POV RIO
Hay algo profundamente irritante en la forma en que Lena se queda ahí parada después de que la corro. No levanta la voz, no se disculpa, no baja la mirada. Simplemente existe en mi espacio, respirando demasiado cerca, ocupando terreno como si yo no acabara de decirle que se largue. Y lo hace con esa frialdad calculada, esa postura impecable, ese aire de “soy una profesional y estoy en control” que me dan ganas de lanzar algo contra la pared solo para ver si se inmuta. Pero no. Ella no se inmuta por nada.
—Jódete —gruño, sin ocultar el desprecio—. Haz lo que quieras.
No espero que responda. De hecho, prefiero no escuchar su voz ni medio segundo más, porque me irrita… me irrita de una forma que no entiendo, una forma que no quiero analizar, una forma que va más allá de la simple molestia profesional. Así que me doy la vuelta antes de que mi expresión traicione algo, y camino directo a la caminadora como si necesitara llegar ahí antes de incendiarme por dentro. Y quizá sí. Quizá necesito moverme. Correr. Sentir el cuerpo doler. Vaciar la cabeza.
Me pongo los audífonos y subo la música al máximo. Rock clásico. El tipo de música que te golpea el pecho desde dentro, que cubre los pensamientos, que te obliga a enfocarte en el ritmo, no en la realidad. Porque la realidad, ahora mismo, tiene ojos verdes y expresión impenetrable, y está parada en la esquina del gimnasio revisando una tablet como si yo no existiera, como si yo fuera un simple objeto analizable, como un animal al que le van a medir los hábitos para un documental.
Empiezo a correr. El primer minuto es suave, casi automático, pero mi cabeza sigue llena. Así que aumento la velocidad. Y luego otro nivel. Y otro. Hasta que mis piernas empiezan a doler, hasta que mis pulmones arden, hasta que el sudor corre por mi espalda y puedo justificar cualquier temblor en mis manos como esfuerzo físico y no como irritación contenida.
Por supuesto, ella no se va.
Por supuesto, sigue ahí.
Por supuesto, escribe como si estuviera observando algo fascinante.
Yo no soy fascinante para ella. Y eso… eso me jode a niveles que no sabía que existían.
Las mujeres siempre reaccionan a mí. No lo digo como un halago, es simplemente un hecho. Lo veo en la manera en que se mueven cuando entro a una habitación, en cómo cambia su tono de voz, en cómo ajustan el cabello detrás de la oreja, en cómo sostienen la mirada un segundo más de lo normal. Soy un estímulo al que responden. Siempre. Incluso cuando intentan fingir lo contrario. Y ahora está Lena… que no reacciona a nada.
No se impresionó con el penthouse.
No se impresionó con mi cuerpo.
No se impresionó con la vista, ni con la tecnología, ni con el tipo de vida que llevo.
Ni siquiera parpadeó cuando abrí la puerta sin camisa.
Las únicas que no reaccionan así a mí son las que ya están enamoradas de alguien más… o las lesbianas. Y con Lena, honestamente, no sé qué pensar.
Corro más rápido, como si eso fuera a sacar la imagen de su expresión neutra de mi cabeza. Como si pudiera forzar el olvido. Como si pudiera borrar la sensación incómoda de su presencia. No me gusta cómo me altera. No me gusta cómo me tensa. No me gusta cómo me obliga a calcular mis palabras. No me gusta cómo… me descoloca.
Y después está lo otro. Lo que me enferma.
El comentario que le hice.
Sin pensarlo.
Sin planearlo.
Sin controlarlo.
Nunca pierdo el control.
Nunca digo cosas impulsivas.
Soy un maestro en manejar silencios, insinuaciones, juegos mentales.
Pero con ella… fue diferente.
¿También tienes que evaluar cómo sudo… o eso lo vemos en la cama?
¿Qué clase de estupidez espontánea fue esa?
¿De dónde mierda salió?
Justo por eso la corrí.
Porque no me gusta decir cosas que no tengo preparadas.
Porque no me gusta ser sorprendido por mis propias palabras.
Porque no me gusta la posibilidad —aunque sea diminuta— de que Lena pueda leerme, descifrarme, anticiparme.
Y lo peor es que no reaccionó.
No se puso roja.
No se alteró.
No se mostró incómoda.
Nada.
Ni una respiración temblorosa.
Ni un pestañeo fuera de lugar.
Es como si hubiera escuchado un comentario sobre el clima.
Eso me jode más que cualquier otra cosa.
Subo la velocidad al máximo.
El motor zumba, la banda avanza tan rápido que casi siento que voy a salir disparado. Pero no paro. No quiero parar. Necesito correr hasta que la imagen de sus ojos deje de meterse en mis pensamientos como una espina.
Detallo defectos. Esa es mi forma favorita de equilibrar la balanza cuando alguien empieza a parecer… relevante.
Es baja.
Demasiado baja.
Delgada, aunque no débil.
Seria.
Casi demasiado seria.
Y esa ropa… Dios.
Esos jeans ajustados, pero no para ser sexy. Es funcionalidad pura.
Y esa blusa azul claro que no intenta seducir a nadie.
Y esos lentes de armazón negra gruesos que le dan un aire de bibliotecaria que no combina en absoluto con el desastre que yo soy.
Perfecto. Defectos. Útiles. Fríos.
Así la mantengo lejos.
Así la pongo en una caja mental segura.
Aunque… nada de eso oculta que la detallé cuando llegó. Que noté la curva de su cadera. Que evalué el tamaño de sus pechos en microsegundos. Que vi el contorno de su cintura.
Y eso me enoja más.
Porque no quiero verla.
No quiero notar nada en ella.
No quiero registrarla en mi cabeza.
Cuanto menos sepa de Lena, mejor.
Pienso en planes para deshacerme de ella.
Presionarla hasta romperla.
Fácil.
Manipularla.
Aún más fácil.
Humillarla frente al consejo.
Un juego de niños.
Hacerla renunciar.
Pan comido.
Pero cada plan tiene un problema:
tendría que prestarle atención.
Tendría que estudiarla.
Tendría que interactuar con ella.
Tendría que verla más de lo necesario.
Y algo en mi interior me dice —me grita— que mantener distancia es la única forma de mantener la cordura.
Por un instante, me pasa por la cabeza algo que debería descartar al segundo, pero que se queda suspendido ahí, como humo:
seducirla.
Llevarla a la cama.
Romperla desde adentro.
Convertirla en otra historia olvidable.
Hacer que pierda la cabeza, que se enganche, que me necesite.
Y luego destruirla emocionalmente.
Fácil.
Efectivo.
Elegante.
Pero inmediatamente rechazo la idea.
Porque eso implicaría… involucrarme.
Querer tocarla.
Querer olerla.
Querer sentir su piel.
Y no.
Eso no va a pasar.
Jamás.
Aumento aún más la velocidad.
Mis piernas queman.
Perfecto.
El dolor es la única emoción que no confunde.
Sigo corriendo.
Porque si me detengo, tengo que admitir que llevo veinte minutos pensando en ella.
Y no pienso darle ese poder.
No pienso reconocerlo.
Mientras corro, una frase que no debería existir aparece en mi cabeza, clara, precisa, innegable:
Esa mujer es un problema.
Un problema serio.
Un problema que tengo que eliminar.
Antes de que elimine algo en mí.
POV LENA
Rio termina su última serie de estiramiento con un movimiento firme, preciso, esa clase de disciplina física que me sorprende que conviva con el desastre mediático que leí en sus archivos. Se seca el sudor del cuello, deja caer la toalla sobre una banca y, sin siquiera mirarme, suelta:
—Me voy a bañar. ¿También quieres registrar cómo lo hago? —dice, con una naturalidad ofensiva—. Quién sabe… igual hasta me masturbo. Puede ser un dato importante para tus notas.
Me congelo.
Literalmente.
Mi cerebro se queda en blanco por una fracción microscópica de segundo, lo suficiente para que no pueda controlar la reacción física que detesto: siento el calor subir desde el pecho hasta las mejillas, traicionándome.
Porque su comentario…
maldito sea…
no me lo esperaba.
Y porque mi mente, estúpida, humana, impulsiva, cometió el error de imaginarlo un segundo —un solo segundo— antes de poder frenarse.
Y ese segundo basta para que mi cuerpo reaccione sin permiso.
Siento el rubor encenderse.
Lo odio.
Lo sofoco.
Lo entierro.
Pero ya está ahí.
Y Rio, por supuesto, lo nota.
Se voltea hacia mí lentamente, como un depredador que acaba de descubrir un movimiento minúsculo en su presa. Sus ojos azul-grisáceos se abren apenas, sorprendiéndose, y luego… esa sonrisa aparece.
Una sonrisa maliciosa, peligrosa, afilada.
Una sonrisa que dice “te atrapé”.
No.
No.
No voy a permitir que eso quede así.
Me enderezo, levanto el mentón y obligo a mi voz a salir firme, aunque mi estómago esté completamente revuelto.
—Puede ahorrarse los detalles —respondo, sin apartarle la mirada—. No necesito conocer sus gustos ni sus… fetiches. No son relevantes para mi trabajo.
Lo digo con toda la frialdad profesional que puedo reunir.
Pero siento el pulso en la garganta.
Siento el calor en la piel.
Siento que mi respiración se volvió un poquito más corta de lo que debería.
Rio ladea la cabeza, evaluándome, y su sonrisa se amplía como si hubiera descubierto oro en un sitio donde juraba que no había nada. Su orgullo, su ego, su arrogancia… se hinchan. Puedo verlo.
Me detesto por darle ese segundo de ventaja.
Ese segundo diminuto donde imaginé algo que no debía.
Ese segundo que no voy a repetir.
Él chasquea la lengua, como disfrutando el sabor de mi reacción.
—Interesante —murmura, sin quitarme los ojos de encima.
Roland, que estaba ajustándose una muñequera.
Yo tomo aire.
Lo sostengo.
Lo dejo salir despacio.
Me obligo a recuperar mi compostura, paso a paso, con disciplina quirúrgica. No voy a darle el gusto de verme alterada. No voy a repetir la reacción. No voy a permitir que un comentario s****l —tan vulgar, tan innecesario, tan calculado para molestarme— me vuelva a tomar por sorpresa.
La parte profesional de mí se impone.
Y también la parte orgullosa.
Y la parte que odia perder.
—Voy a continuar con mis notas —digo, controlada, estable, como si todo lo anterior no hubiera existido—. Avíseme cuando continúe su rutina diaria, señor Dirztan.
Él me dedica una última mirada lenta.
Descarada.
Evaluadora.
Y sé perfectamente lo que está pensando:
que captó una grieta.
que logró romperme un poco.
que puede usar eso.
No lo permitiré.
Aunque mi piel todavía tenga calor.
Aunque aún sienta el eco de la imagen involuntaria que mi cerebro formó.
Aunque su olor —una mezcla de jabón, sudor y algo más cálido, más humano— siga instalado en mis sentidos.
No va a volver a pasar.
Rio asiente, satisfecho consigo mismo, y se dirige a la salida del gimnasio con la toalla colgando del hombro, sin prisa, como si acabara de ganar un juego que él mismo inventó.
Roland lo sigue con una expresión divertida, murmurando algo como:
—Día uno… y esto ya se puso bueno.
Yo cierro los ojos un momento, tomo mi pluma, abro mi libreta y escribo la primera línea del día:
“Objetivo 1: No permitir que Rio Dirztan controle la narrativa de esta dinámica.”
Y, por supuesto:
“Objetivo 2: Nunca volver a darle una reacción.”
POV EXTRA: MONA
Estoy limpiando la barra, pensando en qué demonios voy a preparar de desayuno para el muchacho cuando escucho pasos detrás de mí. No son pasos pesados de hombre, ni esos caminados de mujer con tacón de quince centímetros que hacen clac clac como si vinieran a un casting para ver quién se escucha más desesperada.
No, estos pasos son… suaves. Normales. Humanos.
Volteo.
Y casi me atraganto con mi propia saliva.
Una mujer.
Una mujer en el penthouse.
En el penthouse del joven Dirztan.
Cinco años trabajo aquí.
Cinco.
Y jamás he visto una sola mujer cruzar este umbral.
Ni una.
Ni amigas, ni ligues, ni “sobrinitas” de nadie, ni nada.
El muchacho es más receloso que un dragón encima de su tesoro.
Apenas deja entrar repartidores, y solo si yo estoy presente.
Pero ahí está.
Parada en medio de la estancia.
Y lo peor —o lo mejor— es que es bonita.
Bonita de verdad.
Bonita decente.
Porque sí, lo digo sin pena:
las mujeres con las que suele salir en revistas, esas que posan con él como si fueran trofeos o accesorios…
se ven bien putas.
Así, clarito.
Dios sabrá perdonarme, pero yo no.
Todas traen vestidos que parecen vendados, pestañas que podrían volar solas y bocas tan infladas que dan miedo.
Todas con la misma mirada de “mírame, mírame, soy importante”.
Todas con ese perfume barato que huele a azúcar quemada y desesperación.
Pero esta muchacha…
no trae nada de eso.
Jeans.
Blusa sencilla.
Cabello recogido en una coleta limpia.
Casi sin maquillaje.
Ojos verdes, serios, atentos.
La belleza que no grita.
La belleza que no está intentando impresionar a nadie.
Ay, caray… ¿de dónde salió esta criatura?
—Buenos días —me dice, con una sonrisa que se siente real.
Y yo, que he pasado años viendo al joven Rio entrar y salir con cara de estrés, mandíbula apretada y ese humor seco que solo se suaviza un poco conmigo…
me sorprendo.
Porque esta chica no viene cargando ansiedad.
Ni superficialidad.
Ni interés en el dinero del muchacho.
Es… normal.
Y en esta casa, ser normal es un acontecimiento.
Me dice su nombre. Lena.
Hasta el nombre es bonito.
Nada de “Britanny”, “Leexxie”, “Katiaaa con triple A”.
No.
Lena.
Corto, elegante, respetable.
La observo mientras acomoda una mochila y revisa una libreta.
El muchacho Rio siempre me trata bien, eso sí.
Dentro de todo su mal humor, estrés y arrogancia, conmigo es respetuoso.
No me habla feo, no grita, no exige tonterías.
Pero está tenso siempre.
Siempre con esa aura de “si me tocas, muerdo”.
Un muchacho complicado, pero no malo.
Y ahora veo a esta mujer y Dios…
lo contraste es tan fuerte que hasta me da risa.
Roland aparece detrás, con esa sonrisa suya de “hola, mi nombre es peligro”.
Ese siempre anda pensando con la entrepierna, yo lo conozco bien.
Lo saludas y en su cabeza ya estás desnuda.
Classic Roland.
Pero la muchacha ni lo ve.
Nada.
Ni media pestaña movida.
Ni una sonrisita coqueta.
Nada.
Y eso… ay, eso sí me hace sonreír.
Porque las otras mujeres siempre se le pegan a Roland también, como si él fuera el premio de consuelo si Rio no las pela. Las veo en las noticias de r3d3s, siempre cazan a alguno de los dos.
Ridículas.
Todas.
Pero esta niña…
esta niña parece que vino a trabajar de verdad.
Que no está cazando fortuna.
Ni atención.
Ni fama.
Mientras preparo té por cortesía, la observo de reojo.
El contraste entre ella y las mujeres de revista es tan enorme que hasta me siento mala al pensarlo… pero qué carajo, lo pienso igual:
Esta sí parece mujer.
Las otras parecen anuncios ambulantes de cirugía plástica.
Y también lo pienso —aunque no debería—:
ojalá esta sí le dure.
Ojalá esta le meta un buen susto al joven para que se calme.
Porque él lleva años viviendo como si lo persiguiera su propio apellido, siempre a la defensiva, siempre cuidándose de todos.
Pero esta…
esta trae un aire de paz que hasta me relaja a mí.
Mientras sigo con mis tareas, no puedo evitar reírme por dentro.
Porque si Rio se dejó afectar por esta mujer —aunque sea un poquito—
esta casa se va a poner muy divertida.
Y yo amo el chisme silencioso.
El de primera fila.
El que solo yo veo.
Que Dios me dé salud para verlo todo.
Porque aquí, con esta mujer decente entrando por la puerta…
el drama apenas está empezando.