POV RIO
Dejo la puerta abierta lo justo para que ella pueda pasar sin rozarme. No lo hago por cortesía; lo hago porque necesito observar cada milímetro de cómo se mueve, cómo respira, cómo reacciona. Lena entra sin titubear, sin desviar la mirada, sin esa pausa habitual que hacen las mujeres cuando pisan un lugar que saben que pertenece a un hombre como yo. La mayoría detiene la respiración por un segundo, como si estuvieran entrando a un templo prohibido.
Ella no.
Camina como si ya hubiera visto lo peor del mundo… y no fuera yo.
—Sígueme —digo, seco, y empiezo a caminar hacia el pasillo que conecta la sala principal con el gimnasio.
No es necesario hablar más. Prefiero el silencio.
Quiero escucharla respirar, detectar si hay algún temblor, si hay algún cambio casi imperceptible que me indique que no es tan inmune como parece. Pero el silencio no me dice nada. Ni su respiración cambia, ni el ritmo de sus pasos se desordena. Es un silencio incómodo… para mí.
Qué irritante.
Roland se disculpa diciendo que va al baño y que nos alcanza. Lo conozco: quiere observar desde afuera, quiere ver cómo reacciono sin él al lado. Me está leyendo, como siempre. Y eso también me irrita.
Cuando entramos al gimnasio privado, la luz automática ilumina las paredes negras y el equipo impecable: barras pulidas, mancuernas alineadas, tapetes perfectamente ordenados, máquinas de última generación. La mayoría de las mujeres abriría la boca, exageraría, haría algún comentario tipo “wow” que no me interesa pero que al menos confirma que entienden lo que significa entrenar en un espacio que cuesta más que un departamento completo.
Lena mira alrededor una sola vez.
Una.
Como si estuviera evaluando un laboratorio.
Luego saca su tablet y su libreta.
Ni un comentario.
Ni una curva en la boca.
Ni un suspiro.
Perfecto.
La científica del desastre.
Me quito un poco más la tensión de los hombros, giro el cuello y empiezo mi calentamiento. Sé que ella mira, porque se supone que vino a observarme… pero siento su atención más en los detalles, en los tiempos, en las acciones, que en mí. Es extraño. Ninguna mujer se resiste a mirar más de lo necesario cuando entreno sin camiseta. Ninguna.
Pero ella…
Nada.
Quizás no le gustan los hombres. La idea me cruza la mente sin filtro.
Tal vez es lesbiana.
Eso explicaría por qué me mira igual que a una tostadora industrial.
Aunque… no. Hay otra cosa. Una resistencia consciente. Una disciplina irritante. Como si decidiera no reaccionar por pura terquedad.
Me frustra. No debería. Pero lo hace.
—¿Vas a quedarte ahí parada todo el tiempo? —pregunto mientras agarro la barra para las primeras dominadas.
—Estoy observando —responde sin levantar la vista de su tablet.
La muy hija de…
Lo dice como si yo fuera un experimento.
Como si mis músculos, mi cuerpo, mi fuerza, mis hábitos, todo lo que normalmente altera a una mujer, fueran simplemente… información.
Me cuelgo de la barra. Hago repeticiones más lentas, más intensas. Quiero forzar algún tipo de reacción. No lo admito ni de broma, pero lo intento.
Nada.
Ni me mira.
Roland entra finalmente, tallándose la cara.
—¿Listos? —pregunta.
—Cuando quieras —respondo, cargando la barra con discos adicionales.
Entrenamos juntos como en los viejos tiempos. Sin hablar demasiado, pero entendiendo cada movimiento del otro. Él se ríe de mis malas caras, yo me burlo de su falta de resistencia, él exagera un esfuerzo para hacerme reír. Funcionamos. Somos un dúo de caos ordenado.
Mientras hacemos press de banca, él comenta:
—No sabía que había público hoy —dice, mirando de reojo hacia Lena.
—No comentes —respondo sin voltear.
—Solo digo que no es común ver a una mujer aquí —agrega, con esa sonrisa que lo delata.
—No está aquí por mí —replico, cargando la barra de nuevo.
—Oh, claro que no —dice, divertido—. Está por tu reputación.
La dejo caer con fuerza controlada. Siento su risa en el ambiente.
Lena sigue escribiendo.
Sus lentes de armazón n***o resaltan demasiado en ese rostro tranquilo. Maldita sea. Cada vez que levanto la mirada, ahí están esos ojos verdes. Pero no están sobre mí.
Están sobre la pantalla.
Sobre el cuaderno.
Sobre el tiempo.
Sobre cualquier cosa menos yo.
Siento algo extraño. Una irritación que no identifico. No es rechazo. No es deseo. Es… una mezcla entre desafío y curiosidad involuntaria.
La observo cuando cree que no la veo. Es compacta, profesional. Sus dedos se mueven rápido. Cada tanto levanta la mirada, pero nunca hacia donde estoy yo. En algún momento, Roland hace un comentario vulgar, y ni así se inmuta.
¿De verdad no hay nada que la impresione?
¿Ni mi físico, ni mi dinero, ni mi penthouse, ni mi poder, ni el hecho de estar en el ático más caro de toda Ginebra?
Ridículo.
La gente así no existe.
Algo debe romperla. Algo la debe tocar. Algo debe desordenarle el mundo.
Y entonces ocurre.
Un sonido corta el ambiente.
Su teléfono.
Roland y yo giramos al mismo tiempo, como si fuera un disparo. Lena levanta la vista hacia la pantalla. Y por primera vez… algo cambia.
Sonríe.
Y no una sonrisa cortés, no una mueca profesional, no un gesto diplomático.
Sonríe con calidez.
Con… alivio.
Con algo que me molesta no poder descifrar.
Es una sonrisa personal.
Genuina.
Real.
Y sé inmediatamente que no es para mí.
Ni para Roland.
Ni por nada relacionado con este maldito proyecto.
Es para alguien más.
Ella toma el teléfono, se pone de pie con suavidad y sale del gimnasio sin mirar atrás. Cierra la puerta lentamente, dejando el espacio lleno de un silencio extraño.
Yo sigo viendo la puerta cerrada.
Sintiendo algo en el estómago que no debería sentir.
Algo parecido a molestia.
O incomodidad.
O… ¿celos?
No. No. No. No soy tan idiota.
Pero esa sonrisa…
Esa sonrisa fue demasiado real para mi gusto.
—Bueno —dice Roland, secándose con la toalla—. Eso fue interesante.
Lo miro con irritación.
—Cállate.
Pero él sonríe igual.
Y yo sigo viendo la puerta por donde salió Lena, con esa sonrisa grabada en la cabeza como una falta de respeto que no puedo explicar.
POV LENA
Apenas cierro la puerta del gimnasio detrás de mí, el aire me entra distinto. Como si en ese espacio enorme, silencioso y caro, hubiera estado respirando a medias. El teléfono sigue vibrando en mi mano y, cuando veo el nombre en la pantalla, la sonrisa me sale sola.
Noah.
Contesto de inmediato.
—¿Dónde estás? —pregunta sin saludar, con su voz rápida y ansiosa—. ¿Por qué suena eco? ¿Te metiste a un edificio abandonado? ¿Estás bien?
Me río. Verdaderamente me río, y es la primera vez que lo hago desde que entré a ese penthouse que parece sacado de una revista de gente con demasiado dinero.
—Estoy bien. Estoy trabajando —respondo, apoyándome contra la pared del pasillo.
—¿Trabajando dónde? Me dijiste que ibas a una reunión, no a un búnker de agente secreto. Suena a bóveda de banco.
—No muy lejos de eso… —susurro, mirando alrededor porque, aunque no haya nadie cerca, siento esa presencia sofocante detrás de la puerta. Como si Rio Dirztan pudiera atravesarla solo con pensar en mí.
La sensación es absurda, pero real.
La voz de Noah se suaviza un poco, y baja el ritmo:
—Solo quería saber si estás bien, Len. Dijiste que hoy empezaba la parte complicada.
—Estoy bien —repito, aunque no es del todo cierto—. Es intenso, pero manejable.
Él suspira.
—No necesitas demostrarle nada a nadie, ¿sabes? Puedes renunciar si ese trabajo es una locura.
—No voy a renunciar, Noah —digo, firme, manteniendo la voz baja—. No después de todo lo que hice para llegar aquí.
Un silencio breve, cargado de su preocupación habitual.
—Lo sé… pero te conozco, y cuando dices “intenso”, significa “estoy sobreviviendo por pura disciplina”.
Sonrío de nuevo, porque él me conoce demasiado bien.
—Solo es un hombre, Noah.
—No cualquier hombre. Ese tipo es noticia mundial cada dos días. Tú no deberías estar lidiando con un huracán ambulante.
—Es mi trabajo —repito, más para mí que para él.
Aprovecho para inspirar profundamente. Fuera del gimnasio, lejos de la mirada de Rio, mi cuerpo se afloja apenas. Adentro, la presencia de ese hombre es… abrumadora. No en un sentido romántico, ni siquiera s****l. Es como entrar a una habitación donde el aire ya está ocupado. Su mirada pesa. Su postura pesa. Su silencio pesa. Y ese penthouse…
Miro alrededor otra vez.
Es impresionante.
Perfecto.
Minimalista.
Carísimo.
Y su gimnasio privado…
Es una maravilla.
Máquinas de última generación, espacio suficiente para diez personas, clima controlado, mancuernas alineadas con precisión casi quirúrgica. Podría vivir allí dentro sin quejarme. Una parte de mí —la que ama el orden, la eficiencia y el entrenamiento disciplinado— lo admira.
La otra parte sabe que nada de eso debería impresionarme.
No cuando él lo usa como arma.
Noah vuelve a hablar:
—Solo… prométeme que si algo se siente mal, me llamas.
—Prometido —susurro.
Y lo digo en serio.
Él ha sido mi refugio desde siempre.
Mi hermano más cercano.
Mi complicidad más antigua.
Mi casa antes de tener una propia.
—Llámame cuando salgas de ahí —dice, aun sin convencerse.
—Lo haré. Te quiero.
—Te quiero más —responde, y cuelga.
Guardo el teléfono en el bolsillo trasero y cierro los ojos un instante. Me doy dos segundos para acomodarme, ordenar mis emociones, volver a poner mi máscara profesional en su lugar. Soy buena en esto. Soy estratégica. Soy constante. Puedo manejar a hombres más difíciles que Rio Dirztan.
Al menos… eso espero.
Respiro hondo, abro los ojos y regreso al gimnasio.
Camino con paso firme, aunque el corazón me late un poco más rápido. No por él… sino por lo que representa. Por el peso de su fama. Por el dinero. Por el poder. Por su manera de estar en el mundo sin pedir permiso ni disculpas.
Abro la puerta.
Él está de espaldas ahora, levantando peso con una tensión que se nota desde la distancia. Musculatura definida, espalda fuerte, postura impecable. Roland está a su lado, y ambos detienen el movimiento apenas me oyen entrar.
La mirada de Rio me atrapa antes de que pueda evitarlo.
Quema.
Sondea.
Evalúa.
Y odio admitir que me intimida.
Porque no debería.
Porque yo vine aquí a estudiarlo, no a reaccionar ante él.
Me enderezo, camino hacia donde dejé mis cosas, tomo la tablet y recupero mi postura profesional. Puedo sentir la energía densa en la habitación, esa incomodidad silenciosa que no tiene nombre, pero sí dirección.
Él.
Rio.
No dijo nada.
Pero tampoco necesita hacerlo.
Su presencia ya habla suficiente.