161. ENTRE SUS BRAZOS

1781 Words
Oz Desde el día en que volví a tenerla en mis brazos me he preguntado si en verdad no comprende sus sentimientos o se niega a hacerlo, incluso cuando me reveló aquella mentira en Escocia me lo pregunté infinitas veces, pues me era imposible de creer que ella me demostrara su amor por medio de sus temerarias acciones y recitara con profundidad palabras salidas del libro más jodidamente romántico jamás escrito, y sin embargo, tenerla ahora frente a mí suplicándome hacer aquello a lo cual llevo años negándome es mi sueño hecho realidad y al mismo tiempo mi tortura. —Mi pequeña, sabes que lo que menos quiero es sobrepasarme contigo igual que hace dos años. Sus palabras silenciaron entristecidas y ocultó su rostro en mi cuello presionándome con fuerza, clavando sus uñas en mi piel como si de esa forma pudiese conseguir un poco de lo que tanto anhela, pero lo peor, lo que en verdad me derribó por completo, fue escuchar aquel silencioso sollozo que me fracturó en mil pedazos e hizo que la tomase con todo mi méndigo ser que sigue amándola profundamente. —Pequeña, no me hagas esto. —Oz, no te pido un reino, fortuna ni joyas, tampoco quiero coronas de oro o esclavos a mi total disposición, tan solo te quiero a ti, solo una noche… esta noche. ¿Cómo luchas contra tus deseos? ¿Cómo detienes un sentimiento que pareciera ser inmarcesible e incomparable? ¿Cómo evitas sucumbir ante este cruel tormento llamado amor? La separé de mí divisando el riachuelo que bañaba sus virginales labios, aquellos que hice míos hace dos años, aquellos que sueño con volver a tocar. Ella, mi pequeña luciferina, muerde doliente su rosáceo monte destruyendo mi corazón, quebrándolo en mil pedazos y a su vez evitando que siquiera una pieza caiga al suelo. —Siempre dije que causarías muchos estragos en nuestras vidas, pero más en la mía —murmuré debatiéndome entre perderme en sus montes y su firmamento. —Oz, ¿puedo quedarme contigo esta noche? Maldita voz virginal, malditas mis ganas de hacerla mía, malditos los dioses que me separan a la vez que me unen a lo imposible. —Acabarás conmigo antes de tiempo —ladeé una sonrisa que ella comprendió bien y copió. La tomé con firmeza de sus muslos y la levanté igual a cuando era una niña, ella, reconociendo esta pieza, cruzó sus piernas cual víbora en mi cintura y nos llevé a la habitación dejándola sobre la cama con delicadeza. Mi bella luna se sentó ante mí con la lujuria como vestimenta en tan refinada seda, posó sus manos en mi pecho sin separar nuestros firmamentos y descendió congelando mi piel que ama profundamente el invierno, pero no más que aquel que ella crea con sus manos igual que la reina de hielo. Con sus falanges en el peligroso límite de mi cadera, tomó la tela retirándola centímetro a centímetro con el anhelo de una cría, hasta que el revestimiento de mis piernas fallece en el suelo y mis pies automáticamente se desprenden de esta. Y ella, mi cielo, mi noche, mi luna, mi Artemisa, se arrodilló irguiendo su reino frente a mí en una silenciosa orden. Yo, su esclavo, su sanador, su maestro, su cómplice, su protector, reposé mis manos en sus mejillas descendiendo en la periferia creada por el maldito dios que unió las piezas perfectas formando tan maravilloso ser y mis dedos bordearon la telilla llegando al nudo que reposa en su cintura deshaciéndose de él. Un sonido sutil, un gemido prohibido y la flor de Júpiter se abrió de entre las hojas negras y doradas que la recubren, y yo, el criminal que osa perderse en ella, descubrió la fauna y flora más exquisita descendiente de Gaia, su cuerpo era más bello, más curveado, mi Amazonas. Ella, hipnotizándome con cada célula que la compone, tomó mi mano arrastrándonos al lecho que parece vestir traicioneramente nupcial por el destino, acostando nuestros cuerpos de lado, dejándome en automático junto a mis voces y demonios. Ella, mi reina, mi emperatriz, mi diosa. —Rag, estamos en un límite peligroso —mi suplicante advertencia final. —Solo duerme conmigo Oz, que mañana seremos cómplices del mismo pecado. Su nocturno ser desprendió la más divina lluvia de estrellas separándome de mi carne pútrida y mal naciente; dejando que mi alma se aferrase a la suya y que la desnudez de nuestros cuerpos zafios creasen el segundo big bang al tocarse. Nuestras manos reconocían la foránea piel, se perdían entre estas abriéndose paso en el abrigo que una vez sirvió de vestidura al otro y la amé, ¡por todos los malditos dioses que la amé exponencialmente al tenerla de nuevo conmigo de esta forma! Respirábamos profundamente el bálsamo ajeno, me paseaba en el nirvana de sus cordilleras cual hambriento de su carne y la admiraba como la diosa que siempre ha sido en mi vida desde la noche en que llegó a ella. En sus sonrosados labios entreabiertos se secaban los míos al querer beber de su vid, en sus ojos se desvanecía mi existencia para reemplazarla por la que ella quisiera darme y cual pitonisa, adivinó mi anhelo regalándome la ambrosía con su lengua entregándome la vida eterna, y la besé necesitado, la besaba con cada fibra de lo que yo era para grabarla a profundidad. Sabía que la diosa verde no había provocado esto, pues era nuestro más íntimo deseo del alma y ninguno quería negarlo, por mucho que lo intentase no podía, la quería, la necesitaba, la amaba y más la aprisioné entre mis brazos sintiendo sus senos en mi pecho que suplicaban el oxígeno, pero ella se negaba a dárselos, mis pulmones gritaban la misma plegaria y nuestros labios firmemente negaron toda petición de separación, en vez de eso, aspirábamos el perfume que creábamos en nuestra unión, aquel que despertaba nuestros cuerpos ansiosos de la pasión que sembramos al tocar nuestras manos por vez primera. Con furia nos alejamos lentamente y con el más regocijante júbilo, nos sonreímos como los amantes separados por años de guerra que ahora se reunían victoriosos, no había forma de separar nuestras palmas de los brazos, las cinturas, las espaldas, nada del otro, pues eso era realmente lo prohibido para nosotros, separarnos. —Mi luna, mi noche, mi diosa ¿Cuándo te apiadarás de mí y me liberarás de tu encanto? —murmuré en sus labios. —¿Tan mal te he tratado que ansías tu libertad? ¿Tan poco amor te he dado que no me deseas más? ¿O acaso debo extraviarte entre mis tierras para que aprecies mi hogar? Sonreí con la más infinita ilusión y la besé nuevamente con pasión, nuestros cuerpos despertaron por completo de su letargo y en silencio gritaron feroces por la unión de nuestros firmamentos, de nuestra carne, de nuestras almas, de nuestras voces. Mi amor desprendió el néctar de su c*****o bautizando mi mortal hombría, aquella que crecía entre sus pétalos llegando hasta las puertas de su cálido hogar, el mismo donde quería hospedarme eternamente aun después de mi muerte, mas la razón me prohibía hacerlo, no podía invadir sus tierras todavía así me diera el acceso, pero ahí estaba yo balanceándome en el precipicio del Olimpo. —Conoces mi deseo, sabes que puedes hacerlo, eres el único al que quiero dentro de mí —declamó sobre mis labios en agitada voz. —No mi pequeña, todavía no, así te entregues al mundo entero no te tomaré hasta que llegue el momento. Me odiaba por la condena que yo mismo puse en mí, lloraba por mi sentencia queriendo quebrantarla para refugiarme en ella. —Hazme tuya Oz, déjame ser tuya una vez. No sabía qué tocar o a qué parte de ella aferrarme para controlarme, pero eso no impidió que tomase su pierna con furia subiéndola a mi cintura dándome todo el maldito acceso que quería y no debía en su entrada, mas no impidió que siguiera bañándome de su vid desde la punta hasta la base provocando el nacimiento de la nota mística de su vocablo. —¿¡Por qué no entiendes que no puedo hacerlo!? No puedo hacerte mía todavía. Gruñí con impotente furia y éxtasis sobre sus labios, ella agarró desesperada mi cabello entrecerrando sus ojos y sostuve firme su muslo impidiendo cualquier intento de escape, aunque sé que no huiría de mi lado. —Ese es tu problema —contestó en un ahogado y cálido gemido. —todavía no quieres aceptar el hecho de que ya soy tuya, no importa si entras o no, soy solo tuya. Con alevosía, me apropié de su cadera danzándola sobre mi hombría yaciente en la superficie de su océano, mi ninfa creaba una ópera en mi nombre y la acompañé orquestando nuestros mundos en un perfecto vaivén, incrementamos nuestro verano opacando el poder del astro mayor y entre profundos besos nos devorábamos sin detener la danza elevando el placer, grabándome en su ser. —No te detengas, no me abandones —recitó entre sollozantes besos. —No lo haré mi luna, no lo haré —respondí agitado. A tempo presto, enterramos nuestras uñas igual que una estaca y ella se arqueó hacia atrás brindándome el camino hasta sus almendrados brotes de vida los cuales saboreé esperando la savia de su pasión. Ella era la creación más perfecta de las diosas más poderosas de cada religión y el mortal más enfermo y demente de todos era quien la poseía, aunque no la desvirgaba. No sé cómo no lo hice considerando todo lo que despertaba en mí, pero así fue. —Sigue… sigue… Su venus me encerró entre la superficie de sus pliegues y aunque pareciera estar en su interior, me aseguraba de no adentrarme, pero nada impidió que contrajera sus paredes y arrebatara mis labios convirtiéndome en el asesino de su delirante orgasmo usando mi cuerpo de arma, mientras ella me domaba al mover su cadera al ritmo aprendido. Sin más, perecimos en nuestro yerro, renacimos en nuestros brazos, nos bañamos en las aguas del otro y la más quimérica felicidad nos abordó. —Te dije que no tenías que entrar para hacerme tuya —pronunció agitada haciéndonos reír. —Estás loca mi pequeña, completamente loca —articulé entre besos y la abracé con todas mis fuerzas. —No importa cuántos hombres o mujeres pasen por nuestra cama, nadie igualará o superará esto —la ilusión de su voz fue mi salvación. —Jamás mi luna, porque solo contigo puedo destruir el mundo y crear uno nuevo entre sus cenizas. Y sin tener un centímetro de nuestros cuerpos separados, caímos felices en un profundo letargo.
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