IV

1637 Words
El mayordomo le indicó a la jovencita que lo siguiera y ella obedeció, no sin antes inclinarse respetuosamente ante el Vizconde. Duncan tenía mucho en que pensar, pero se deleitó observando los pasos rítmicos de la mujer, cuya cabellera se estaba liberando del amarre para rosarle los tobillos en cada paso y conformar lo que a la vista del muchacho parecía una procesión divina. Se tomó unos segundos de respiración aquietada y fue hacía la biblioteca para apartar el tablero de ajedrez y sentarse a revisar nuevamente los papeles de su padre. Necesitaba dejarlo todo en orden antes de mudarse y le preocupaba no encontrar indicios del lugar dónde se ocultaba el Conde antes de partir hacia América, lo cual hacía más sospechosa esa decisión de esperar por otro barco, cuando la familia disponía del Graziélla, un buque mercante fabuloso que había engordado el tesoro de los Collingwood. En la correspondencia no había indicativos de su paradero, tampoco en los recibos y notas de advertencia. A Duncan no le sorprendieron las cartas que demostraban los sobornos a miembros honorables de Scotlan Yard y cuando arrancó la cinta de seda que sujetaba uno de los rollos, recordó algo que lo hizo maldecir. ¿Cómo se le había olvidado preguntarle al traductor por los gustos de Mei Lin? La noche anterior se durmió imaginando cuál sería su tela favorita, su sabor más apreciado. Pensó en los regalos que quería hacerle y en las preguntas que ahora lo atormentarían. En esas condiciones era imposible continuar con su trabajo. No podía concentrarse en los crímenes del Conde, evocando constantemente las necesidades y la belleza de su invitada. Ella había dicho que deseaba servirle, eso lo hizo sonreír. Sería como un juego infantil mostrarle figuritas en los libros para que la muchacha escogiera su color preferido y lo que deseaba comer, aunque la idea lo hizo carcajear y por primera vez en todo el día, se sintió culpable de ser tan ridículamente feliz por algo tan tonto, cuando debía permanecer de luto. Intentó más de una vez volver a concentrarse en los papeles, y terminó rememorando lo poco que sabía sobre la familia Woodgate. Había conocido al honorable anciano Rhys Woodgate, primer Barón del mismo nombre, titulo otorgado por el rey Jorge IV por sus leales servicios a la corona, pero nunca fue presentado ante el hijo de este, quien evidentemente debía ser el padre de Mei Lin. El heredero de Woodgate estuvo en boca de todos por sus viajes a China y por sus gustos extravagantes, quizás por eso nunca se habló de su muerte y mucho menos, de su decendencia. Los rugidos escapados de su vientre le recordaron que su cuerpo tenía tantas necesidades como su mente y Duncan se preocupó al advertir que quizás Mei Lin también estaba hambrienta y sin ser atendida. Pensó en ir a las cocinas y prepararle algo, pero el olor que lo recibió fue tan asombroso como la actitud de la mujer al verlo. Ella se inclinó, siempre con el mismo respeto y esta vez sonreía sin pudor alguno. Se había cambiado la bata por un vestido de cuello alto gris muy holgado, que no favorecía en nada sus preciosas curvas núbiles. Llevaba el cabello recogido en una interminable trenza anudada en la punta con una cinta oscura. Con gestos le pidió que tomara asiento frente a la mesita donde había dispuesto el candelabro y los cubiertos necesarios. Haciendo alarde de eficiencia y prontitud le sirvió un humeante plato de lomo de bacalao salteado con cebollas rojas, aceite de olivas, tomates, pimientos y ajos confitados. Le presentó a demás una bandeja con rodajas de pan, queso, uvas y aceite especiado. Para ella dispuso un pequeño salsero lleno de tajadas de manzana, zanahoria y rábanos adrezados con vinagre de malta y una jarra de jugo de naranjas dulces. —¿Eso es lo único que deseas comer? —la interrogó. Duncan le hizo algunos gestos para hacerse entender y ella asintió, mientras le contestaba en mandarín, dejándolo completamente perdido. —Por el tono supongo que me estás pidiendo disculpas, cuando debería ser yo quien pidiera tu perdón por no ser capaz de ofrecerte un servicio digno… Él guardó silencio cuando Mei Lin puso la mano sobre la suya, en una caricia, tan inocente y natural, que no le dio cabida para una respuesta inteligente. Ella tomó los cubiertos y cortó un trozo de bacalao para ofrecérselo. Duncan no podía creer lo que estaba sucediendo. Inclinó la cabeza, abrió la boca y aceptó la comida. Era la primera vez que probaba el pescado. Desde niño le tuvo repulsión a cualquier cosa que viniera del mar y su madre jamás le permitió cenar con ella en público porque se avergonzaba de la falta de modales de su hijo al rechazar la comida gentilmente ofrecida por sus anfitriones. Ahora esa asombrosa mujer le ofrecía su comida, preparada con esmero y en condiciones poco ideales, además de que tuvo muy poco tiempo para prepararla. —No imaginaba que supiera así —admitió—. El olor siempre me ha desagradado. Duncan masticó despacio, temiendo que en un arranque soltara el pescado sobre la mesa, pero realmente le gustó la salsa agridulce que acompañaba el bocado y al repetir, se hizo más fácil aceptarlo. Ella volvió a hablarle y para su asombro, retiró el plato de bacalao de la mesa. Duncan quiso pedirle que no se ofendiera, sin embargo, Mei Lin se giró sonriente, llevando una tabla con jamón y hojas de lechuga. Lo que hizo a continuación fue para él como un espectáculo circense pensado para enaltecer sus sentidos. Con dos cuchillos cortó el jamón ahumado en finas tiras, los empapó en la salsa agridulce, les agregó parte de sus tajadas de manzana, rábanos y zanahorias para luego envolverlo todo en las hojas de lechuga y rociarlo con el aceite especiado. —¿Debo comerlo con las manos? Ella se encogió de hombros, no comprendía sus palabras y le divertía la expresión contrariada del hombre. Duncan tomó un tenedor y trató de pinchar el rollo de lechuga, entonces Mei Lin tomó uno entre sus dedos y se lo ofreció. La mordida del hombre la hizo reír. Esa era la cena más informal, extravagante y a la vez deliciosa que había tenido en su vida. Nunca antes había comido tan alegremente y sintió el impulso de alimentarla también, pero ella rechazó la lechuga. El Vizconde recordó que su invitada no era muy amiga del jamón y tomó una lasca de manzana para ofrecérsela. —No comprendo cómo puedes sobrevivir solo con frutas y vegetales —dijo él, reprimiendo una mueca al verla aceptar el bocado—. Una belleza como la tuya necesita algo más que té para mantenerse. Ella se echó a reír, desconcertándolo y fue en busca de una botella de vino para hacerle los honores y llenar su copa. Brindaron con mucha formalidad y expresiones burlescas que imitaban falsas dignidades, pero ella solo bebió su jugo. —Me siento muy complacido de que hallas preferido quedarte a mi lado —le confesó él, consciente de que ella no lo comprendía—. No me imagino que sea capaz de separarme de ti. Has llegado para hacer mi vida más hermosa e interesante. Se que puede parecerte hipócrita, porque nos conocemos hace apenas unas horas, pero eres todo lo que siempre he deseado en una mujer. También quiero asegurarte que no pretendo poner mis manos sobre tu legado, pero insistiré en que los Woodgate te reconozcan tus derechos. No podrás heredar el título de barón, por supuesto, pero tendrán que darte una asignación acorde a tu rango por nacimiento y ello te asegurará un futuro independiente y acomodado; así si algún día deseas abandonarme o regresar a China, no dependerás de nadie para gozar de tu libertad. Mei Lin le respondió con un asentimiento y lo tomó de la mano para abandonar las cocinas. Duncan la siguió intrigado y ella lo condujo hasta la salita del té, para ofrecerle una caja de puros, con algunas pipas y boquillas. El Vizconde se echó a reír, comprendiendo que la mujer deseaba mantener las costumbres, aunque a él jamás le habían interesado esos divertimentos. Él tomó asiento donde antes había atendido al traductor y ella lo dejó repentinamente para volver con las copas de vino y una de las arpas doradas que Duncan guardaba en su salón privado junto a las demás piezas coleccionables. —Eres talentosa en verdad —comentó él. Mei Lin acarició las cuerdas del instrumento, asegurándose de que estuvieran afinadas y en condiciones, porque llevaba tanto tiempo sin ser tocada que quizás su estado de conservación no le permitiera interpretar una pieza sin accidentes. El Vizconde se acomodó en su asiento para disfrutar la bebida y ella se sentó frente a él, regalándole una melodía que lo hizo suspirar, tanto por el encanto de los acordes, como por la danza graciosa de los largos cabellos negros al desganarse sobre las piernas de la mujer. —Tus dioses o el mío tomaron mis sueños y los volvieron carne y talento al crearte —dijo Duncan, pestañando repetidamente y con los parpados pesados—, estoy seguro de que ni siquiera ellos pensaron que el resultado sería tan hermoso. Ella le sonrió tiernamente, inclinándose para acercarle el instrumento y que la música lo abrazara. Él quiso beber otro sorbo y las manos no le contestaron. Estaba agotado. Necesitaba dormir y gastó sus últimas fuerzas en reprimir el bostezo para no mostrarse mal educado frente a su protegida. Mei Lin dejó el arpa sobre su asiento y lo tomó de la mano para acompañarlo hasta la alcoba. Lo último que Duncan sintió fueron los dedos tibios y delicados de la mujer deslizándose por sus hombros para quitarle la camisa.
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