La mañana en que decido

3519 Words
POV LENA Salir de la Torre Dirztan es como escapar de una vitrina de diamantes: todo demasiado pulido, demasiado perfecto, demasiado silencioso. En cuanto cruzo las puertas, el aire frío de Ginebra me limpia la mente, y agradezco el contraste. Me pongo en modo práctico. Debo encontrar un lugar donde vivir antes de que se me junte el trabajo con la logística. Sahara me mandó una lista de departamentos recomendados para consultores que trabajan en la zona. Algunos son demasiado caros; otros, demasiado lejos. Y los “económicos” que reviso primero… bueno, digamos que si solo valorara la seguridad, ya estaría huyendo. Uno tiene olor a humedad y alfombras que parecen sobrevivientes de un crimen. Otro tiene un ruido constante en la tubería que suena como un lamento sobrenatural. No voy a vivir en un edificio que suena como un mal presagio. Paso por tres más. Fríos, impersonales, mínimos. No me asustan los espacios pequeños, pero sí los espacios donde te sientes vigilada por la nada. Finalmente, encuentro uno amueblado, cerca de la Torre Dirztan, con una decoración simple pero agradable: madera clara, ventanales amplios, una pequeña sala acogedora, una cama decente y una cocina funcional. No necesito más. No planeo adornar mi vida aquí; solo necesito un lugar donde no se caiga el techo. Firmo el contrato ese mismo día. Subo mi maleta, acomodo mis cosas esenciales y me digo mentalmente que ya después compraré lo que falte: un par de mantas, quizá una cafetera mejor, algo de vajilla. Nada urgente. Mientras cae la noche, me preparo una sopa instantánea y reviso una vez más los documentos del proyecto. Y claro, por primera vez desde que lo conocí, hago lo que prometí no hacer: abro su nombre en r************* . Ahí está. El caos en formato digital. Fotos donde su vida parece un desfile interminable de fiestas, noches interminables, mujeres vestidas para matar (o para ser destruidas). No hay un solo patrón de estabilidad emocional; todo es brillo, ruido, cuerpos, risas falsas, escándalos que parecen alimentarse solos. Y luego veo algo más. Una cuenta privada. Cerrada. Sin foto de perfil, solo sus iniciales. No mando solicitud. No tengo por qué. Pero tomo nota mental. A veces las versiones privadas dicen más que las públicas. Cuando cierro la laptop, un mensaje aparece en mi celular: Una dirección. Killian Dirztan. “El penthouse de Rio. No tendrá problema con seguridad. Lo esperan a las 4:00.” Perfecto. Así que el primer día de “observación” empieza más temprano de lo que un ser humano razonable consideraría normal. No importa. Lo cumpliré. Me duermo temprano. Mal. En intervalos. Rio aparece en mi cabeza más de una vez, con esa mirada fría que parece querer descifrar el mecanismo exacto de mis nervios. Me molesta que su imagen siga ahí. Me molesta más porque sé que él lo disfrutaría. A las 3:00 am suena la alarma. Me levanto sin quejarme. Me visto con jeans azul oscuro, una blusa azul claro, el cabello recogido en una coleta alta. No voy a entrar a su penthouse vestida de ejecutiva; esto es observación, no una reunión de directorio. Hago diez minutos de yoga para que mi cuerpo se despierte. Mezclo un licuado sencillo de avena, plátano y leche vegetal. Lo tomo de dos tragos. Mi mochila está lista: laptop, tablet, libreta, lápices, plumas, un termo y algo de efectivo. También llevo una chaqueta delgada, por si afuera el clima decide volverse dramático. A las 3:30 salgo del departamento. El taxi me deja en un edificio tan ridículamente elegante que parece una declaración de poder incrustada en concreto, vidrio y acero. Hay un guardia en la entrada. Bastan mi identificación y la orden escrita de Killian para que me den acceso sin cuestionar. El ascensor al ático tiene un reconocimiento de tarjeta adicional, y el interior está iluminado con una luz tenue que parece salida de una revista de arquitectura. Todo aquí está diseñado para impresionar, para recordarte que entras en el terreno de alguien que nunca ha conocido la palabra “limitación”. Cuando las puertas se abren en el último piso, inhalo hondo. El pasillo es amplio, silencioso, con arte moderno colgado en paredes que seguramente cuestan más que mi auto en casa. Me acerco a la puerta del penthouse y reviso el reloj: 3:55. Golpeo dos veces. Un solo segundo después, escucho pasos. La puerta se abre. Y siento un instante de shock profesional que tengo que asesinar rápido. Rio aparece ahí, sosteniendo la puerta con una mano, usando unos pantalones de chándal negros, y nada más. Su torso es una exhibición absurda de músculo definido: hombros anchos, abdomen marcado, piel ligeramente bronceada, venas que corren por los antebrazos como si fueran parte del diseño. Su cabello está húmedo, peinado hacia atrás sin esfuerzo, y sus ojos—esos malditos ojos azul-grisáceos—brillan con una mezcla de burla y arrogancia. Ésta fue su estrategia. Lo veo desde el primer segundo. Aparecer así, medio desnudo, mostrando su superioridad física como si eso me fuera a descomponer. Y debo reconocerlo: el golpe visual es fuerte. Pero no lo dejo ver. Me aferro a mis mecanismos internos, a la compostura que aprendí creciendo entre cinco hermanos salvajes. He visto cuerpos. He visto idiotas presumidos. He sobrevivido a ambos. Me enfoco en sus ojos. Y no me muevo. Rio sonríe con esa expresión que ya empiezo a reconocer: arrogante, confiada, ligeramente provocadora. Está intentando intimidarme. O distraerme. O ambos. Pero no porque se sienta atraído por mí. No. He visto las fotos de las mujeres con las que sale. Y yo no encajo en ese catálogo de perfección esculpida y vestidos diminutos que parecen diseñados para ser fotografiados bajo luces de discoteca. Esto es un juego para él. Una provocación. Quiere incomodarme, hacerme dudar, desestabilizarme. Y lo logra… por medio segundo. Medio segundo que jamás sabrá que existió. —Puntual —dice él, con esa voz baja, cargada de burla suave. Me enderezo. Hundo las manos en los bolsillos de mi chaqueta. No estoy aquí para admirarlo ni para jugar. Estoy aquí para trabajar. —Le dije que llegaría a las 3:55 —respondo, con tono neutro—. No suelo llegar tarde. Rio apoya el hombro en el marco de la puerta, dejando que la luz interior resbale por su torso de manera demasiado conveniente. —Bienvenida a mi casa, señorita West —dice con esa sonrisa que seguramente derriba mujeres como si fueran dominos. Yo sostengo la mirada. No me inmuto. No me muevo. No le doy nada. Por dentro, sin embargo, una única frase me cruza: Perfecto, Rio. Muestra todas tus cartas. Yo mostraré las mías después. Nos quedamos con él sonriendo como el pecado. Y yo mirándolo como si fuera un examen que pienso aprobar con honores. POV RIO Roland siempre sabe cuándo quedarse a dormir, aunque nunca se lo pida. No necesita invitación; conoce mi espacio y mis silencios mejor que cualquier persona. Es el único ser humano en todo este jodido planeta que puede pasar la noche en mi penthouse sin que me den ganas de lanzarlo por el balcón. Y esta noche, cuando me tiré al sillón del área de descanso, cargando todavía el peso de la reunión con Lena, él ya estaba sirviéndose agua mineral como si fuera su casa. —¿Crees que llegue? —pregunta, sentándose frente a mí, con esa sonrisa que anuncia problemas. —¿A las cuatro? —respondo, masajeándome el cuello—. No. No creo que tenga idea en lo que se metió. Roland se ríe, estira las piernas y acomoda la cabeza en el respaldar. —Si llega, yo pierdo cien francos. —¿Cien? —levanto una ceja—. Pensé que al menos apostarías mil. —No voy a tirar dinero si ya sé que va a perder —responde, satisfecho. Lo miro de reojo. Mi amigo es un idiota con estilo, pero no está equivocado: Lena no parece del tipo que acepta perder tiempo vigilando a un hombre que le habló con arrogancia toda la mañana. Aunque… tampoco parecía del tipo que retrocede. Y eso me irrita más de lo que debería. Roland carraspea y me mira con una sonrisa ladeada. —Entonces… ¿qué hacemos para deshacernos de ella? —Molestarla —respondo sin pensarlo. —No pensé que fueras tan infantil —se burla, levantándose para servirse otra bebida. —No es infantil, es efectivo. Si la jodo suficiente, renunciará sola. No tengo que despedirla. Mi abuelo no tendrá razones para joderme. Él ríe, da un sorbo a su vaso y se apoya en la barra con una pose dramática. —Podría seducirla. —No. Tú no —le señalo con el dedo, como si fuera un perro a punto de tomarme zapatos caros. —¿Por qué no? Soy encantador, educado, flexible, sexy… —Eres un desastre —lo interrumpo—. Y no quiero que te metas con ella. Todavía. Roland abre los ojos con exageración. —¿Todavía? —Voy a hacerla renunciar sola. Para el viernes ya no quedará nada de ella aquí. Una semana de tortura profesional, nada más. No arruines mi plan. Él abre la boca para responder, pero se queda callado. Me observa un segundo más de la cuenta. —¿Seguro que no te gusta? —¿Qué clase de pregunta es esa? —No sé, hermano. Es la primera mujer que no te mira como si fueras un buffet de mariscos de lujo. Lo fulmino con la mirada. —Precisamente por eso me cae mal —escupo. No es totalmente cierto. Bueno, sí. Pero también hay algo más. Algo que no pienso detallar. Una parte muy jodida de mí reconoce que esa mujer me mira como si estuviera evaluando cuánto cobraría por desmantelarme pieza por pieza. Y no estoy acostumbrado a que nadie me observe así, como si no importara lo atractivo que soy, o lo que he logrado, o que mi apellido abre puertas que otros solo pueden soñar. Ella me miró como si yo fuera un caso clínico. Un problema. Una tarea. Eso me arde más que cualquier titular sucio. —Tranquilo, general —dice Roland, acomodándose una cobija ligera—. Igual no iba a seducirla… todavía. —No lo intentes. —Está bien —levanta las manos—. Pero si renuncia antes del viernes, invitas la cena. —Hecho. Nos acostamos tarde, pero no tomamos nada fuerte. Ese es otro de los mitos sobre mí: la gente piensa que bebo como maniático por las fiestas. La realidad es que cuido mi cuerpo más que cualquier atleta. Entre semana no bebo. Punto. Ni siquiera una cerveza. Lo que tomo en público casi siempre es agua con rodaja de limón, pero en una copa bonita para que la prensa grabe lo que quiera grabar. A la mañana siguiente, mi cuerpo despierta solo, a las cuatro menos veinte. Me levanto sin hacer ruido. Roland también se despierta; su reloj interno está conectado al mío desde hace décadas. —Entrenamos juntos hoy, ¿no? —dice él, frotándose la cara. —Sí. Hace meses que no lo hacemos. Él sonríe. Tenemos rutinas distintas, vidas distintas, pero entrenar juntos siempre es lo único que nos aterriza. Voy al baño, me lavo la cara con agua fría, me peino hacia atrás con las manos. Me pongo los pantalones de chándal, negros, ajustados en la cadera. No uso camiseta. No la necesito para entrenar en casa. En la cocina, Mona ya dejó preparado el dispensador de agua. Tomo un buen trago y empiezo a calentar los hombros. Roland hace lo mismo. —¿Y si llega? —pregunta él, bostezando. —No llegará. Son exactamente las 3:55 cuando alguien toca. Nos miramos. Roland suelta una carcajada. —Cien francos, cabrón. —Cállate —gruño mientras camino hacia la puerta. Camino descalzo. El piso frío me despierta más. Cuando agarro la manija, ya estoy preparado para cualquier cosa: una asistente perdida, un mensajero, o incluso que se haya equivocado de piso. Pero no. La puerta se abre. Y ahí está ella. Lena West. Con jeans ajustados, una blusa azul clara y el cabello recogido en una coleta que deja su cuello expuesto de manera insultantemente elegante. Sus ojos ya no parecen verdes; a esta hora de la madrugada, con las luces del pasillo, se ven casi como jade pulido. Y por primera vez, sin su traje ejecutivo, noto algo más. Tiene buen cuerpo. Buenas tetas. Buen culo. Curvas discretas que no enseñan, pero que están ahí, escondidas bajo ropa demasiado decente para mi gusto. Qué ironía. Me detengo mentalmente un segundo. ¿Qué carajos estoy haciendo detallándola así? Me río por dentro. Perfecto. Lo último que necesito es empezar a ver a la niñera como algo más que una piedra en el zapato. La reprendo mentalmente. Es del tipo que te odia, Rio. Y tú odias que te odien. Punto. Así que de inmediato busco defectos. Es más baja de lo que pensaba. Demasiado delgada para mi gusto. Tiene esa actitud de “no me impresionas” que me dan ganas de empujarla contra una pared solo para ver si se le cae la compostura. Pero por fuera mantengo mi sonrisa arrogante. El personaje. El heredero insoportable. —Puntual —digo, inclinándome en el marco. Ella me sostiene la mirada. No pestañea. Eso me irrita. Y al mismo tiempo me despierta una especie de impulso competitivo que reconozco demasiado bien. —Le dije que llegaría a las 3:55 —responde con ese tono neutral que quiero romper. Roland aparece detrás de mí, todavía sin camiseta también, estirándose como si fuera un maldito modelo de revista recién salido de la cama. —Buenos días, señorita West —dice, divertido. Ella lo mira, le asiente con educación. Pero su atención vuelve a mí, estricta. Enojada. Profesional. Es… interesante. Me cruzo de brazos, dejando que mis músculos se marquen más. Sé lo que hago. Sé cómo luzco. Sé qué efecto tengo en la mayoría de las mujeres. Pero ella no reacciona. Ni un sonrojo. Ni una mirada desviada. Ni una respiración cortada. Nada. Y eso me molesta tanto que me sorprende. —Bienvenida a mi casa —repito, manteniendo el tono provocador. Ella apenas levanta una ceja. —Estoy aquí para observar su rutina, no para admirar su arquitectura. Me dan ganas de reírme. Y ganas de empujarla afuera. Y ganas de ganarle. Todo al mismo tiempo. El juego empieza ahora. POV ROLAND Nunca me ha gustado madrugar, pero si hay algo que disfruto más que dormir… es ver a Rio incómodo. Y esta mujer—Lena West, la consultora, la “sombra” temporal—le provoca precisamente eso: incomodidad. Una especie de tensión eléctrica que Rio finge no sentir, pero que yo puedo leer perfectamente. Después de todo, lo conozco desde que teníamos pañales y actitudes criminales en potencia. Desde la junta del día anterior ya lo había notado. No fue nada dramático, nada evidente para el resto, pero sus hombros se tensaron apenas ella cruzó la puerta. Ese pequeño movimiento que nadie detecta excepto alguien que sabe cuántos milímetros se tensan sus músculos cuando algo lo irrita… o le interesa. Y Rio, claro, lo disfrazó con su arrogancia habitual, ese aire de “nada me toca, nada me importa, todos me aburren”. Pero yo vi cómo la miró. Detalló su ropa, su postura, su tono. Y aunque él jure que no, lo vi estudiar su cara como si quisiera memorizarla por si luego necesita destruirla. Ahora, en la madrugada, mientras estoy en su penthouse, despertando con el olor a cloro de la alberca interior y el silencio suave de este lugar ridículamente caro, vuelvo a pensar en eso. No es normal que Rio se tome tan personal la existencia de alguien. Él no odia así de rápido. Tampoco se obsesiona tan fácil. La noche anterior hablamos largo rato. Él decía que quería hacerla renunciar, que la iba a molestar, que la iba a empujar psicológicamente hasta que saliera corriendo. Que ese era su plan. Que no la quería ahí. Pero lo que realmente llamó mi atención no fue su estrategia—sino su reacción cuando le dije que podía seducirla. El “no” que me lanzó no fue normal. No fue casual. Fue rápido, tajante, seco. Como si la idea lo tocara donde no debía. Yo jamás lo había visto reaccionar así por una mujer. Rio no es posesivo. Ni celoso. Nunca le importó quién tocaba a quién, cuándo ni cómo, mientras no se metieran con su imagen. Y sin embargo… ayer me habló como si Lena fuera un territorio que solo él pudiera pisar. Y lo dijo sin darse cuenta. “Seducirla no. Tú no. No por ahora.” No por ahora. Qué curioso. Y ahora que pienso en su mirada cuando Lena entró ayer, creo que ese “no por ahora” tiene más capas de las que Rio quiere admitir. Le doy agua mineral a mi cuerpo mientras Rio calienta los brazos y yo observo. Él dice que la detesta, que no la quiere aquí, que va a deshacerse de ella. Pero la verdad es que no deja de observarla. Incluso anoche, cuando estábamos en la sala hablando del plan para joderle la semana, Rio miró dos veces el reloj, como si quisiera confirmar la hora exacta en la que ella debía llegar hoy. Lo hace sin darse cuenta. Y eso, para mí, es fascinante. Cuando tocan la puerta, Rio se detiene. Solo medio segundo. Pero yo lo veo. Ese brillo. Esa chispa que no sé si es sorpresa o anticipación. Como si parte de él hubiera apostado que ella sí llegaría. —Cien francos —le digo al oído, sonriendo como un cabrón. Me ignora y va a la puerta. Lo sigo, porque no me voy a perder este momento. Cuando abre, mi cerebro confirma lo que pensé desde ayer: la tensión entre ellos no es unilateral. Es como dos cuchillas chocando. Lena está ahí, bien vestida, seria, de pie a las 3:55 am como si fuera lo más natural del mundo. Y Rio… bueno, Rio se queda mirándola con esos malditos ojos que usa cuando está evaluando si va a devorar a alguien o a despedirlo. Y ella no baja la mirada. No se impresiona. No se sonroja. No reacciona al torso desnudo de mi amigo, que es básicamente un afiche viviente. Eso lo mata por dentro. Me doy cuenta al instante. Yo saludo, levanto una mano en gesto amable, pero mi cabeza está analizando otra cosa: la postura de Rio. No es amenaza. No es prepotencia. Es… dominio contenido. Como si quisiera imponerse pero no tuviera claro por qué. Y ahí es cuando lo noto. Un detalle insignificante para cualquiera. Pero para mí, que soy prácticamente su sombra desde la infancia, es un grito. Rio se endereza. No para verse más alto. No para verse más fuerte. Sino… para verse mejor. Ahí está. El primer indicio serio. El pequeño temblor del ego. La microreacción que me confirma que algo en esta mujer lo está moviendo del eje. Yo sonrío internamente. Por fuera solo parezco un espectador más, vagamente divertido. Pero por dentro activo todos mis sensores. Voy a observar a mi amigo muy de cerca. Hay algo en la forma en que ella lo mira, algo en la forma en que él se irrita, algo en ese choque de energías, que me dice que esto no será una simple consultoría. Cuando Rio se inclina un poco en el marco de la puerta, noto cómo sus ojos se deslizan por el cuerpo de ella, pero no con deseo puro. No es su mirada típica de “quiero llevártela a la cama”. Es más específica. Más… analítica. Como si intentara decidir si siente rechazo o atracción, pero le diera miedo elegir. Y cuando lo veo endurecer la mandíbula, lo entiendo: Se molestó consigo mismo por mirarla demasiado. Interesante. Muy interesante. Yo cruzo los brazos y me apoyo en la pared. Soy un espectador privilegiado de esta escena, y lo disfruto más de lo que debería. Porque si algo conozco de Rio es esto: Cuando algo lo irrita y lo atrae al mismo tiempo… ese algo termina siendo peligroso. No sé aún si es peligroso para ella, para él, o para ambos. Pero lo averiguaré. —¿Entrenas con nosotros, señorita West? —pregunto, solo para tensar un poco más la cuerda. Ella me mira sin mostrar emoción. Luego lo mira a él. Y Rio sostiene la mirada como si estuviera librando una guerra silenciosa. Ahí lo veo. Ahí lo confirmo. Esto no es desprecio puro. Tampoco es simple irritación. No es ni atracción evidente ni repulsión total. Es algo más primitivo. Una especie de reconocimiento. El inicio de un problema. Y yo vivo para ver problemas de este calibre. Me río por dentro. No por ella, no por él. Sino porque por primera vez en años, Rio no está en control absoluto de algo. Y eso… es delicioso.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD