbo, sin hogar y sin dinero, casi
como una mendiga...
Solo veinticuatro horas antes, había tratado de armarse de valor para enfrentarse a sus problemas. Había ido a los servicios sociales para denunciar que su casero había tratado de irrumpir en su habitación dos veces durante la
noche y que se sentía aterrada.
—Nunca antes hemos tenido quejas sobre él —le había respondido la empleada, fríamente—. Si no regresa al alojamiento que le hemos buscado, se
considerará que ha renunciado a tener un techo deliberadamente. Le aconsejo que se lo piense muy bien antes de cometer ese error, dado que tiene un hijo de la que preocuparse. La informaré a la trabajadora social que lleva su caso de que está teniendo problemas...
—No, por favor, no haga eso —le había suplicado Gracy, aterrorizada de lo que podría suponer aquella entrevista en lo que se refería a su hijo. Tal vez
le quitarían al niño o lo darían en adopción. La última asistente social con la que había hablado había terminado por perder la paciencia cuando Gracy se había negado a darle el nombre del padre del pequeño.
Sin embargo, Mario le había dicho que si se atrevía a decirle a alguien que él era el padre de Alejandro, se arrepentiría de haber nacido.
Aquello era algo de lo que la propia Gracy se arrepentía. Había
destrozado la vida de sus padres quedándose embarazada fuera del
matrimonio. Cuando les había contado que esperaba un hijo, su padre había llorado, una visión que Gracy nunca olvidaría mientras viviera.
Al recordar aquellos momentos, los ojos se le llenaron de lágrimas
Estaba tan sumida en sus pensamientos que ni siquiera se dio cuenta de que estaba acercándose a un cruce de caminos. Tampoco se percató del resplandor de los faros de un coche que se le acercaba por la derecha...
Cuando el carrito de su hijo bajó repentinamente el bordillo hasta el
asfalto, se sorprendió y trató de controlar la sillita. Entonces, el chirrido de los neumáticos al frenar la alertó del peligro en el que Alex y ella estaban.
En décimas de segundo. Gracy tiró del carrito para apartar a su hijo, poniendo en peligro su propia vida para salvar al niño. Desgraciadamente, el mismo esfuerzo le hizo perder el equilibrio y caer de espaldas. Sintió una explosión de dolor en la base del cráneo y luego una oscuridad absoluta fue apoderándose de ella.
En aquel momento, Adolfo Rinaldi saltó de la limusina.
—¿La hemos golpeado? —le preguntó a Tomazio, que había salido del vehículo tras él.
—No —respondió el hombre, colocando el carrito en un lugar más seguro—. No la hemos golpeado... el chófer la vio antes y ya había aminorado bastante la marcha. Sin embargo, esa mujer empezó a cruzar sin mirar y se
cayó...
—Llama a una ambulancia, una privada de la fundación. Será más rápido
—le ordenó Adolfo.
Entonces, se agachó al lado de la mujer y le tomó el pulso. Cuando
descubrió que seguía viva, respiró aliviado, a pesar de que la piel de la mujer se mostraba demasiado fría
— No está muerta —añadió, para que Tomazio, que había vuelto a la limusina, pudiera escucharlo. A continuación, se quitó su americana y la cubrió suavemente con ella.
Fue en aquel momento cuando vio el rostro de la mujer por primera vez
—. Dios mio... ¡Pero si es casi una niña!
Adolfo tuvo que admitir que se trataba de una niña muy hermosa. Tenía una delicada estructura ósea y unos rizos color bronce que le rodeaban el rostro. Con su vibrante color solo conseguía acentuar su extremada palidez.
—¿Qué está haciendo con un niño en la calle a estas horas de la noche?¿Viste lo que hizo por ese bebé? Estaba dispuesta a sacrificar su vida para salvarlo a él.
—Probablemente sea su madre, jefe —sugirió Tomazio mientras colgaba el teléfono tras hacer la llamada de teléfono
—. Es deprimente, pero hoy en día
hay cada vez más niñas que se quedan embarazadas.
Adolfo miró a la joven. Efectivamente, podría tener unos diecisiete o dieciocho años, pero parecía tan inocente, tan virgen... Además, no llevaba ninguna alianza.
En aquel momento, Tomazio se inclinó para retirar la americana que Adolfo había colocado sobre la joven.