POV LENA
Duermo poco. No porque tenga insomnio, sino porque mi cabeza no deja de pensar. A las seis de la mañana ya estoy despierta, con el corazón acelerado y esa mezcla de ansiedad y determinación que me empuja a moverme aunque el cuerpo me pida cinco minutos más. El aire helado de Ginebra se cuela por las rendijas del hotel, así que agradezco la calidez artificial de la calefacción. Enciendo la cafetera y me preparo para el día más importante de mi carrera.
Me ducho y elijo la ropa con calma, cada prenda pensada para proyectar autoridad sin exagerar. Me pongo una blusa blanca perfectamente planchada, un saco azul oscuro que cae justo sobre la cadera, pantalón de vestir del mismo tono, y unas botas elegantes sin tacón alto —porque la comodidad también es poder—. Recogo mi cabello en una coleta alta para despejar el rostro y aplico mi toque personal: labial rojo. Firme. Seguro. Como si con ese color pudiera recordarme quién soy si las cosas se complican.
Mis lentes de armazón n***o descansan sobre la mesita; me los pongo y miro mi reflejo en el espejo. Mis ojos verdes me devuelven la mirada con una determinación que apenas disimula el nerviosismo. No veo miedo. Veo concentración. Veo a Lena West, lista para enfrentar al heredero más indisciplinado de toda Europa.
Tomo mi portafolio, respiro hondo y salgo del hotel. El taxi me deja frente a la Torre Dirztan media hora después. El edificio se alza sobre la ciudad como una joya pulida, de esas que solo se pueden mirar, no tocar. Vidrios espejados, líneas limpias, un diseño tan elegante y preciso que casi impone silencio.
En la planta baja está la joyería, un paraíso de mármol blanco con vetas doradas y vitrinas suspendidas en bases de vidrio. Todo brilla con una luz medida, calculada. No hay música, solo un hilo sonoro sutil y el aroma a jazmín caro. Las vendedoras se mueven con la elegancia de bailarinas entrenadas, impecables de pies a cabeza. En una esquina, una pareja observa un collar de zafiros como si fuera un simple detalle cotidiano. Así es el lujo verdadero: no grita, respira.
A la derecha están los elevadores y, junto a ellos, un mostrador con una recepcionista tan perfecta que parece parte del decorado. Cabello recogido, labios color cereza y una sonrisa diplomática. Me acerco.
—Buenos días, soy Lena West. Tengo una cita con el señor Rio Dirztan —digo con la voz firme, aunque por dentro todavía intento acostumbrarme al peso de ese apellido.
La mujer teclea rápido y asiente.
—Sí, la esperábamos. Bienvenida a Torre Dirztan.
Me extiende una tarjeta. La tomo y leo mi nombre impreso junto a una palabra que me llama la atención: “Válido por un día.” Alzo una ceja.
—¿Por un día? —pregunto, intentando mantener el tono neutro.
—Así es —explica amable, aunque todo suena ensayado—. Por protocolo, todos los visitantes deben renovar su pase a diario. Expira a las ocho de la noche.
—Entiendo —respondo, aunque por dentro me pregunto si esa “renovación diaria” es una forma elegante de control.
Ella sonríe, pero antes de que me retire, agrega algo más:
—Ah, y un detalle, señorita West. Para acceder al nivel ejecutivo, su llegada será anunciada. Solo el señor Dirztan puede autorizar su entrada definitiva.
Me limito a asentir. No es el momento de discutir jerarquías. Paso el pase por el lector. El ascensor se abre con un sonido metálico y subo. Dentro, mi reflejo me observa con el mismo aire inquisitivo que anoche.
“¿Qué haces aquí, Lena?”, me pregunto mentalmente.
“Trabajando”, respondo en silencio, y aprieto el portafolio contra el pecho.
Las puertas se abren en el último piso y siento un cambio inmediato en el aire. Más frío. Más silencioso. Más… caro. El suelo ya no es de mármol, sino de madera oscura perfectamente pulida. Las paredes están decoradas con paneles de cristal esmerilado y arte moderno. En el centro, una escultura plateada flota sobre una base negra con el logo DIRZTAN grabado en acero. Bajo él, una frase: “Eterna perfección.” Sonrío con ironía. Qué apropiado.
El lugar parece otro mundo. Cada detalle exuda exclusividad. Los sillones de cuero gris, las lámparas minimalistas, los ventanales enormes que dejan ver Ginebra extendiéndose como un mapa de luces. Es un reino en las alturas, donde cada paso resuena con un eco de poder. Camino con paso firme, fingiendo que no me intimida.
Una asistente se acerca: rubia, alta, impecable, con esa belleza precisa que da la apariencia de superioridad. No debe tener más de veintisiete años, pero su porte es de alguien que ya sabe moverse en el mundo del lujo.
—Señorita West —dice con una sonrisa cortés—, bienvenida. Soy Camille, asistente personal del señor Dirztan.
—Un placer, Camille —respondo.
—El placer es mío. El señor Dirztan la espera en la sala de juntas. Acompáñeme, por favor.
Sus tacones resuenan rítmicamente contra el piso, cada paso marcando un compás elegante. La sigo, observando a mi alrededor.
Oficinas de vidrio, empleados con trajes impecables, teléfonos sonando en voz baja. En una oficina, un hombre discute cifras; en otra, una mujer revisa planos con precisión quirúrgica. Todo es impecable, pero impersonal. Tengo la impresión de que aquí nadie respira sin permiso.
Camille se detiene frente a unas puertas dobles de cristal n***o. Gira hacia mí con esa sonrisa diplomática que no revela nada.
—Aquí estamos —anuncia.
Trago saliva. No de miedo, sino de anticipación. El corazón me da un vuelco pequeño. Me acomodo el saco, reviso que el cabello siga en su sitio y ajusto mis lentes. No sé exactamente qué voy a encontrar detrás de esas puertas, pero algo dentro de mí sabe que, cuando cruce ese umbral, mi vida va a cambiar.
Camille empuja suavemente una de las manijas cromadas. El sonido es elegante, casi teatral. Un aire distinto me envuelve: más cálido, más denso. Distingo el murmullo de un par de voces y luego, silencio.
Doy un paso adelante y la luz natural me golpea el rostro. La sala es imponente. Una mesa larga de madera oscura, ventanales que enmarcan la ciudad, sillas de cuero, tazas de café humeante y documentos perfectamente alineados. Hay tres hombres sentados, una mujer revisa papeles, y en el centro de todo, irradiando esa clase de presencia que no necesita presentación, él.
Rio Dirztan.
Y en ese instante lo sé: nada en mi carrera me ha preparado para enfrentar a un hombre como ese.
POV RIO
Despierto a las cuatro de la mañana. No porque tenga una alarma, sino porque mi cuerpo está programado para hacerlo. Dormir más me parece una pérdida de tiempo. El penthouse está en silencio, con las luces tenues encendidas en el pasillo. Me levanto, tomo un vaso de agua fría y camino directo al gimnasio.
El piso de madera cruje bajo mis pies. Enciendo el sistema de sonido, el que solo reproduce música instrumental, sin letras, sin distracciones. Hoy toca bíceps y tríceps. Empiezo con dominadas, luego press de banca, curl con barra, fondos en paralelas. Doce repeticiones por serie, tres series por ejercicio. El sudor me resbala por la espalda, y el corazón late con ritmo perfecto. El dolor físico me calma. Es lo único que no miente.
Cuando termino, corro cinco kilómetros en la caminadora. No lo hago por vanidad. Me mantiene enfocado. Después, nado veinte minutos en la alberca climatizada. El agua golpea mi piel y me limpia la cabeza. En el agua no existen los escándalos, ni los titulares, ni mi familia. Solo silencio.
Salgo, tomo la toalla, camino hasta la cocina. Mona ya está ahí, como cada mañana.
—Buenos días, señor Rio —dice sin mirarme, mientras sirve café.
—Buenos días, Mona.
En la barra está mi desayuno: huevos cocidos, avena, café n***o y mi batido de proteína. Tomo el batido primero.
—¿Todo listo para hoy? —pregunta con ese tono tranquilo que nunca cambia.
—Como siempre —respondo, sin levantar la vista.
Mona trabaja conmigo desde hace cinco años. Es la única persona en este edificio que entiende cuándo hablarme y cuándo no.
Después del desayuno, me ducho y me visto. Traje gris carbón, camisa blanca, corbata azul. El reloj de platino, perfume discreto, cabello peinado hacia atrás. Precisión. Orden. Control. Tres palabras que resumen mi vida.
A las siete y media, el coche me espera abajo. A las ocho en punto, ya estoy en la oficina. Reviso reportes financieros, firmo contratos, y corrijo los errores que otros no saben ver.
—¿Quién revisó este presupuesto? —pregunto sin levantar la vista.
—El departamento de marketing, señor —responde mi asistente.
—Entonces dígales que si quieren jugar con dinero, se compren un Monopoly. Aquí no.
El chico palidece y sale. No me molesta ser duro. Me molesta tener que repetir lo obvio.
A las ocho y veinte, Roland entra sin tocar, como siempre.
—¿Ya estás destruyendo almas tan temprano? —dice con su sonrisa burlona, dejándose caer en el sillón frente a mí.
—Si las almas hicieran su trabajo, no tendría que destruirlas —respondo, sin apartar la vista de la pantalla.
—Eres un encanto, hermano. —Se ríe.
—Por eso me adoran.
Roland suelta una carcajada. Es el único que puede hablarme así. Lo conozco desde antes de tener memoria. Si no fuera por su sarcasmo, probablemente el mundo sería más insoportable de lo que ya es.
—¿Qué haces aquí tan temprano? —pregunto.
—Tu abuelo me llamó. Dice que hoy conocerás a la persona encargada de limpiar tu imagen. No podía perderme eso.
Ruedo los ojos.
—¿Otra vez con esa estupidez?
—A las nueve, en la sala de juntas. No pareces emocionado.
—Prefiero una colonoscopía —murmuro.
—Apuesto a que será algún dinosaurio corporativo —dice, divertido—. Cincuenta años, calvo, con corbatas feas y la ilusión de redimirte.
—Fácil de corromper —respondo con ironía—. Un par de botellas caras, una invitación a una fiesta, y se olvida de todo.
—Lo mismo pensé —ríe—. Aunque conociendo a tu abuelo, tal vez traiga a un monje tibetano o algo así.
—Perfecto. Le haré meditar sobre sus decisiones de vida.
El intercomunicador suena. La voz de la recepcionista rompe el aire.
—Señor Dirztan, la señorita West acaba de llegar al edificio.
Silencio. Roland me mira con las cejas levantadas.
—¿Dijo señorita?
Asiento.
—Eso escuché.
Él sonríe, divertido. —Bueno, eso ya mejora mi día.
—Ni lo pienses —le advierto.
—Vamos, solo quiero conocer a la mujer que se atrevió a aceptar el trabajo de convertirte en santo.
No respondo. Miro el reloj. 8:55. Cinco minutos.
A las nueve exactas, se escucha un golpe suave en la puerta.
—Adelante —digo.
Camille entra primero. Impecable, con su traje ajustado, perfume caro, y esa mirada que me dedica como si yo fuera el centro de su universo.
—Señor Dirztan —dice con profesionalismo—, la señorita West ha llegado.
Roland sonríe de medio lado, cruzando las piernas.
Y entonces, detrás de Camille, aparece otra figura.
No sé quién es, ni por qué el aire parece más denso de pronto. Solo sé que la puerta se abre, y con ella entra algo que no esperaba.