1. Huele a carne podrida, ¿es la comida o mi corazón?

3438 Words
Ocho meses después... Hace ocho meses desperté de un coma de un año. No recuerdo nada, nada de lo que pasó antes de ese coma, solo lo que pasó en él. Siempre hubo una voz en mi cabeza que me gritaba que corriera lejos, que me refugiara, que buscara ayuda. Siempre intentaba moverme, intentaba hacerle caso, pero nunca pude, nunca podía hacer nada, nunca era suficiente, por más empeño que pusiera estaba estancada; eso significó el coma para mí. Una arena movediza que entre más intentaba huir de ella, más me hundía. Ahora, sigo sin entender nada siendo sincera, simplemente me conformo con creerle a Bárbara Billinghurst, que dice ser mi madre y que me llamo Faith Billinghurst. Lo hago simplemente porque con ella me siento protegida, así como un hijo se siente con su madre. En ésos ocho meses nunca olvidé a aquellos hombres extraños que discutieron en mi habitación, ni tampoco lo que salió de sus bocas, pero, jamás lo mencioné. Me dio mucho miedo. Soy una cobarde, aun siéndolo, no se aparecieron más. Un hermoso letrero con las palabras "Houston Heights" se alza ante mí al llegar al vecindario donde vivo. Uno muy reconocido en Houston Texas. A medida que avanzamos en la camioneta, hermosas casas estilo victoriano se muestran ante mí, además de bellos jardines. El auto sigue avanzando y cuando creo que las casas acabarán y se terminará el recorrido por el vecindario llegamos a la casa más alejada de él. El corazón me late a mil al verla porque sé que nos detendremos, por tanto, ésta es mi casa. Tengo los vellos de punta, estoy muy nerviosa. El auto se detiene frente a una casa color blanco, igualmente con una fachada estilo victoriano, una pequeña reja la rodea, dándole más elegancia, tiene unos pequeños escalones empinados para entrar y un imponente balcón. No sé por qué mi mente se imagina de inmediato a Bárbara justo allí. Con una copa de vino en su mano derecha, su bata de seda y su imponente mirada. —¡Hogar, dulce hogar! —exclama Bárbara feliz mientras guarda el móvil en su cartera de mano. Fina y elegante como ella. Ella es muy diferente a las personas que me rodearon en estos ocho meses. Su lenguaje es pulcro y estilizado y siempre vistió de la mejor forma. Me trata como sí nos conociéramos de toda la vida. Ella me conoce, pero yo a ella no. Le doy una sonrisa nerviosa hasta que veo cómo el chofer baja y le abre la puerta. Se da la vuelta y me ayuda a bajar a mí De inmediato una muchacha de aproximadamente treinta años llega hasta acá. Es del servicio, lo noto por su ropa. Saluda a mi madre. Llega hasta el baúl del auto y saca la silla de ruedas. Con cuidado el chofer me deposita en ella. Pues sí, estoy en una silla de ruedas. En estos últimos ocho meses desde que desperté he tenido avances bastante confortables. Desperté sólo moviendo mis pupilas y mis dedos de las manos y sin poder hablar y gracias al trabajo del doctor Jason ahora puedo hablar y moverme de la cintura para arriba, lo cual es mejor que nada. Mi doctor dice que es impresionante mi avance debido a que normalmente los pacientes que despiertan del coma tardan años en poder alcanzar una recuperación casi completa como la mía y sí, estoy muy contenta por lo que he logrado, pero quisiera recordar mi vida y saber en realidad quién soy. Eso significa más que cualquier cosa.  Empiezan a movilizarme hasta llegar a la reja, la abren y nos encontramos con los escalones. —¡Con cuidado, por favor! —exclama Bárbara—, Aún no puedo creer que no hayan hecho la rampa acá afuera —lo dice más para ella que para los presentes. —¡Vaya! Su casa es impresionante. —Nuestra casa, Faith —me corrige con una sonrisa. Con ayuda de la chica del servicio y el chófer logran subirme con bastante esfuerzo. Abren la puerta. Me recibe una pequeña mesa junto a la escalera. Una rosa roja la decora, además de una botella de champán y tres copas. El lugar huele exquisitamente y todo está tan limpio y dorado. Parece una mansión de algún rey en Inglaterra. Veo bajar por la escalera a Víctor Billinghurst, mi padre. —¡Faith! Al fin llegas, muñeca —se acerca a mí y me abraza. Puedo sentir el calor y el cariño que me transmite. Es un hombre de treinta y cinco años de edad, aunque parece de más. Está en forma y tiene el cabello castaño, a diferencia de mi madre y yo que lo tenemos rojizo. Según me contó, es el dueño de una cadena de bancos aquí en Houston. Además de tener negocios en los ángeles y en Seattle. Como perfectos esposos Bárbara es la presidenta ejecutiva. Me estuvieron hablando de muchas cosas, más de ellos que mías. Como que todos los conocen en Houston, que pertenecemos a la élite de la ciudad y cosas así. Cosas que a mí en lo personal no me importan, al menos así lo siento. —Bueno, bueno, es hora de celebrar —Bárbara se aleja de mí y sirve la champaña en las tres copas. —Yo... No quiero, gracias —niego con la cabeza—, estoy cansada, ¿puedo ver mi habitación?. Deseo estar sola, pensar con claridad todo lo que está sucediendo. Aún estoy bastante nerviosa con éstas personas. Ellas son muy amables, realmente amables, pero no los conozco. No sé casi nada de ellos. —Claro, Faith, estás en tu casa. La chica me sigue empujando en compañía de mis padres hasta la parte interior de la escalera. Un ascensor me recibe. —Mandamos a instalar esto para ti, mientras te recuperas. También instalaremos una rampa afuera ya que olvidaron hacerlo. —Gracias —le contesto a Víctor. Entramos al ascensor y en unos segundos las puertas de nuevo se abren dejándome ver un pasillo solitario. En las paredes de éste hay varias fotografías de todos. Tanto mías como de ellos, incluso juntos. Me sigue empujando, hasta abrir una puerta color blanco. Me quedo helada al ver mi habitación. Es grande, desde aquí se puede ver una puerta corrediza con una fina cortina que da paso a un balcón. Una cama matrimonial con sabanas púrpuras y sobre ésta, está una computadora y un celular. Un pequeño escritorio con algunas libretas y una silla de oficina. Dos mesas de noche con una lámpara cada una y cajones, junto al balcón una mecedora de madera, una alfombra y por último dos puertas más. Sin posters o fotografías. —Es... Realmente hermosa —susurro. —La dejamos intacta desde lo que pasó —anuncia y trata de seguir empujando, pero mi madre la detiene. —Eva, esto es un momento familiar. Ve y prepara la cena, por favor —dice con amabilidad. Eva asiente y se va. —¿Puedo seguir sola? Quiero hacerlo yo —anuncio y los dos hacen cara de aprobación. —Por supuesto. Empiezo a avanzar y entro a la habitación. Escucho la puerta cerrarse. Con algo de esfuerzo, ya que aún no me acostumbro, sigo avanzando hasta llegar a una de las puertas, la abro y me encuentro con un gran armario. Tiene todo tipo de ropa, desde finos vestidos hasta ropa informal, desde bellos zapatos de tacón hasta sandalias y bolsos elegantes. La gran mayoría de las cosas aún conservan la etiqueta.  —¡Vaya! ¿ésta es mi ropa? —me río al darme cuenta que estoy hablando conmigo misma. Vuelvo a cerrar la puerta y me acerco a la otra, la abro y es el baño. Totalmente limpio y elegante, con todos sus accesorios de último modelo. Las baldosas brillan. Está tan perfecto que me ínsita a pasar y quedarme allí. Le doy la vuelta a la silla y me acerco a la cama, tomo el teléfono, pero la puerta abriéndose me asusta. —Tus cosas favoritas —anuncia Bárbara, al verme con el teléfono en la mano—. Lo siento, quería ver si todo estaba bien. No quiero despegarme de ti —dice nerviosa. —No te preocupes. ¿Dices que no me despegaba de mi teléfono? —pregunto. Debo hacer eso, preguntas, conocerme, conocerlo, adaptarme, pero sobretodo, sentirme en confianza. —Como cualquier adolescente, ¿no crees? —Ajá. Enciendo el aparato, último modelo y al iluminarse sólo veo un fondo de esos que traen los teléfonos y la carpeta de galería. La abro y está vacía. —¿No tengo fotos? ¿No me tomaba fotos? —pregunto enseñándole la carpeta vacía. ¿Qué adolescente no se toma fotos? Bárbara se acerca y se sienta en la cama, a mi lado. Toma el celular, lo ve, frunce el ceño y me lo devuelve. —No lo sé, Faith, te dije que dejamos todo intacto. Bueno, eso le ordené a Eva. Ella, para serte sincera, era la única que entraba aquí. Yo no podía… —Bárbara baja la cabeza apenada. Si no me despegaba de mi teléfono ¿cómo no me podía tomar fotos? Es extraño no conocerme. Tal vez no me gustan las fotos. Olvido la carpeta vacía y decido ver los contactos. Vacío. Decido ver las aplicaciones. Ninguna. —No hay nada, está vacío, parece nuevo. —Pero no lo es. No entiendo qué pasó, si está vacío es porque tú lo hiciste. Ya te dije que dejamos todas tus cosas intactas desde lo que pasó —contesta y niega con la cabeza, como si no creyera lo que le estoy diciendo. —¿Y qué pasó, Bárbara? —Te dije que me puedes llamar mamá —responde con el ceño fruncido mientras toma mi mano. La aparto sin brusquedad. —Lo sé, pero no me cambies el tema. Desde que puedo hablar me has evadido la pregunta. Lo único que quiero saber es qué me pasó, ¿cómo caí en coma? Yo necesito respuestas… Se lo he preguntado miles de veces, alguna de esas veces simplemente cambia de tema, otra transforma totalmente la conversación hasta el punto en que tanto ella como yo, perdemos el hilo de lo que inicialmente estábamos hablando. —¿Sabes lo difícil que es para mí recordar eso? —pregunta dolida. —¿Y sabes lo difícil que es para mí no recordar nada? No saber quién soy. —No hablaremos de eso —concluye levantándose—, intento no recordarlo, intento olvidarlo. Hacer como si nunca hubiera sucedido y tú insistes en traerlo de vuelta. —¡Pero, pasó! —¡No, Faith! —¿Qué está pasando? —la voz de Víctor nos interrumpe. —Nada, cariño —responde mamá. —Pero... —Nada, cariño —me interrumpe—, esto es sólo una charla de chicas, ¿me esperarías abajo? —Por supuesto —dice, sale y cierra la puerta. Ella se agacha a mi altura y besa mi frente. —Es el primer día que estás en casa, no quiero arruinarlo. Acabas de llegar, y acabo de recuperarte y lo único que quiero es que estemos en familia, unidos porque fue muy difícil ese año sin ti. Sólo olvida el pasado porque es sólo eso, pasado ¿okey? —cuando termina sus ojos están llorosos y su labio inferior casi temblando—. No sabes cuánto te amo, hija —vuelve a besar mi frente y a pasar su mano por mi cabello. Siento una punzada en el pecho y unas inmensas ganas de abrazarla y es en este momento cuando parte de mí ser se siente en confianza con ella. Parte de mí ser, la acepta. La abrazo y ella me recibe. Nos quedamos así un tiempo hasta que ella se separa y se levanta. —Bueno... —se seca las lágrimas—, puedes bajar a cenar cuando gustes. Asiento con una sonrisa que ella devuelve mientras se acerca a la puerta. —¡Oh! La habitación de tu padre y mía está al final del pasillo, por si necesitas algo. ¡Oh! Sabes que nuestros empleos son bastante ocupados, así que tu padre pasa mucho en Los ángeles y en Seattle y yo pues, paso mucho en juntas, pero esta semana sólo es para ti. —Gracias, mamá. Comprendo sus empleos, además me considero muy independiente. Ella sonríe al escuchar cómo la llamé y sale. Dejo el teléfono a un lado y enciendo la computadora. Espero que tenga batería. Enciende, pero me pide una contraseña. —¡Carajo! —exclamo para mí misma. Apago el aparato y decido guardarlo en un cajón en la cómoda. Aún no puedo creer que mi teléfono esté vacío, bueno soy una adolescente, debo tener fotografías con chicos y amigos en fiestas o algo así y varios contactos, pero nada, no hay nada. Y no sé si tenía amigos o si alguien espera impaciente que me recupere o siquiera en qué escuela estudiaba. No sé nada y las únicas personas que saben de mí no me dicen nada. Yo sólo quiero saber cómo era mi vida. Saber que aspiraciones tenía, cómo eran mis amistades, qué música escuchaba, qué ropa me ponía. Es como si del coma hacia atrás, no hubiera nada, sólo un gran hueco, frustrante y vacío. No he parado de pensar en el cómo de mi caída en coma. En el qué sucedió. En el dónde ocurrió. En por qué ocurrió. En el por qué mi teléfono no es como el de una chica normal y qué tan valioso puedo tener en mi computadora para que le haya puesto contraseña de acceso. Pero sobretodo en el quién soy. No me conozco. No sé de lo que soy capaz. No sé nada de mí y eso me asusta, y mucho. Tocan la puerta sacándome abruptamente de mis pensamientos. Acepto que pasen. —Faith, puede bajar a cenar —una mujer un poco gorda entra a mi habitación. Está un poco más vieja que Eva. —Sí, gracias, pero ¿usted es? —pregunto confundida. —Me llamo Clarissa, el ama de llaves. Le sonrío en respuesta. —¿Quiere que la ayude? —pregunta y yo niego. Me gusta ser muy independiente. —No, yo bajo enseguida —ella asiente y sale. Moviendo mi silla de ruedas y con mi teléfono en mis muslos salgo de la habitación y llego hasta el ascensor. En unos segundos ya estoy abajo. La casa está en penumbra, sólo la luz que se cala por debajo de las puertas y algunas ventanas alumbran el lugar. Empiezo a andar buscando el comedor o algo así, pero de repente siento unas manos en mis hombros. Gruesas y masculinas y si en estos momentos sintiera mis piernas hubiera saltado del susto, sólo que esa tarea la hizo mi corazón, el cuál late frenético en mi pecho. —Sabía que te perderías. Tu madre tiene una obsesión con la poca luz. A veces me asusta —bromea mi padre desde atrás y me relajo. —Sí, ya sabes que no recuerdo la casa. —Lo sé, hija Me lleva hasta un hermoso salón con un gran comedor en él. Cabrían unas diez personas en él. En el techo hay un gran candelabro hermoso y elegante y en la mesa hay tanta comida que parece un bufé. Mi madre está a la cabeza de la mesa con una sonrisa radiante. —¡Bienvenida! —chilla emocionada—, hicieron esta gran cena para celebrar tu llegada. —Gracias, pero no era necesario tanta comida. —Todo por ti, Faith —esta vez habla mi padre. Éste mismo aleja una silla a la izquierda de mamá y coloca la mía donde antes estaba ésa. Él se sienta a la derecha de su esposa, quedando frente a mí. En mi plato hay carne roja, ensalada y algunos garbanzos. En una copa hay un poco de vino. —No sabes lo emocionados que estamos por tenerte aquí de nuevo. Eres nuestra pequeña —comienza a decir mi madre. —Y yo de estar aquí —contesto. En cambio, papá, come su carne con mucho entusiasmo. —Cariño... No quiero un esposo obeso —reprime. Papá sonríe mostrando restos de carne en sus dientes y las dos reímos. —Mamá... —Sí, Faith. —¿Por casualidad sabes la contraseña de mi computadora? —pregunto. —Me entero justo ahora de que tiene contraseña. Suspiro resignada. Tengo la sensación de que allí encontraré parte de mi vida, que allí hay parte de mí. Sabré quién soy y lo que hice antes de que pasara todo. Empiezo a cortar mi carne hasta que escucho la voz de mi padre. —Tal vez podemos llevarla a un lugar donde puedan descifrar el código. —¡Me parece una idea fantástica! —exclama mamá. —Bueno, si lo es, pero no es tan urgente —anuncio. Mi padre asiente y bebe de su copa. Escucho el timbre y mi madre dice algunas palabrotas por llegar a la hora de la cena. Veo a Eva que se aproxima a abrir. —¿No tenemos más ayudantes? ¿Sólo Clarisa y Eva? —¿Señoras del servicio? —pregunta papá. —Sí. —No, tu madre no desea más porque dice que se meterían en su forma de cocinar y llevar el hogar —niego la cabeza divertida. Eva llega con una caja larga, adornada con un lazo rojo. —Para Faith —lee en una tarjeta en forma de corazón. —¿Para mí? —¡Sí! —chilla mamá, Eva se las tiende y ella las empieza a abrir. —¡No! —exclamo y ella se detiene—, bueno, es que quiero hacerlo yo, a solas. —concluyo. —¡Claro! ¡qué mala educada soy! —No te preocupes, es la emoción —la tranquilizo. Ella asiente y me entrega la caja—. Con permiso. Ellos asienten con mirada divertida y yo niego con la cabeza divertida. Me alejo y salgo del salón. Llego al ascensor y subo. Entro a mi habitación cerrando la puerta tras de mí. Emocionada miro la tarjeta en forma de corazón. Las letras cursivas y finas, bastante elegantes. Dejo la tarjeta en mi cama y deshaciendo el lazo de caja abro la misma con el corazón latiendo frenético en mi pecho. Deseo ver las rosas más hermosas que en vida haya visto. Que sean las más olorosas que en mi vida halla olido y que sean enviadas con amor. Pero mis manos empiezan a temblar al ver el contenido de la caja. Tiemblan tanto que la caja cae a mis pies. Son rosas marchitas. Con una mano cubriendo mi boca las vuelvo a tomar y al hacer el esfuerzo mi teléfono cae al suelo pero no lo recojo. Saco las rosas y son las más feas y terroríficas que en mi vida haya visto. Hay otra tarjeta. La tomo y leo: Bienvenida Faith. Tan marchitas y podridas como tu maldito corazón. Al leerla se me instala un nudo en mi estómago. ¿Quién ha mandado esto? Quien quiera que sea, me odia, eso es seguro. —¿Te gustó tu regalo? ¿Qué era? —pregunta mi papá mientras come de sus palomitas. —Mmm.... Me encantó. Unas rosas. Estamos en el sillón. Me han bajado de la silla y todos nos sentamos en el sillón a ver una película en familia. No puedo decirle lo que me enviaron. Están muy emocionados porque regresé y eso sólo dañarían el momento. —¡Vaya! ¡Faith tiene un admirador! ¿cómo se llama? —pregunta una muy emocionada madre. —De hecho, son anónimas —¡Dios! Olviden el tema. —Al menos ya sabemos que tienes un amigo que te espera. Papá ajeno a nuestra conversación se levanta en busca de una soda. Pero en cambio yo me quedo muda, ¿acaso no tenía amigos? ¿era una pobre chica solitaria? —¿Qué acabas de decir? Ella baja la cabeza apenada. —Lo lamento, yo... —No entiendo, ¿no tenía amigos? —Bueno, nunca trajiste alguno a la casa. Llegabas de la escuela, hacías tus deberes y ya, eso era todo. Asiento decepcionada y trato de ocultar mis tan notables ganas de llorar. Me siento de nuevo en aquel pozo sin fondo, en aquel vacío oscuro que era el coma. Me siento sola. —Siempre nos tendrás a nosotros, Faith, siempre. —me abraza y besa mi coronilla.
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