A veces me preguntaba si el destino realmente existía. Si así fuera, ¿cuál sería el mío? Observando cómo pasaba el tiempo sin poder siquiera terminar mis estudios, me di cuenta de que había tenido que posponer mis sueños para ahorrar dinero y cubrir otros gastos. Aunque la universidad era gratuita, había costos inevitables: transporte, comida, útiles, trabajos, papeleo, ropa... Todo se convertía en un gasto que no podía permitirme. Decidí que lo primero era salir de aquella casa antigua, ahogada en tragedias. Afortunadamente, lo logré.
Ahora vivíamos en paz, pero debía trabajar, y no sabía si podría retomar mis estudios mientras lo hacía. A menos que encontrara un empleo que se ajustara a mis horarios de clase, lo cual sería una tarea titánica en este país.
Con veinticuatro años, me encontraba sola. Sin novio, sin pretendientes, casi que sin amigos. Mi padre se encargó de aislarme; aunque intenté hacer amigos, todos terminaban alejándose, dejándome con la eterna pregunta de por qué. Recuerdo que tuve un noviecito en el colegio, a escondidas de mis padres, y fue con él con quien di mi primer beso. Me gustaba mucho, y yo a él, pero la sombra de mi padre me aterraba. Solo imaginar que pudiera descubrir nuestra relación me llenaba de pavor. Así que, con gran dolor, decidí terminarlo. Después de eso, lo eché mucho de menos.
Con el tiempo, aprendí a aceptar que era mejor estar sola que acompañada. Con una vida tan deprimente y marcada por la pobreza extrema, no tenía la cabeza para el amor. Sin embargo, en algunas noches de soledad, anhelaba tener a alguien especial que se preocupara por mí, que me quisiera y luchara a mi lado para enfrentar los problemas juntos.
Un día, decidí que era hora de cambiar. Me puse el pantalón más nuevo que tenía, me delineé los ojos y, mirándome en el espejo del baño, me repetí: —Deja la timidez. Nadie es más que nadie; todos somos humanos y erramos—. Me autoanimaba con palabras de aliento, intentando dejar atrás esa timidez que tanto odiaba. Siempre trataba de socializar y expresar mis pensamientos sin sentirme extraña, pero me resultaba complicado. Me sentía patética y deseaba mejorar en eso, aprender a comunicarme espontáneamente, sin miedo a ser juzgada o a que lo que dijera sonara estúpido.
Con determinación, me despedí de mamá y salí en busca de empleo. En la entrada de la residencia, vi a un hombre revisando un auto viejo. Su expresión mostraba el estrés mientras hablaba entre dientes.
Debió quedarse accidentado.
Pasé junto a él y, de repente, un alicate cayó al suelo. Me agaché para recogerlo y devolvérselo.
—Disculpa, esta cosa a veces me estresa —me dijo el sujeto, que tenía una barba en forma de candado y unos ojos azules intensos. Su apariencia era peculiar e interesante, como un personaje salido de una novela—. Muchas gracias. Por cierto, ¿vienes saliendo de ahí?
Me señaló con el alicate la residencia donde vivíamos.
—Eh, sí... —respondí en voz baja.
—¡Qué sorpresa! Entonces somos vecinos —se quitó el guante de la mano derecha y me tendió la mano para saludarme—. Mucho gusto, soy Richard Anderson.
Miré su mano, pero no la tomé. —Disculpe, debo irme. Que tenga un buen día.
Me fui apresurada, nerviosa, mientras veía a lo lejos el autobús alejarse.
«Si no hubiera perdido tanto tiempo hablando con...». Entonces recordé que aquel sujeto era el nuevo inquilino del sombrero, del que mamá había hablado, diciendo que era todo un caballero. Y yo, descortésmente, lo dejé con la mano extendida. No fue por falta de educación, sino porque mis nervios y timidez se apoderaron de mí. «Qué vergüenza soy».
Así no me querrán contratar en ningún trabajo. Mi mente inquieta luchaba contra mí misma...
"No te van a contratar en ningún lugar, Gail."
"Das vergüenza, no sabes expresarte ante la gente."
"Eres demasiado tonta."
Y así, una serie de pensamientos que intentaba silenciar para no dejarme afectar.
Finalmente, pasó un autobús y me senté en los primeros asientos. A mi lado iba una anciana que me sonrió al sentarse, lo que me hizo sentir un poco más cómoda. Cuando el autobús hizo la parada en el centro, bajé y caminé todo lo que pude, dejando mi hoja de vida en algunas tiendas, en una panadería y una cafetería. Mientras caminaba por las aceras, sentía que mi padre me seguía. Aún cargaba con esos miedos y traumas que no serían fáciles de superar. Aumenté la velocidad de mis pasos hasta que regresé a la parada para volver a casa.
Miré a mi alrededor, pero no estaba él.
«No sé por qué me preocupo si él está preso...»
Sentía como si mi padre aún me vigilara; era una sensación horrible. Pero me repetía que él estaba en prisión y que no debía temer.
Respiré hondo y traté de calmarme.
Al llegar a casa, le conté a mamá las tiendas donde había dejado mi hoja de vida.
—Algunos me dijeron que me llamarían para una entrevista mañana por la mañana; otros dijeron que me avisarían cuando necesitaran personal —dije mientras me sentaba a tomar agua fría.
—Al menos ahí tienes unas esperanzas. Confiemos en Dios para que todo salga bien —me animó ella, aunque sabía que estaba tan preocupada como yo.
—Eso espero... —suspiré.
—Gail, hazme el favor de lavar este mantel que me prestó la vecina para usarlo aquí —me indicó mamá.
—¿Dónde lo lavo?
—En la batea, está atrás. La puerta está abierta; llévate el jabón y tiéndelo allá mismo.
Hice lo que me pidió, pero antes me cambié a ropa más cómoda. Tomé mi viejo teléfono con los auriculares para escuchar música mientras lavaba.
Llené la batea con agua y mojé el mantel, pensando en cómo podría dejar de ser tan tímida. Necesitaba urgentemente superar esa limitación que me impedía avanzar en la vida. Mientras restregaba el mantel con jabón, comencé a cantar sin darme cuenta de que lo hacía en voz alta. En ese momento, Melina apareció de repente, asustándome.
Me quité uno de los auriculares y ella dijo: —Shhh, baja la voz, estás cantando muy alto.
—¿Qué pasó? —pregunté riendo.
—Mamá olvidó darte esto también —me dijo, dejando unos individuales marrones antes de irse.
Volví a ponerme los auriculares y continué cantando, pensando que no había nadie más.
Al menos eso creía yo.
El señor Richard Anderson llegaba a su anexo. Mientras abría la puerta, escuchó algo que llamó su atención y se dio cuenta de que provenía de la parte trasera. Curioso, abrió la puerta, dejó sus cosas en la mesa y salió a investigar.
En ese momento, regresé a donde mamá para preguntarle algo y me topé con el señor Richard, quien me miró y me saludó.
—¡Hola, vecina! —dijo, poniendo las manos detrás de la espalda e inclinándose un poco, como si yo fuese una niña pequeña.
—Hola...
—Yo vivo aquí —me señaló su lugar—. ¿Tú dónde te quedas?
—Al lado —respondí, a punto de irme y dejarlo con la palabra en la boca.
—¡Oh! Debes ser hija de la señora a la que la dueña de la residencia me presentó. ¿No es así?
Asentí, sonriendo, justo frente a la puerta de nuestro anexo. Al ver su sonrisa, entré, sintiendo nuevamente los nervios alborotados.
«¿Por qué tengo que ser así?» Me molestaba ser tan tímida y culpaba a mi padre por ello, por su maldita sobreprotección y su carácter demoníaco que me había dejado con tanto miedo e inseguridades.
—¿Ya terminaste? —me preguntó mamá, viéndome sin nada en las manos.
—Ah, no, venía a preguntarte si tienes los ganchos de ropa.
Ella me los entregó, pero antes tomé agua y esperé a que no hubiera nadie para continuar con la tarea.
Cuando me di cuenta de que el vecino, Richard Anderson, se había adentrado en su anexo, me fui a la batea como una ardilla sigilosa.
Terminé y extendí el mantel junto a los individuales.
Al regresar, vi que el vecino venía con algunas ropas, supuse que también lavaría.
—¿Está ocupada la batea? —me preguntó, mirándome a los ojos. Yo ni siquiera podía sostenerle la mirada.
El señor Richard era bastante alto y vestía de una manera tan distinguida que llamaba mi atención; su estilo era vintage y formal. Si todos los hombres lucieran así, el mundo sería un lugar más atractivo.
—Sí, bueno, no, ya terminé —respondí, titubeando y enredando mi lengua con mis pensamientos, sintiéndome nuevamente estúpida.
Él soltó una leve risa, y mi rostro se sonrojó al pensar que tal vez había notado lo tonta que podía ser.
—Perfecto. Gracias, señorita.
A pesar de parecer atareado, el señor Richard irradiaba optimismo; sonreía mucho, y me agradaban las personas así. Sin embargo, desde que presencié la última pelea entre mis padres, donde él la lastimaba horriblemente, esas personas que siempre sonríen me parecían hipócritas, como si ocultaran su infelicidad. Por eso, mantenía a la mayoría de ellas a distancia.
La realidad me mostraba un mundo diferente, lleno de retos cada día más difíciles, y me preguntaba: ¿cuál es el propósito de mi existencia? No quería ser una más en la historia de vidas sin hacer nada sobresaliente. Pero con una vida llena de dificultades, pobreza y limitaciones, mis esperanzas y sueños parecían meras vanidades, ambiciones vacías ante la cruda realidad.