Extrañaba a Amalia y pronto sus cartas se volvieron insuficientes para calmar mis ganas de verla. Quería correr, subirme a la carreta e irla a buscar, probar sus labios que calmaban mis miedos más profundos y así sentirme feliz.
Esa tarde del veintinueve de enero, tocaron a la puerta de mi casa. Fue un suave toque nada más, pero decidí no atender porque me encontraba en la biblioteca hurgando libros. Dejé de leer por semanas y necesitaba distraer la mente. Sin querer, me topé con uno de mis libros de primer año de la ingeniería. Tenerlo entre mis manos me desarmó por la pérdida que significaba. Terminó en el bote de basura para que no volviera a encontrarlo.
El caso del tío Hilario no avanzaba, o al menos eso decía mi padre. Sus hijos querían sacarlo a la fuerza y huir del pueblo para jamás volver, pero sí lo hacían nos condenarían todavía más, por lo que tuvimos que intervenir y hacerlos entrar en razón. Aunque no sabíamos cuánto tiempo se quedarían en frágil paz. El hijo menor de mi tío Hilario era bastante irracional e impaciente.
Escuché que Paulino atendió el llamado.
Mi madre desgranaba maíz en el patio, Sebastián salió como de costumbre y mi padre se había ido a recostar porque le dolía la cabeza. Nuestra vida parecía volver a su habitualidad a pesar de la delicada situación.
En cuanto mi hermano abrió presentí que algo sucedía. La corazonada que me atacó hizo que fuera directo hacia la puerta.
Paulino se quedó quieto y callado cuando me acerqué. Creo que no quería voltear a ver quién estaba detrás de él.
—¿Quién es? —le dije y vi que relajó los hombros al reconocer mi voz.
—Te buscan —me avisó entre dientes y con la mano sosteniendo firme la madera. Vi que sus ojos iban de un lado a otro y luego se me acercó para susurrarme—. Vete para otro lado o te van a regañar. —Luego se retiró.
En ese momento no comprendí el comentario de mi hermano, pero cuando me asomé me quedé sin aliento.
¡Allí estaba!, con su carita dulce y su mirada que brillaba de una manera que tanto amé. Amalia fue quien tocó a mi puerta. ¡Se atrevió a hacerlo!
Salí enseguida y cerré despacio.
—¿Qué pasó? —me apresuré a preguntarle y la tomé por los hombros.
—Perdón, quería verte —dijo con su cálida voz que añoraba escuchar—. Llegamos anoche. Ya no pude esperar más y las muchachas están muy ocupadas. —Me observó pensativa—. ¿Crees que te traiga problemas? Porque estaba preparada con diez pretextos por si me preguntaban.
El saber que compartíamos la misma angustia por reencontrarnos me llevó a sonreír como un tonto.
—Tú no te preocupes. El novio está instalado aquí y eres prima de la novia. Todo está bien. —Quizá si hubiera abierto mi padre o mi madre, en definitiva, sí me traería un largo interrogatorio, pero eso me lo reservé.
Mi estrella también sonrió, y con eso olvidé todo lo que podía pasarme si la persona incorrecta nos veía.
—¡Estoy que no me lo creo! Erlinda será la primera en casarse —sonó entusiasmada y dio un brinquito—. La que menos pensamos, será la primera.
—Sorpresas que nos da la vida. —Allí recordé su situación—. Y, por cierto, ¿cómo sigue tu hermanito?
Amalia resopló.
—Mejorando. Nos dejaron venir con la condición de que reposara todo lo posible, aunque ya tiene ganas de levantarse y hacer sus travesuras. Me toca a mí mantenerlo acostado, pero es difícil. —Su cara fue de cansancio.
—Me imagino que sí. Ojalá pudiera ayudar.
—Me ayudaste mucho con tus cartas, me dieron esperanza. Gracias. —Dio un paso hacia mí y rozó un poco mis dedos—. Perdóname este atrevimiento. Debo ir a la verdulería y aproveché la escapada. —Retrocedió, se acomodó el rebozo blanco sobre la cabeza y levantó la canasta que ni siquiera advertí—. Ya, me tengo que ir. ¿Te veré en la boda?
Yo me concentré en sus labios, brillaban como una manzana prohibida, húmeda y roja. Todo lo que pensaba era en besarla hasta cansarme. ¡Pero no se podía! Y menos en un lugar que era la misma boca del lobo.
—Pero por supuesto que sí. El novio no me lo perdonaría.
Florencio me advirtió más de una vez que no tenía permitido faltar. Yo era su único contacto con su entorno y eso le daría seguridad, según sus palabras.
—Entonces, hasta mañana. Acuérdate de que es la calenda.
Lo que nos quedó fue despedirnos con un movimiento de manos que de poco sirvió.
—Allá nos vemos.
La vi irse con su bonito caminar. Allí supe que no me conformaba con solo verla, moría de ganas de ir tras ella y tomarla de la mano para decirle todo lo que la extrañé. Odiaba cada día más el no poder gritarle a todo el pueblo que seguíamos juntos. Ella merecía ser presumida por las calles y ni siquiera eso podía darle.
Nuestro encuentro fue tan breve que pareció un dulce sueño. Tuve que obligarme a entrar a mi casa y me topé con Paulino comiéndose unas uvas, recargado en la pared del lado izquierdo.
—¡Lo sabía! —Me apuntó triunfante—. Sabía que no la habías dejado, cabrón.
Necesitaba que bajara la voz y me le acerqué.
—Es mi amiga.
—¡Amiga mis huevos! —Rio y movió su mano de arriba a abajo—. Te van a dar tremenda paliza cuando papá y Rogelio se enteren.
—¿Y quién les va a decir? —le pregunté casi murmurándolo cuando lo tuve a pocos centímetros, después lo señalé—, ¿tú?
Esa fue la primera vez que se detuvo sus burlas. Siento que algo vio en mí que su expresión fue de incomodidad.
—¡Ay! El señorito ya se pone gallito.
Paulino quiso moverse a un lado, pero me interpuse en su camino.
—¿Vas a traicionar a tu hermano mayor? —hablé con una voz baja que sonó más grave de lo normal.
Paulino negó una vez con la cabeza.
—Rogelio es el mayor.
—Pero yo soy mayor que tú por cuatro años. —Me apunté—. Me debes respeto.
Mi hermano vaciló. Él pocas veces vacilaba porque tenía el don de siempre tener una respuesta en la boca, por más tonta que fuera. Creo que lo pensó mejor. No tenerme de su lado tampoco le convenía. Solía usarme para cubrirle sus metidas de pata, aunque nuestros padres le perdonaban todo.
—¡Bien! —aceptó y se volvió a mover, quería poner distancia entre los dos—. Pero a cambio quiero dos paredes de botas nuevas.
—Una.
—Dos. Estoy siendo barato. A Sebastián le salió mucho más caro su secretito.
—Una, pero será la mejor. La siguiente semana llegan modelos nuevos.
Paulino solo lo pensó unos segundos.
—Hecho.
Nos dimos la mano y con eso se pactó que mantendría la boca cerrada.
Antes de que se fuera, volví a hablarle.
—¿Qué secretito le guardas a Sebastián?
—Respeto de hermano mayor, acuérdate. —Su sonrisa volvió, esta vez más grande—. Solo te puedo decir que cuando se sepa, mamá a va poner el grito en el cielo.
La verdad es que no me interesó saber lo que Sebastián escondía porque tenía la costumbre de meterse en líos de faldas que a nuestra madre la hacían a enojar demasiado. Ya me enteraría después.
Florencio era un invitado ejemplar, educado y acomedido. Entre nuestras conversaciones me comentó que se anticipó y compró varios atuendos por si Erlinda lo aceptaba. Con su acostumbrada cortesía se negó a ponerse la vestimenta tradicional que usaban los novios porque no le terminó de convencer; fue en lo único en lo que tuvo voz y voto para la organización de su boda.
A pesar de haber sido invitada, mi familia no quiso asistir. Según palabras de mi padre, don Evelio era parte del “problema”. Además, la gente no lo tomaría como una grosería porque todavía teníamos el luto del tío Heriberto.
Todos se disculparon con Florencio y él lo comprendió. Supongo que se ahorraría en su boda esa tensión entre don Cipriano y mi padre.
Antes de irnos, mi madre nos detuvo.
—¿Y tu bendición? —dijo y se acercó a mí para persignarme.
Después de terminar conmigo, ella se dirigió al novio.
Cuando sus dedos terminaron en sus labios para el beso, vi que los ojos de mi amigo se enrojecieron. Su propia madre no fue requerida para tan importante unión. Creo que sí le dolió que no estuviera allí para persignarlo, pero sus padres le advirtieron que ni siquiera les escribiera.
Juntos nos fuimos a celebrar la tradicional calenda que se lleva a cabo antes de la boda. Si de algo nos podíamos jactar, es que sabíamos hacer fiestas dignas de recordar.
Llegamos al punto de partida para el recorrido y al novio se lo llevaron entre gritos y risas.
Las faldas de amplio vuelo de colores chillantes y encajes ya se movían al son del jarabe que tocaba el mariachi. Las mujeres cargaban en sus cabezas las grandes canastas con todas esas flores. Siempre pensé que eso era una verdadera prueba de resistencia que yo jamás podría superar. Mira que bailar sin que se te caiga el adorno, y encima reír y hasta coquetear. Solo las mujeres eran capaces de tal hazaña.
El evento era multicolor, ruidoso y sí, un respiro de aire fresco ante tanta tragedia. Y me di cuenta de que la vida de los demás seguía su curso, mientras la nuestra había quedado detenida.
Las primeras horas presté atención para saber si algún Carrillo había asistido. ¡No fue ninguno! Ni siquiera las mujeres jóvenes aparecieron. Las malas lenguas decían que la familia entera se fue del pueblo. Por dentro lo agradecí porque así tendría una preocupación menos.
De entre todas las faldas que revoloteaban, la reconocí, iba de azul. Mi estrella se movía con la alegría que podía irradiar sin tanto esfuerzo.
Me quedé mirándola un instante, hasta que una mano me tocó.
—¿Te vienes con los hombres o quieres que te consiga flores? —dijo Filemón, que esta vez no trabajo porque contrataron a otro mariachi de otro pueblo.
—No, no. Vamos. —Lo seguí.
A unos metros vi el grupo de Filemón y tuve el enorme gusto de reconocer a Nicolás, quien regresó solo para estar presente en la boda de Erlinda. También estaba Jacinto, entre otros con los que no tenía amistad.
La larga procesión con las marionetas de tres metros de altura que representaban a la novia y al novio encabezándola, comenzó. Recorrimos todo el pueblo y me dolieron los pies, pero nada iba a detenerme para disfrutar de los últimos momentos de soltería de mi buen amigo.
Ninguna persona se quedó sin recibir la invitación, incluso Ermilio llegó el día treinta para acompañar a nuestro amigo.
Don Evelio tiró la casa por la ventana.
Por tradición los padres de la novia pagan todo, y, según supe por voz de Florencio, no le permitieron poner ni un solo peso. El orgullo de los Bautista siempre se hacía presente.
El bombo de la banda se impuso. Los músicos no paraban de tocar. Con bebida en mano hubo gritos, risas y vítores para la feliz pareja.
Las tres “m” se cumplieron: matrimonio, mole y mezcal. Y sí que hubo mezcal, el suficiente para los tres días que duró la boda. No supe de mí en el segundo.
Doña Antonia lloró tanto que pensé que se desmayaría en cualquier momento.
Después de que los declararan marido y mujer se procedió al mediu xhiga; costumbre en el que se baila con cántaros alrededor de los recién casados.
Fue la primera vez que vi a mi estrella con su huipil y su falda negra, ambos bordados con flores rosas, moradas, lilas y rojas. Con su hermosa trenza que le recorría enrollada la cabeza. Con su joyería de oro que brillaba impotente porque ella era la que más tenía después de la novia. Me miraba de vez en cuando y tuve que alejarme para que no se me notara que seguía seducido por su encanto.
El ritual dicta que al final del baile, sientan a los novios. Los invitados, uno a uno, van rompiendo el cántaro a sus pies para augurarles buena fortuna. Fue durante esa ancestral danza que tuve a mi lado a mi novia secreta. Apenas nos miramos porque había demasiada gente, estábamos en medio de los Bautista y sus padres prestaban atención de vez en cuando. Pero sentirla cerca, y con ayuda de la magia que envuelve lo antiguo, me enamoré un poquito más.
Erlinda y Florencio estaban en medio, y él no decía nada.
Pagaría por volver a ver su cara de desconcierto porque no tenía ni idea de lo que estaba pasando, pero igual hacía un esfuerzo por sonreír.
Cuando llegó el turno de doña Antonia de romper el cántaro, este rebotó sobre el suelo, cerca de los pies del novio, pero no se rompió.
La gente soltó al unísono un quejo de impresión, y uno que otro empezó a cuchichear.
Doña Antonia levantó de nuevo el cántaro y volvió a arrojarlo, esta vez más fuerte, pero tampoco se rompió.
—Cada vez los hacen más resistentes —dijo en voz alta, para romper con la tensión.
Vi cómo su mano apretó el cántaro, levantó el brazo y lo azotó una tercera vez. Cada invitado siguió atento su curso.
Para su buena suerte, esta vez sí se partió en pedacitos.
—¡Qué vivan los novios! —gritó doña Antonia.
La gente le hizo segunda y el incómodo momento quedó olvidado porque la fiesta debía continuar.
Llegó el tercer día, en el que, al anochecer, los novios se tenían que retirar antes de terminar el evento para tener su primera… convivencia a solas. Sería en casa de don Evelio ya que después ellos se mudarían lejos.
Faltaban unas dos horas para eso, y bebimos una última ronda de mezcal antes de irnos a descansar.
Ermilio se adaptó rápido a mis conocidos, y los chistes y bromas no se hicieron esperar.
Nos encontrábamos puros hombres, entre el calor de discusiones y desacuerdos, cuando Filemón le habló a Jacinto de una forma que todos lo escuchamos.
—Oye, ¿y tú por qué no te decides con la ilegitima de don Cipriano? Al final de cuentas es su hija y ni modo que no le deje un terrenito o animales. Tiene un criadero bien grande el desgraciado.
—¿Quién? —Jacinto estaba tan ebrio que le costaba trabajo soltar las palabras—. ¿Isabel?
—¡Esa mero! La Chavelita se muere por ti. Solo un ciego no lo vería, pero hasta eso, el ciego sí se daría cuenta por cómo te habla.
—Ya, confiésate —intervino un amigo de Filemón—, ¿por qué la desprecias? Si está chula la güerita.
Jacinto parecía un conejito acorralado que tiembla hasta de los ojos. Pude verlo bien porque lo tenía a dos sillas de distancia, solo Ermilio y Nicolás nos separaban.
—Sí, es muy bonita, demasiado para mí. —De un sorbo se tomó todo su trago y pidió otro.
—¿A poco es porque te crees menos? —Filemón insistió—. Si estás feo, pero no exageres.
—Porque no me gusta. No es su culpa —fue bajando la voz y desvió la mirada hacia el suelo—, solo no me gustan las mujeres.
—¿Cómo dices? —Filemón casi grita.
Yo estaba muy borracho, pero estoy seguro de lo que escuché.
Jacinto no vaciló porque si lo hacía provocaría incómodas acusaciones capaces de destruir el honor de un hombre.
—Pues como ya se sabe —Le dio una palmada a Filemón y le sonrió—, a ti que te encanta el chisme, te voy a dar una primicia: me voy a hacer sacerdote. El siguiente año me toca ir al seminario. Por eso no puedo tener ojos para las bellas féminas.
Esperé a que aclarara que fue una broma, pero se puso tan serio que me di cuenta que lo que dijo era real. Creo que a los demás les pasó lo mismo porque nos quedamos callados.
Filemón rompió el silencio:
—Es que no te veo pinta de padrecito. —Observó incrédulo a Jacinto—. Te vas a acabar todo el vino.
—Tú no tienes pinta de mariachi y ahí andas, con tu trajecito fino y tu sombrero. Que, por cierto, ya cómprate uno más grande porque se te sale la panza.
Nos echamos a reír porque ninguno se había atrevido a decírselo.
Después de relajarnos, Nicolás se levantó y tomó la palabra.
—Servir a Dios es todo un honor. Tus padres deben estar orgullosos. Salud por Jacinto.
—¡Salud! —Brindamos por él, por su futuro como sacerdote, uno que se mantendría lejos de las mujeres para siempre.
Faltaba una hora nada más para el gran momento de los novios. Antes de que lo entretuviera la gente, Ermilio y yo le dimos un abrazo al recién casado y le deseamos lo mejor.
Las muchachas se llevaron a Erlinda para prepararla.
Algunos poco interesados en la virginidad de la novia decidieron retirarse.
Tenía sueño y degusté un instante el aroma del café que comenzaron a servir para los invitados que se quedaron.
—¿Te quedas en mi casa? —le dije a Ermilio—. Ya se desocupó el cuarto de invitados.
—Me gustaría, pero tengo miedo de que me cases con alguna de las chicas de aquí —bromeó.
—Vámonos. —Le di una palmada en la espalda. Me sentía de verdad agotado, solo podía imaginarme acostado en mi cómoda cama.
Yo estábamos a punto de retirarnos cuando, de pronto, vimos que se acercaba una carreta a una velocidad considerable.
Me quedé pendiente de su trayectoria. Como lo imaginé, se detuvo cerca de donde se llevaba a cabo la fiesta y se bajaron cuatro hombres. Por su uniforme supe que eran policías.
Uno de ellos se le acercó a la señora que repartía el café.
—Estamos buscando al señor Florencio Fernández.
—¡¿Al novio?! —preguntó desconcertada la mujer.
—¿Dónde lo podemos encontrar?
Dos tazas de la charola se le cayeron a la señora porque perdió la concentración y después señaló hacia mi amigo con un dedo tembloroso.
—Por… allá.
Los cuatro hombres fueron directo hacia él.
Nos ubicábamos en medio de su camino y los seguimos por detrás. Yo no estaba armado porque en las bodas no se permitía, y tampoco es que me iba a atrever a dispararle a un policía, pero aun así fuimos a averiguar lo que pasaba.
Ver la cara de Florencio me lo dijo todo.
Ermilio también lo adivinó porque me observó apesadumbrado.
—Señor Florencio Fernández, queda usted detenido por el intento de homicidio del señor Germán Larrea —al mismo tiempo que lo decía, el hombre puso unas esposas en las manos de mi amigo.
Él ni siquiera se resistió ni bajó la cara.
—¡Esos desgraciados! —dijo Ermilio entre dientes. Supuse que él estaba al tanto de lo que pasó con Florencio cuando fue a romper su compromiso.
Por el apellido confirmé mis sospechas. ¡Sí!, la familia de la exprometida cumplió sus amenazas.
—¡No, no se lo lleven! ¡Él no hizo nada! ¡No! —oí que gritaban con voz desgarrada a lo lejos y reconocí la voz de Erlinda.
Vi que las mujeres evitaron que siguiera caminando, pero tuvieron que jalarla entre varias para lograrlo.
Esa noche terminó en discusiones, llantos, chismes y uno que otro borracho impertinente que quería pelear por un asunto ajeno a ellos.
Lo que debía ser un hermoso recuerdo, fue para Erlinda, el comienzo de un matrimonio complicado.