POV LENA
Lo escucho antes de verlo: el golpe seco de las pesas contra el suelo, el ritmo constante del aire contenido y liberado, ese tipo de respiración que solo tienen los hombres que entrenan duro y con rabia. Cuando entro de nuevo al gimnasio, Roland está ajustando las correas de una máquina, pero la mirada de ambos se gira hacia mí como si acabara de interrumpir un ritual. Rio está de espaldas, sin playera, marcado por un sudor que no resta atractivo sino que lo multiplica, como si su cuerpo supiera exactamente cómo lucir provocador incluso sin proponérselo. Su espalda se expande y se contrae con una fuerza que me hace entender por qué la mitad de Europa quiere acostarse con él… y por qué la otra mitad teme enfrentarlo.
No me permito detenerme en nada de eso.
Solo sigo avanzando, libreta en mano, respirando hondo para mantenerme enfocada.
Roland me sonríe como si supiera algún chiste interno que yo no. Rio, en cambio, ni siquiera disimula su disgusto; me observa como si yo fuera una intrusa en un templo al que nadie tiene permiso de entrar. Y en cierto modo lo soy. Este penthouse, este gimnasio, esta vida… todo esto es territorio de él, y apenas cruzar la puerta siento un reconocimiento instintivo: Rio Dirztan es el tipo de hombre que marca espacios, territorios, personas. Me pregunto cuántas mujeres han visto este lugar. Probablemente ninguna. Puedo sentirlo en el aire: él no comparte su mundo privado. No comparte nada que pueda tornarse vulnerable.
Quizá por eso le molesta tanto mi presencia.
Me coloco en una esquina del gimnasio, saco la tablet y comienzo a escribir. Solo hago anotaciones objetivas, observaciones básicas: disciplina física, alta resistencia, comportamiento territorial. Nada ofensivo. Nada subjetivo. Nada personal.
—Vaya —dice Rio, con esa voz grave que siempre suena a advertencia más que a saludo—. ¿También vas a tomar nota de cómo entreno?
No respondo. No porque me intimide, sino porque estoy concentrada.
Es entonces cuando lo escucho acercarse.
No lo veo todavía, pero lo siento. Su sombra se proyecta sobre mi libreta y ahí me veo obligada a levantar la mirada.
Su cercanía es absurda.
Está demasiado cerca.
Demasiado grande.
Demasiado intenso.
La piel aún húmeda, el torso desnudo, el calor corporal que desprende es el tipo de calor que envuelve y domina espacios. La mezcla de colonia costosa con sudor fresco es una combinación peligrosa; no hay razón científica para que el cuerpo reaccione a ciertos olores, pero lo hace igual, como si algo primitivo despertara. Me esfuerzo por ignorarlo.
Rio inclina la cabeza, estudiándome. Sus ojos azul-grisáceo se clavan en los míos, intensos, arrogantes, calculados. Es una mirada hecha para arrinconar.
—¿También tienes que evaluar cómo sudo… o eso lo vemos en la cama? —pregunta con un tono tan descaradamente provocador que incluso Roland deja caer una mancuerna al piso.
No reacciono.
Ni un milímetro.
Por dentro me recorre un relámpago de sorpresa seguido de irritación, pero mi rostro permanece neutral. Él quiere eso: sorprenderme, incomodarme, hacerme retroceder. Y sé perfectamente por qué. Necesita que yo falle para justificar correrme.
Necesita que muestre interés o debilidad para poder atacarme. Es su estrategia. Lo he visto en hombres como él mil veces: poderosos, hermosos, conscientes de que el mundo entero se doblega ante ellos. Y Rio no solo lo sabe… lo exige.
Doy un paso hacia adelante, no hacia atrás.
Le sostengo la mirada.
Lo obligo a retroceder un par de centímetros, solo porque yo invadí su espacio con la misma fuerza con la que él intentó invadir el mío.
—Si quisiera evaluarlo en la cama, créame que ya me habría retirado de este gimnasio —respondo con un tono tan seco como el filo de un bisturí—. Prefiero ambientes menos… saturados de ego.
Roland suelta una carcajada que intenta ocultar tosiendo. Rio no se mueve. Ni siquiera respira por un segundo. Sus ojos se endurecen, y puedo ver cómo algo hiere su orgullo. No es común que alguien le responda. Mucho menos una mujer que él no puede seducir en veinte segundos.
Así que vuelve a acercarse.
Más.
Demasiado.
Queda frente a mí, tan próximo que puedo ver la diminuta gota de sudor que se desliza desde su clavícula hasta la línea de su abdomen. Puedo sentir el calor de su cuerpo, fuerte y abrumador, como si toda la energía de él irradiara contra mí en una oleada que no debería afectarme… pero lo hace. No por deseo, sino por intensidad. Rio es un imán, incluso cuando intenta aplastarte con su presencia.
Pero yo he crecido con cinco hermanos.
Yo sé lidiar con machos alfa desde que tengo uso de razón.
Rio Dirztan no es nada comparado con las peleas que he tenido que frenar entre ellos, ni con los gritos, ni con la violencia contenida, ni con las personalidades impulsivas que aprendí a manejar desde niña.
No retrocedo.
Jamás retrocedo.
—Te advierto algo, Lena —dice él, con la voz más baja, profunda y masculina que le he escuchado—. No me gusta que se metan en mi vida. Y tú ya cruzaste esa línea entrando aquí.
—Yo no crucé nada —respondo—. Su familia lo hizo. Yo solo cumplo mi trabajo, señor Dirztan.
—Me vale tu trabajo —escupe él, sin levantar la voz, pero con una furia contenida que vibra en el aire.
—Y a mí me valen sus berrinches millonarios —contesto sin perder el tono neutral—. Si quiere que deje de tomar notas, deje de darme motivos para tomarlas.
Ahí sí veo algo romperse en su mirada.
Un golpe a su ego.
Un recordatorio de que no controla todo lo que cree controlar.
Rio da un paso más, casi pegándose a mí, como si quisiera atravesarme con la mirada.
Pero yo no me muevo.
El aire es fuego entre nosotros.
Roland carraspea al fondo, incómodo.
—Bueno… chicos… quizá…
No le prestamos atención.
Rio me mira como si fuera una amenaza.
Yo lo miro como si fuera un caso clínico interesante.
Esa mezcla lo enloquece.
—Felicidades, señorita West —dice finalmente, con una sonrisa ladeada que no tiene nada de alegría—. Te ganaste el premio del día.
—¿Cuál? —pregunto.
Él levanta la mano y señala la puerta con la barbilla.
—Que te largues de mi penthouse.
Ahí está.
El rugido.
La patada al ego herido.
El hombre que no soporta que una mujer no caiga en su poder.
Yo cierro mi libreta lentamente.
No digo nada.
Solo lo miro.
Firme.
Inquebrantable.
Y eso parece provocarlo aún más que mis palabras.
La guerra ha comenzado.
POV RIO
La puerta todavía está vibrando por la fuerza con la que le dije que se largara, pero ella no se mueve. No da un solo paso atrás. Sigue ahí, clavándome esos ojos verdes que se sienten como un puto espejo que no pedí. Y sí, claro que me enoja. Me jode en lo más profundo. No porque quiera impresionarla —no soy tan básico— sino porque me irrita la manera en que su presencia desacomoda algo en mí que ni siquiera sabía que podía moverse.
Camino por el gimnasio de un lado a otro como una bestia enjaulada, intentando ignorar el hecho de que mi comentario fue…
Jodidamente impulsivo.
“¿Eso lo vemos en la cama?”
¿En qué carajos estaba pensando?
Ni siquiera lo pensé.
Ni siquiera lo planeé.
Se me salió.
Como si mi boca siguiera un instinto que no controlo.
La miro por el rabillo del ojo, y está ahí: firme, recta, sin alterar su respiración. Como si yo no significara absolutamente nada. Como si no acabara de sexualizar la situación a propósito. Y ella ni se inmutó. Ni un parpadeo de más. Ni una sonrisa incómoda. Ni una señal mínima de que el comentario la movió.
Y eso me enciende la sangre.
Y no en el sentido bueno.
La mayoría de las mujeres reaccionan.
Se tensan, se sonrojan, se ríen, se hacen las ofendidas.
Pero reaccionan.
Lena West no.
Lena West es un muro impenetrable.
Una máquina de control que no pestañea ni aunque le sople fuego en la cara.
Y lo peor es que no sé si no reacciona porque no siente nada…
o porque es demasiado buena ocultándolo.
—Te dije que te largaras —repito, ahora más bajo, más frío, como si eso pudiera recuperar algo de control.
Ella no se mueve.
Ni siquiera se acomoda el cabello.
Solo me ve. Y esa mirada tiene un filo que me atraviesa.
—No puedo irme —dice con esa calma irritante—. Mi contrato lo determina su familia, no usted.
Ahí está.
El golpe en el orgullo.
Directo.
Sin anestesia.
Me río entre dientes, pero no de humor.
De rabia.
De frustración.
De esa sensación que no debería estar sintiendo: pérdida de control.
—Pues yo soy la persona a la que vas a seguir —escupo—. Y te estoy diciendo que salgas.
Ella aprieta ligeramente la mandíbula. Apenas. Una microexpresión casi invisible. Pero yo la veo. Claro que la veo. Estoy empezando a leerla demasiado bien… y no sé si eso me gusta o me enoja más.
—No trabajo bajo sus berrinches, Rio —responde, usando mi nombre como si lo tirara al piso—. Trabajo bajo resultados. Y usted no los está dando.
Me acerco un paso.
Ella no retrocede.
Ni un centímetro.
Puedo sentir su respiración. Puedo olerla. Huele a jabón neutro y a algo fresco, limpio. Nada que ver con las mujeres que normalmente tengo cerca, llenas de perfume caro y promesas que nunca cumplo. Lena no huele a deseo. Ni a interés. Huele a disciplina. Y eso me irrita porque mi cuerpo reacciona igual. No debería, pero lo hace.
Estira la barbilla, sin miedo.
Como si fuera más alta que yo.
Como si pudiera ganarme esta pelea silenciosa.
—¿Qué carajos quieres demostrar? —pregunto, apenas rozando su espacio personal—. ¿Que no te intimido?
—Me intimida más mi hermano menor cuando maneja borracho —responde—. Usted es solo un hombre enojado porque por primera vez alguien le dice que no.
El aire se me parte en dos.
La sala se queda en silencio.
Roland hace un sonido ahogado, como si hubiera tragado un ladrillo.
La miro.
Con fuerza.
Con toda la intensidad con la que estoy acostumbrado a que la gente baje la cabeza.
Pero ella no baja nada.
Nada.
Y lo peor es que no está equivocada.
Eso me irrita más.
Quiero hacerla reaccionar.
Quiero ver un temblor, un parpadeo, una señal de que no es de piedra.
Cualquier emoción.
Cualquier cosa.
—¿Y qué sabes tú de mí, Lena? —le digo, acercándome todavía más, casi tocando su frente con la mía—. ¿Qué mierda puedes analizar en una sola mañana?
Ella me sostiene la mirada con una seguridad que no debería tener.
—Lo suficiente —responde—. Sé que detesta perder control. Sé que huye de cualquier cosa que lo haga sentir vulnerable. Sé que sexualiza para desviar. Y sé que acaba de intentar intimidarme porque no soporta que yo no reaccione como las demás.
Mi respiración falla un segundo.
Involuntariamente.
No porque le crea.
Sino porque lo dice con una claridad que duele.
Como si hubiera vivido dentro de mi cabeza.
—No tienes idea de quién soy —gruño, con voz baja, áspera, rota por algo que no quiero reconocer.
—Créame —responde ella—. Si supiera quién es de verdad, estaría mucho más preocupada por usted que su propio abuelo.
Y ahí lo hace.
Ahí toca el punto exacto.
El punto prohibido.
No sé cómo lo sabe.
No sé cómo lo ve.
Pero lo ve.
Y lo odio.
Odio que pueda leerme.
Odio que pueda clasificarme.
Odio que pueda entrar en un lugar donde nadie tiene permiso.
—Estás despedida —digo entonces, casi sin voz—. Lárgate.
Ella no se mueve.
—No estoy aquí para agradarle —contesta, clavándome esos putos ojos verdes—. Estoy aquí para que deje de destruir su propia reputación.
Es como una maldita bomba en medio del gimnasio.
Y yo…
yo no tengo respuesta.
Porque no sé si estoy más enojado con ella
o conmigo mismo.
Roland aplaude una vez, rompiendo el silencio como un idiota diplomático.
—Bueno… ¿desayuno? —dice, forzando una sonrisa que apenas puede contener las ganas de reírse—. Tengo hambre, y ustedes dos van a matarse si siguen así.
Lena se gira, recoge su tablet y su libreta, y camina hacia la salida sin volver a mirar atrás.
Y por primera vez en mucho tiempo, me quedo ahí parado, sin saber qué diablos acabo de permitir que pasara.
Frustrado.
Ardido.
Y absurdamente consciente de cada palabra que salió de su boca.
Y eso…
eso sí que me jode.
POV ROLAND
Hay días en los que entrenar con Rio se siente como entrar a una cámara de tortura emocional donde soy testigo y víctima al mismo tiempo. Hoy es uno de esos días. Él está de mal humor desde que se levantó, y créeme, cuando Rio Dirztan está de mal humor, hasta el aire se siente más pesado. Pero incluso así, la energía en este penthouse tiene algo diferente… y puedo señalar la causa con solo seguir la dirección de sus ojos cada dos minutos.
Lena West.
La pequeña sombra profesional, disciplinada y de mirada verde que llegó a joder la rutina de mi mejor amigo… y de paso, la mía.
Estoy haciendo press militar cuando la veo de reojo. Tiene la espalda recta, las piernas cruzadas, la tablet apoyada sobre el muslo y la libreta a un lado. Se ajusta los lentes de armazón n***o con un gesto suave, casi automático, y por un segundo imagino cómo se vería sin ellos. No lo digo en voz alta, obviamente. No soy idiota. Pero es imposible no notarla. No por su ropa —que es tan poco llamativa que casi parece uniforme— sino por su presencia. Tiene ese tipo de aura que dice “no me rompo”, y tú sabes que yo tengo debilidad por las personas difíciles de descifrar.
No estoy diciendo que la quiera en mi cama.
Bueno… no de inmediato.
Primero la leería. La entendería.
Vería si vale la pena.
Pero mientras la observo, una idea pasa por mi mente: podría invitarla a cenar, tomar un vino, quizá tener una conversación decente. Ella parece el tipo de mujer que podría callarme con una frase inteligente, y eso… eso es sexy en un sentido retorcido.
Pero esa idea se esfuma en cuanto escucho a Rio abrir la boca.
El tono.
La postura.
La forma en que se mueve.
Lo reconozco de inmediato: está entrando en modo depredador. No para seducirla, no. Rio no seduce cuando está así. Él ataca. Él prueba. Él empuja límites para ver dónde está la grieta. Y cuando Lena levanta la vista hacia él, puedo ver cómo él…
se tensa.
Y no por competencia.
No por molestia.
Por algo más.
Algo que Rio jamás admitiría.
Detengo la pesa en el aire y observo como quien presencia un accidente de auto en cámara lenta. Rio le lanza un comentario lascivo sin pensarlo dos veces, y juro por Dios que casi dejo caer la mancuerna. No porque sea inapropiado —Rio es inapropiado por naturaleza— sino porque… él no sexualiza a sus enemigas. Él no tiene que hacerlo. Él destruye. Él intimida. Él hiere.
Pero nunca usa ese tono con alguien a quien realmente quiere ver fracasar.
Y ahí es cuando lo entiendo.
El cabrón perdió el control.
Por un segundo mínimo.
Pero lo perdió.
Y Lena…
Lena le responde como si fuera un niño berrinchudo.
La mandíbula de Rio se endurece. Sus hombros se tensan. Puedo ver cómo su respiración cambia. Es casi gracioso.
Casi adorable.
Casi.
Mientras ellos intercambian fuego cruzado, dejo la pesa a un lado y cruzo los brazos, disfrutando la escena como quien disfruta un espectáculo privado. Ella no retrocede. Ella no cede. Ella le habla como si él fuera un mortal común y corriente, no el heredero Dirztan, no el hombre que puede hacer temblar a un mercado entero con solo firmar un documento.
Y Rio…
Rio se ahoga en su propio ego herido.
Ve cómo ella lo mira sin miedo.
Ve cómo no se inmuta.
Ve cómo no reacciona a su físico, ni a su sarcasmo, ni a su poder.
Y eso lo rompe.
Él lo odia.
Y yo…
yo lo disfruto.
Porque jamás había visto a mi amigo así.
No con una mujer.
Nunca.
Ni siquiera con las que decía “apreciarr”.
Ni con las que decía “desear”.
Ni con las que usaba para olvidar su vida miserablemente estructurada.
Cuando él la corre —porque claro que lo hace— yo sé que no la está echando por incompetente.
La está echando porque perdió.
Perdió esa pequeña batalla emocional que solo él estaba jugando.
Y cuando ella lo enfrenta…
cuando le devuelve el golpe sin temblar…
cuando le deja claro que no le tiene miedo…
Yo casi me atraganto de la risa.
No lo hago por respeto.
No.
Lo hago porque quiero vivir para seguir viendo esto.
Rio está rojo.
No de vergüenza.
De rabia.
De frustración.
De algo más que no tiene nombre.
Y entonces Lena remata con ese comentario final.
Ese que corta el aire, la paciencia y el ego de Rio en una sola línea.
Y ahí es donde entiendo que esto ya no es divertido.
Esto es fascinante.
No porque crea que Lena es para Rio.
No porque esté ciego y piense que mi amigo se está enamorando.
Eso no va a pasar. Rio Dirztan no ama. Rio Dirztan no siente. Rio Dirztan solo rompe cosas, como buen Dirztan.
Pero hay algo diferente:
Ella es la primera persona que le genera una reacción involuntaria.
La primera persona que toca un punto que Rio no controla.
Y la primera mujer que Rio no quiere que yo toque.
Ese detalle me llamó la atención desde anoche.
Cuando le dije, medio en broma, que podría intentar seducirla.
La reacción de mi amigo fue inmediata.
Rápida.
Tajante.
Demasiado emocional para su patrón habitual.
Él lo disfrazó de estrategia.
De plan.
De “necesito que renuncie”.
Pero yo lo vi.
Lo vi en sus ojos.
Lo que sentí fue… posesión.
La más mínima chispa.
Pero estaba ahí.
Y eso me obliga a bajar la guardia.
Yo no juego con lo que él considera suyo.
Jamás.
No porque me dé miedo Rio, sino porque conozco la oscuridad que lleva dentro.
Una que solo he visto dos veces en mi vida.
Una que destruye.
Así que decido dejar de verla como un posible entretenimiento nocturno.
Y empiezo a verla como lo que realmente es:
Un rompecabezas.
Un desafío interesante.
Una llave que abre una parte de Rio que jamás pensé que existía.
Y algo más.
Algo personal.
Quiero entenderla.
Quiero saber cómo piensa.
Cómo reacciona.
Cómo procesa las cosas.
Porque si voy a ayudar a Rio a no autodestruirse…
o si voy a verlo caer de la forma más entretenida posible…
Necesito saber quién diablos es esta mujer que le hace perder la compostura con solo respirar cerca de él.
Cuando digo lo del desayuno, ambos reaccionan como si hubiera roto un hechizo. La tensión es tan espesa que podría cortarla con una pesa de diez kilos. Y mientras ellos siguen discutiendo en silencio con los ojos, yo ya estoy tomando una decisión:
Voy a observar.
Voy a analizar.
Voy a entender.
No a Lena.
No a Rio.
A ellos juntos.
A lo que desencadenan.
A lo que destruyen.
A lo que despiertan.
Porque esta historia no está empezando con atracción.
Ni con romance.
Ni con curiosidad.
Está empezando con guerra.
Y yo…
a mí me encantan las guerras donde no tengo que sangrar.