Capítulo 1 - Independencia
La situación económica era el corazón palpitante del 80% de nuestros problemas; el otro 20% eran los traumas y miedos que llevábamos como sombras desde que compartimos la vida con un hombre maltratador y manipulador: mi padre. Su presencia era un yugo que nos mantenía aisladas, prohibiéndonos acercarnos a cualquier hombre, ya fuera niño, adolescente, adulto o anciano. Su machismo alcanzaba niveles insospechados.
Odiaba ver a mi madre sufrir a causa de su crueldad, y cada vez que intentaba defenderla, a menudo terminaba lastimada yo misma. Pero un día, agotada de esa vida, mi madre decidió que era hora de romper las cadenas y darle un nuevo rumbo a su historia trágica.
—Flashback——
¡Ya déjala! ¡No te atrevas a hacerle nada a Gail! ¡Eres un psicópata, Eliecer! —gritaba mi madre entre lágrimas desde la sala, aún en el suelo, adolorida por el golpe que le había propinado.
—¿O si no qué? ¿Me vas a matar o llamarás a la policía? —respondía él con un tono sarcástico que me llenaba de rabia, deseando poder desaparecerlo de una vez. Apreté el puño desde el pasillo, observando cómo él se acercaba de nuevo a mi madre.
Justo en ese instante, tres hombres uniformados llegaron en motocicleta; eran los policías que finalmente habían llegado. Supe que mi madre había tenido el valor de denunciarlo.
No hubo necesidad de un largo interrogatorio; sus rostros reflejaban la ira de mi padre, que estaba a punto de golpear de nuevo a mi madre, quien lloraba y se cubría con los brazos llenos de hematomas.
Le pusieron las esposas y se lo llevaron. En un giro repentino, su actitud cambió, haciéndose pasar por una víctima. Pero ya no nos importaba; sabíamos que estábamos a punto de dejar atrás a ese ser detestable que había causado tanto daño.
Poco después, llegó mi abuela, furiosa por nuestra decisión de denunciar a su hijo, decidida a amargarle la existencia a mi madre. Apenas duramos cinco días y recogimos nuestras cosas para marcharnos, conscientes de que empezar de nuevo no sería fácil.
—Fin del Flashback—
A pesar de las dificultades que enfrentábamos mi madre, mi hermana menor y yo, luchábamos con todas nuestras fuerzas para no rendirnos. Habíamos ahorrado lo suficiente para mudarnos a una residencia temporal hasta que pudiéramos encontrar un lugar más estable. Con gratitud, una prima de mi madre nos ayudó a conseguir un pequeño refugio acogedor: una sala-comedor y una habitación con baño. En esa habitación, mi madre y mi hermana dormían en una cama, mientras yo me acomodaba en una colchoneta en el suelo. No me quejaba; prefería eso a vivir en el infierno con mi padre.
—A partir de ahora, viviremos aquí hasta que logremos algo mejor —anunció mamá, soltando un suspiro mientras se apoyaba en la cintura.
—Al menos aquí se respira paz —respondí, sacando mi ropa de una bolsa negra, ya que no teníamos maletas.
—Mami, tengo hambre —se quejaba Melina, mi hermana de dieciséis años, que recién había terminado la secundaria.
—¿Qué iremos a comer...? Tal vez unos panes...
En ese momento, la vecina, dueña de la residencia, apareció con un plato de tres arepas de trigo con queso y mantequilla, y un café humeante.
—Oh, qué amable de su parte, señora Gladys —dijo mi madre, asombrada y agradecida.
—No se preocupen, disfruten —respondió ella con una sonrisa cálida, dejándonos el plato justo a tiempo, como un regalo del cielo.
Eran las 6:43 p.m. y nos sentamos a comer. Las arepas estaban deliciosas, y al terminar, doblamos la ropa, ya que no teníamos ganchos para colgarla. Carecíamos de un televisor, pero eso era lo de menos; tenía fe en que nuestra situación cambiaría.
—Mañana llevaré mi hoja de vida a donde estén buscando personal. Necesitamos un empleo urgente —le dije a mamá, que estaba sentada afuera, disfrutando del aire fresco que no entraba en nuestra habitación.
—Vaya día... —murmuró Melina, con un aire de descontento.
Esa noche, nos acostamos, pero ninguna de nosotras pudo cerrar los ojos. Estábamos en estado de shock por lo que había sucedido con papá y conscientes de que ahora debíamos luchar por nuestra propia supervivencia.
Mi padre nos había mantenido aisladas durante tanto tiempo, y su sobreprotección había dejado huellas profundas en mí. A mis veinticuatro años, aún me costaba expresarme ante los demás y era increíblemente tímida. Sin embargo, ahora debía hacer un gran esfuerzo por salir adelante, por mi madre y mi hermana.
Conecté los auriculares a mi viejo teléfono, que solo servía para escuchar música, y elegí canciones en inglés y coreano, esas que, aunque no entendía, lograban conmoverme. Fue entonces cuando mi imaginación voló...
Me vi en un escenario, todo a mi alrededor era oscuridad, salvo por los reflectores que iluminaban mi figura. La multitud gritaba con fervor mientras yo cantaba con el alma.
—Si viniese la aurora boreal,
Para hacer de mí un completo cambio transcendental,
Si tan solo con su aura brillantina, con luces de tonos bajos y destellantes...
Acogiera mi alma desasosegada, que tiembla, que se estremece, que se estruja y se remueve.
Para entonces así salir a la superficie,
Para así respirar por fin, y liberar de mis pulmones el aire,
Ese que se vuelve presionante, ante mi desdén por existir sin una fuerza que me haga seguir...
Las horas pasaron y, al darme cuenta, eran las tres de la mañana. Apagué el teléfono, con el rostro empapado en lágrimas que brotaron sin poder evitarlo. «Ya, Gail, todo va a estar bien», me decía a mí misma, sintiéndome sola y vacía. No tenía amigos, nadie cercano, solo a mi madre y a mi hermana. Me tocaba enfrentar la vida por mi cuenta.
Sabía que lo que vendría no sería fácil, pero prefería imaginar que no sería tan complicado, solo para no estresarme demasiado. Esa ilusión me hacía sentir mejor.
Nos acostamos sin aire acondicionado, solo el fresco que entraba por la ventana, que era escaso, y el calor comenzaba a abrazarnos.
A la mañana siguiente, nos despertamos con la luz del sol filtrándose por la ventana.
—Buenos días, ma' —saludé al ver que se levantaba de la cama, aún aturdida.
—Buenos días, ¿dormiste bien?
Negué con la cabeza. —¿Y tú?
—Tampoco.
—Parece que ninguna pudo dormir... —añadió Melina, quien también se sentó en la cama.
Fui al baño, me lavé la cara y me cepillé los dientes. Al salir, mamá ya había preparado café.
—¿Quieres? —me ofreció con una taza humeante en la mano.
Acepté sin dudar. Mientras ambas bebíamos en silencio, sumidas en nuestros pensamientos, alguien tocó la puerta.
—¡Vecina! ¡Vecina!
—¡Voy! —exclamó mamá, dirigiéndose a abrir.
—Buenos días —saludó la vecina, preguntándonos cómo habíamos pasado nuestra primera noche. Luego, fue al grano—. Vengo a presentarles al señor Anderson, su nuevo vecino.
Levanté una ceja, intrigada. Un hombre se había mudado justo al lado. Deseaba que no fuera problemático, aunque no me interesaba demasiado. Me quedé en la silla, tomando mi café y escuchando.
—Un placer conocerlas, Richard Anderson a su servicio —se presentó el nuevo vecino con una voz cálida.
—Nosotras llegamos ayer. Mucho gusto, Elena Duncan —respondió mi madre con un tono serio.
—Qué bueno saberlo. Soy muy servicial; si alguna vez necesitan algo, no duden en tocar la puerta.
Su tono era contagiosamente entusiasta. La curiosidad crecía en mí; quería saber más sobre aquel hombre. Pero cuando finalmente me levanté, ya se había despedido y entrado a su casa. Me asomé justo cuando mi madre regresó, y vi su espalda ancha y sus piernas largas, vestidas con un elegante sombrero.
—El nuevo vecino parece un caballero —comentó mamá—. Dudo que realmente lo sea, como la mayoría de ellos...
—¿Lleva un sombrero? —pregunté, interesada.
—Sí, no es común ver a un hombre así vestido... —añadió, extrañada—. Cualquiera pensaría que tiene dinero.
—¿Y si tiene dinero pero solo viene aquí para despistar? —dije, intentando hacerla sonreír.
—Podría ser... —sus ojos se iluminaron, aunque aún mostraban signos de cansancio por las lágrimas de la noche anterior—. Pero, ¿por qué vivir en una residencia tan humilde en vez de contratar guardaespaldas? Lo dudo.
Olvidando el tema del nuevo vecino, me fui a la habitación a terminar de organizar la ropa mientras mamá preparaba algo de comer con Melina, quien acababa de salir del baño.
Puse música en mi teléfono viejo y comencé a cantar, sin darme cuenta de que lo hacía en voz más alta de lo que pensaba. Mi madre, que amaba escucharme, se complacía en mis notas y me acompañaba en el coro.
Cantar me liberaba, me transportaba a una dimensión mágica donde podía ser quien realmente era. Pero no pensé que el mínimo ruido se escucharía al lado, y justamente ahí estaba, el nuevo vecino, escuchándome.