CAPÍTULO 1: RITMO CARDÍACO
El zumbido de la bomba de circulación extracorpórea era el mismo sonido de siempre, el mismo que había sido la banda sonora del odio y amor que unió a sus padres. Ahora, bajo las luces frías del quirófano principal del Instituto "Legado Mendoza y Asociados", era el telón de fondo de una guerra mucho más silenciosa, pero igual de mortal: la guerra por ser la heredera no de un apellido, sino de un mito.
La Dra. Valeria Mendoza, a sus cincuenta y cuatro años, dirigía la sinfonía con manos firmes. Sus ojos, verde esmeralda y visibles sobre la mascarilla, escudriñaban cada milímetro del campo operatorio con una calma impenetrable. A su lado, el Dr. Marco Quiroga, su esposo y compañero en cada batalla, dentro y fuera del quirófano, respondía al unísono. Sus miradas se encontraron, un destello de comprensión total que solo décadas de amor y trabajo conjunto podían forjar.
Frente al monitor de anestesia, el Dr. Antonio Ruiz, con la concentración serena que lo caracterizaba, vigilaba cada constante vital. "Presión arterial bajando", anunció. "90/50, Dra. Mendoza."
Laura Vásquez, la jefa de instrumentistas y hermana de Valeria por elección y corazón, colocó la herramienta en la palma enguantada de Valeria al instante, su movimiento fluido y preciso.
"¿Sat-O2 y ritmo, Antonio?" preguntó Valeria sin levantar la vista del campo sangrante.
"Estables. Debe ser una vasodilatación reactiva", respondió él. "Pero vigilamos."
"Ajusten el flujo, Ventura", ordenó Marco, su tono una instrucción clara para la residente.
Fue entonces cuando la Dra. Alma Ruiz, desde su puesto de observación tras el vidrio, lo vio. Un mínimo, casi imperceptible temblor en la línea arterial. Un fallo que ni sus padres, ni su tío Marco, ni su primo Mateo habían detectado.
Actuando por puro instinto, pulsó el intercomunicador. "Disculpen, Dr. Quiroga. Dra. Mendoza", intervino, su voz amplificada en el quirófano. "Observo un leve vaivén en la línea arterial, a la altura de la conexión con la aorta. Posible fuga mínima."
El silencio fue absoluto por un segundo. Valeria y Marco alzaron la vista casi al unísono hacia el vidrio. El Dr. Mateo Quiroga fue el primero en reaccionar, verificando la línea. "Alma tiene razón", confirmó, con un tono de genuina admiración. "Hay una fuga. Buena vista."
La Dra. Fabianna Ventura, cuyas manos estaban posicionadas para el siguiente paso, se congeló. Su mirada se clavó en Alma a través del cristal. No era solo rabia por haber sido corregida por su prima política; era el resentimiento hirviendo de quien, habiendo llegado desde la nada con puro esfuerzo, veía cómo el menor logro de la "princesa del legado" era celebrado como una hazaña. Su sonrisa, forzada bajo la mascarilla, no llegó a sus ojos. "Buen ojo, Alma", dijo, su tono tan pulido y cortante como el acero de un bisturí.
Laura selló la micro-fuga en segundos. "Crisis evitada", musitó Valeria. Hizo una pausa y miró directamente a Alma a través del cristal. Un destello de orgullo puro, maternal, irrumpió brevemente en su mirada clínica. "Excelente observación, Alma. La vigilancia activa es lo que separa a un buen cirujano de uno excepcional." Hizo otra pausa, cargando sus palabras con el peso de la historia. "Tu abuelo, Daniel Vásquez, hubiera estado tremendamente orgulloso. Ese nivel de detalle era su sello."
Para Alma, fue el elogio máximo. Para Fabianna, cada palabra fue una losa. Escuchó a su suegra honrar el legado de sangre que ella nunca tendría, y sintió el viejo rencor trepando por su garganta. Ella no tenía abuelos legendarios, solo el recuerdo de una madre limpiando pisos para pagarle los libros. Y había jurado que, al casarse con Mateo, no se uniría a esa familia para ser una sombra, sino para reinar.
"Quiroga", continuó Valeria, dirigiéndose a su hijo, "tomen el lugar. Anastomosis distal. Ventura, usted comanda."
Fabianna ocupó su lugar junto a su esposo con una rigidez apenas perceptible. Mateo asintió, concentrado. Alma observó desde detrás del vidrio cómo sus manos tomaban los instrumentos. Donde Valeria y Marco se movían con una sincronía telepática, un fluir de gestos que parecían anticiparse el uno al otro, Mateo y Fabianna operaban con una eficiencia fría y técnica. Eran dos solistas brillantes ejecutando la misma partitura, pero nunca un dúo. Él movía la mano para recibir un instrumento y ella ya se lo alcanzaba, pero era un intercambio previsible, no intuitivo. No había ese lenguaje silencioso, ese baño de miradas cómplices que caracterizaba a sus padres. Alma lo vio claro como el agua: juntos eran técnicamente impecables, pero carecían del alma, de la conexión que transforma un procedimiento en una obra maestra. Y le dolió. Le dolió porque era el reflejo perfecto de su propio matrimonio: una fachada perfecta, un equipo funcional, pero vacío por dentro. Un eco silencioso de todo lo que él y Alma habían tenido y perdido.
Mientras el equipo se dispersaba después del cierre exitoso, en un rincón, Sofía Rojas, estudiante de último año, aprovechaba los últimos minutos de calma. Sus dedos, ágiles y seguros, trazaban líneas suaves en el margen de su cuaderno, transformando el corazón que acababan de intervenir en una intrincada flor mecánica.
"¿Rojas? ¿En serio?" La voz áspera del residente a cargo la hizo sobresaltar, tapando instintivamente el dibujo. "¿Crees que esto es una clase de arte? Los postoperatorios del quirófano tres no se van a escribir solos. Deja de distraerte. Aquí se viene a trabajar, no a garabatear." Sofía cerró el cuaderno con un suspiro ahogado. "Tienes un lugar que ocupar, Sofía. Un legado que honrar", le susurraba la voz de su madre en su mente. Guardó el cuaderno y se dirigió a su trabajo, la imagen del corazón-flor quedando grabada en su memoria como un pequeño acto de rebeldía.
Minutos después, en el puesto de enfermería central, la tensión se renovaba. Valeria se dirigió al grupo. "Ventura, tenía asignada la observación post-operatoria del paciente Díaz en UCI por las próximas doce horas, ¿correcto?"
Fabianna, que revisaba una tableta, alzó la vista. "Sí, Dra. Mendoza."
"La Dra.Ruiz se encargará de ella", declaró Valeria, su voz tranquila pero dejando claro que no era una sugerencia. "Su atención al detalle es crucial para las primeras horas. Usted puede tomar su guardia en hospitalización general. Necesitamos los mejores ojos donde más se necesitan."
El silencio en el puesto de enfermería fue instantáneo. Las miradas volaron entre Fabianna y Alma. Era un castigo y una recompensa pública. Fabianna, la esposa del heredero, era relegada a una guardia rutinaria, mientras que Alma, la hija consentida del círculo fundador, era elevada. Fabianna palideció. Cada músculo de su cuerpo se tensó. Este no era un puesto que le hubieran regalado por su apellido; se lo había ganado. Y ahora su propia suegra se lo arrebataba en favor de su "sobrina"
"Como ordene, Dra. Mendoza." Sus palabras eran un hilo de voz controlada, pero sus ojos, cuando encontraron los de Alma, ya no tuvieron disimulo. Eran los ojos de una loba herida, hambrienta y peligrosa. Solo una promesa silenciosa y absoluta de guerra.
Mientras Alma asentía con profesionalismo y tomaba la tableta, su corazón latía con fuerza. No solo por el elogio, sino por el costo. Sabía que Fabianna no era una rival cualquiera. Era una sobreviviente. Y las sobrevivientes no perdonan una humillación. Menos de su propia familia.
La rutina de la clínica las absorbió. Horas después, la tableta de Alma emitió un suave recordatorio. "Evento familiar: Cena. 20:30 hrs." Suspiró. Sabía que su ausencia no sería una opción, especialmente ahora.
Fabianna, desde la monotonía de hospitalización, recibió la misma notificación. Su rostro se ensombreció. La última cosa que deseaba era sentarse en esa mesa de dioses y ver el triunfo silencioso en los ojos de Alma. Pero faltar sería leído como debilidad, como admitir que no pertenecía a esa liga. Apretó la mandíbula, aceptando el turno de la cena con el mismo residente. Se vestiría con su mejor traje, una armadura comprada con cada sacrificio, y enfrentaría a la dinastía en su propio territorio.
Ambas terminarían sus turnos, no para descansar, sino para prepararse para el siguiente campo de batalla. Mientras Alma se dirigía a la cena, supo que no solo iba a sentarse a la mesa con su familia. Iba a sentarse en el campo de minas que sus propios antepasados habían plantado hacía décadas, y Fabianna, la intrusa brillante y resentida que ahora llevaba su apellido, estaba lista para detonarlas todas con tal de demostrar quién merecía realmente estar en la cima.