Un desconocido hombre, como si estuviera hipnotizado por la belleza del par de pequeños que la acompañaban, caminó lentamente hacia ella dejándola, paso a paso, sin aire.
Era difícil de describir, porque, al parecer, eran demasiadas las cosas que pasaban en su organismo, pero Eva Tremed alcanzó a notar cómo su nariz le cerraba el paso al aire, cómo un nudo se formaba en su garganta y también sitió hacerse nudo su estómago y sus ojos llenarse de lágrimas.
Eso fue lo primero que ella notó, porque también pasaron cosas como que sus oídos solo podían escuchar el fuerte y rápido retumbar de su corazón, y que sus piernas se quedaron sin fuerza, fue por eso por lo que, cuando la falsa condesa recobró la consciencia de sí misma, estaba sentada en el piso, llorando como una niña pequeña.
Todo el mundo alrededor de la joven reina de Tassia, disfrazada de una condesa, se preocupó por ella, sobre todo cuando emitió un doloroso quejido, se llevó las manos a la cabeza y terminó desmayándose en brazos de un desconocido hombre.
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La profunda oscuridad que la envolvía era fría y, hasta cierto punto, sofocante, fue por eso por lo que ella no tuvo la fuerza de ponerse en pie por un rato, al menos no hasta que algunas luces comenzaron a destellar a su alrededor.
Sin saber por qué lo hacía, ella se incorporó, dejando que esa incómoda y dolorosa nada en que recuperó la conciencia se quedara atrás, fue entonces que lo escuchó, a él prometiendo que haría todo para que pudieran volver y pudieran proteger a sus amados bebés, por eso ella lloró mientras sonreía, porque, aunque su tonta promesa la tranquilizaba, ella sabía bien que no podía pasar.
La joven de cambiante apariencia, frente a lo que parecía una ventana al pasado, se vio a punto de morir y dejando atrás lo que más amaba en la vida: sus amados bebés; y, aunque no podía hacer nada, ella rezó fervientemente para que, cuando ella no estuviera, alguien los amara tanto como ella los amaba y los protegiera en su ausencia porque, definitivamente, nadie los podría amar más de lo que ella los amaba.
Y, en lo profundo de su corazón, ella también deseó poder volver a protegerlos, y luego despertó siendo quién sabe quién en un mundo que no le parecía desconocido y donde no recordaba haber dejado a nadie atrás.
Marian Solero había vivido una vida casi plena pues, aunque se sintió siempre incapaz de amar un hijo, disfrutó de su vida en soltería como, posiblemente, nadie en su tiempo ni en ningún otro tiempo la había disfrutado jamás.
Marian no podía estar segura, porque en sus más de treinta años de vida vivió bien sin nadie a su lado, pero sentía que ser madre era una tremenda responsabilidad que podría terminar en ella con el alma destrozada, y luego despertó siendo alguien más para rescatar de su soledad y maltrato a dos niños que amó desde que los vio.
Al principio ella no lo entendió, y pensó que más que amor lo que sentía era compasión por esos pobres e indefensos príncipes, pero, ahora que veía en cada luz a su alrededor una parte de una vida que comenzaba a recordar, Ebba entendía bien el haberlos amado desde la primera vez que se encontró con ellos.
Sí, ella no solo tenía una vida previa, también había sido alguien en ese mundo, alguien que ya no existía pero que había dejado atrás a tres angelitos cuya pérdida la marcó incluso en una vida posterior.
Ahora Ebba lo sabía, ahora sabía que no había querido tener hijos cuando fue Marian porque su corazón sabía lo doloroso que era dejar atrás un pedazo de sí misma, y en lo profundo de sus recuerdos perdidos añoraba poder volver con ellos sin tener que dejar a nadie atrás, para poder amar de nuevo a sus hijos sin culpa alguna.
Y ahora estaba ahí, amando con todo su corazón a sus queridos bebés, esos que no habían estado dentro de su cuerpo actual, pero que sí habían nacido y crecido en su corazón al punto de haber logrado volver a ellos para volver a ser su madre y para protegerlos, cuidarlos y amarlos como ellos se merecían.
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Eva Tremed abrió los ojos y se encontró con sus hijos dormidos a su lado, entonces lloró de nuevo, como lo hubiera hecho en su inconsciencia mientras recordaba una vida que dejó atrás llena de remordimientos y de miedos, entonces acarició el cabello de ambos niños y sollozó, atrayendo la atención del hombre que, por su condición como conde, pudo quedarse en la habitación de esa joven sin que nadie se lo pudiera prohibir.
Entonces, la falsa condesa, viendo los ojos de un hombre que jamás en su vida había visto antes, lloró en silencio, siendo testigo del doloroso llanto de ese hombre. Era curiosamente doloroso saber que, detrás de esa desconocida apariencia, estaba la persona que más habían amado en una de sus anteriores vidas.
Sí, ambos lo sabían, era como si sus corazones pudieran ver mucho mejor que sus ojos, esos que seguían desconociendo a la persona que frente a ellos lloraba tan tranquilamente.
—Gracias —dijo Eva en un susurro, convencida de que su regreso a ese mundo era por la promesa que él hizo y que se había hecho realidad a pesar de que ella no confió del todo en ella—, de verdad muchas gracias.
—Yo haría todo por ustedes —aseguró el hombre que ahora era el Conde Antoine Urzette—, volvería de una y mil vidas si eso me permite volver a verlos, volver a protegerlos y volver a amarlos.
La mujer de piel canela asintió sin poder dejar de llorar, pues aún la confusión la estaba enloqueciendo, y la felicidad que la inundaba parecía tener el mismo propósito que la confusión: volverla totalmente loca.
» Duerme un poco más —pidió el conde tras acariciar el rostro de una joven que más parecía una adolescente—, aún tienes fiebre y, aunque me muero por hablar contigo, por abrazarte y besarte, tú necesitas descansar, porque todos, incluyéndome a mí, necesitamos que estés completamente bien.
La falsa condesa de Tremed asintió, ella también necesitaba sentirse bien, y algo en su corazón le prometía que apagar un rato su agotado y confundido cerebro le podría devolver la calma a su corazón para que no estallara de felicidad, como parecía que iba a pasar en cualquier momento.
Y es que era imposible no sentirse feliz cuando había logrado salvar a sus dos pequeños hijos de una muerte segura, porque, definitivamente, si ella no hubiera llegado al palacio de los príncipes el día que llegó, uno de ellos, o ambos, no estarían durmiendo cómodamente a su lado.