Yo, su jefe

Relator omnisciente Caminaba cabizbaja por las transitadas calles, a lo que no prestó atención. Sus mejillas estaban sonrosadas por el fuerte sol que golpeaba fuertemente a esa hora. Ya eran las dos de la tarde y el calor de Lighting, la ciudad más iluminada que había, tal como su nombre lo decía, agobiaba, haciendo que sus manos sudaran mientras arrastraba de su diminuta mano a la lloriqueante niña. Lucille tenía los cabellos rubios y ojos azules de su padre, cada día le recordaba lo que había vivido con él pero no podía detenerse y volver el tiempo y tampoco dejar de avanzar, pues debía conseguir alimentos y ropas para la niña, no podía darse siquiera el lujo de llorar su ausencia ni extrañarlo. Por ella debía seguir como sea, tuvo que salir adelante a pesar de la miseria y dolores que pasó desde su regreso a la aldea. La niña tenía hambre. Llegaron a una plaza y buscó un banco bajo un frondoso árbol, sus pies estaban marchitos de tanto caminar; antes lo hacía sin problemas, cuando hacía similar recorrido para ir a entregar un canasto con el contenido prohibido que entonces ignoraba y que sin dudas le cambió la vida para siempre. Metió la mano en el gran bolsillo del delantal y sacó un pedazo de pan que ofreció a la niña. Sus ojos brillaron tanto ante la vista de ese manjar que su corazón se extasió al ver tanta inocencia y dulzura. La vida sin Weber en la aldea había traido una paz que no se imaginaron que pudieran vivir pero también muchas pobrezas y necesidades. El dinero que generaba Weber con el narcotráfico había servido para sostener a todas las familias, las cuales habían crecido exponencialmente. La suya propia ya tenía otro m*****o aunque ella era ignorada por no tener un hombre a su lado que la sostuviera económicamente, si bien Douglas ya era un hombrecito aun era muy joven para asumir el rol de patriarca y la salud de su abuela se había deteriorado considerablemente en los últimos tres años. Un poco de ella había muerto cuando supuso que Danna había sucumbido en aquel incendio luego del cual desapareció. Aunque regresó con los nervios destrozados y un bebé en la barriga para ella su nieta, en esencia, no volvió nunca. Esta nueva Danna siempre estaba triste, melancólica, silenciosa, una muchacha que tuvo que sobrellevar un embarazo sola y sin recursos. Nunca quiso contar que le ocurrió realmente, aunque su status no había bajado del todo al estar legalmente casada, su único pecado fue haberlo hecho con un "extranjero", alguien de afuera. Por ello le permitieron vivir allí nuevamente. Tuvo que ocultar que él envió los papeles para que firmara el divorcio, cargaba esa mentira por puro instinto de supervivencia. Debía seguir en la aldea. Para ella, sin Jason, no había más opciones. "Si tan solo...", pensó por un momento, pero los tan solo no existían, solo el aquí y ahora, el tener cada día para comer se había convertido en prioritario, lo demás, los dolores del corazón, del alma o del espíritu ya no importaban. Tuvo que sacudirse las decepciones que el desamor le había dejado para enfrentarse a la vida dura y real, a la que la obligaba a levantarse estando oscuro y acostarse de igual manera. La luz del día era para aprovecharla al máximo, no podía desperdiciarse. Solo los dolores del cuerpo al final del día lograban tapar en cierta manera el otro dolor, el que le aprisionaba las entrañas cuando lo recordaba. Ahora que Weber había muerto y sus secuaces estaban presos por largo tiempo las reglas habían dejado de ser tan estrictas. Se permitía la salida de la aldea en días y horas determinadas precisamente por esta situación de nueva pobreza que se había instalado y ahora se debían registrar todos los acontecimientos civiles y legales, de cierta manera la fusión con el mundo de afuera se estaba realizando lentamente. Alguien con las ideas extremistas de Weber era el único que podía sostener una comunidad como lo habían sido, además de su dinero y poder.  Es por ello que Danna decidió salir a vender sus dulces y con el dinero compraba lo necesario para todos en realidad, ya que Douglas apenas tenía quince años y su abuela ya estaba muy anciana para realizar algún tipo de trabajo. Le dolía mucho ver la situación en la que estaban. Le había propuesto a la anciana mudarse a la ciudad y buscar un trabajo pero ésta se negaba rotundamente. No abandonaría ni sus ideas ni el lugar que eligió para vivir hasta el final de sus días. Debía darse idea de sobrevivir como sea. —Lucille, come y deja de jugar con las palomas —resonó su voz cansada mientras la niña correteaba de un lado a otro tratando de atrapar el vuelo de las aves. El hombre de la sudadera tenía puesta la capucha y observaba detrás de un árbol la escena. Sacó discretamente un par de fotos y las envió por correo. Solo era cuestión de tiempo. Seguramente recibiría la recompensa que durante más de dos años le habían prometido. Vibró el aparato. —Si, señor. Las tengo enfrente —dijo en baja voz, no quería que ellas sospecharan sus intenciones. —Entendí, señor —Colgó y se dirigió hacia el lugar acordado.