Primera reunión en la torre Dirztan

2420 Words
POV LENA Cuando entramos al piso ejecutivo, todavía siento el eco extraño del momento del desayuno; Rio ignorándome durante largos minutos, luego entregándome ese estúpido pan tostado como si fuera una orden camuflada de buena intención, y yo actuando como si no me hubiera impactado en lo más mínimo. Roland camina junto a nosotros, todavía bromeando sobre algo que dijo Rio en el gimnasio, pero yo apenas lo escucho, concentrada en mantener la compostura, en no parecer impresionada por nada de lo que veo. El ascensor se abre y, en cuanto pisamos el pasillo de mármol oscuro con luz natural filtrándose por ventanales de piso a techo, Roland se detiene. —Aquí los dejo —dice, ajustándose la manga de su camisa beige perfectamente planchada—. Mi arquitecta en jefe me va a matar si no llego. Y mi equipo también. Rio ni siquiera voltea a verlo. —No te necesitamos para esto —murmura. —Lo sé —responde Roland con esa sonrisa arrogante que parece heredada del mismo cielo que bendijo su mandíbula perfecta—. Pero te recuerdo nuestra cena del viernes. O tú pagas. O yo pido la botella más cara del menú. —Haz lo que quieras —responde Rio, ya caminando. Roland me da una mirada rápida, algo entre advertencia y simpatía, y yo solo inclino ligeramente la cabeza como despedida. —Nos vemos, señorita West —dice. El ascensor vuelve a cerrarse detrás de él y sigo a Rio por un pasillo silencioso que parece absorber cualquier ruido. La puerta de la sala de juntas se abre automáticamente cuando nos acercamos; sensores ocultos, tecnología absurdamente cara. Y ahí están: doce personas sentadas alrededor de una mesa rectangular que fácilmente podría albergar una reunión de jefes de Estado. El aire huele a café recién preparado, papel nuevo y perfume caro. Rio entra sin saludar, sin mirar a nadie, sin pedir permiso. Él no pide permisos: irradia esta aura de que todo, absolutamente todo, ya le pertenece, incluidos los espacios, las miradas y el oxígeno. Cuando lo siguen con la mirada, yo soy solo la sombra detrás de él. Y él se encarga de dejarlo claro. —Ignoren a la señorita West —dice sin siquiera mirarme—. Solo está aquí para observar. Nadie se sorprende. Nadie pregunta. Nadie sonríe. Es como si estar en presencia de Rio Dirztan exigiera suprimir la curiosidad. Tomo asiento a su derecha, porque es el único lugar libre, y abro mi libreta. Lo hago en silencio, evitando cualquier gesto que pueda interpretarse como búsqueda de atención o protagonismo. Estoy acostumbrada a ese papel: la observadora. La estratega silenciosa. La que analiza antes de hablar. La reunión comienza con el equipo de joyería presentando el informe trimestral. Esperaba aburrirme. Esperaba ver a Rio actuar como el playboy arrogante que todos ven en los titulares. Pero entonces… él cambia. Y lo veo. Lo veo con claridad. El hombre que tengo al lado no es el idiota provocador que me hizo ruborizarme en el gimnasio al mencionar cómo se masturba. No es el hombre que me mira como si yo fuera una intrusa que debe desaparecer. No es el hombre que se deleita empujándome al límite solo para ver si me quiebro. No. Lo que tengo a mi lado ahora es el heredero. El cerebro frío detrás del apellido Dirztan. El que sí sabe más de su empresa que cualquier rumor superficial. Mientras la jefa de diseño explica el nuevo catálogo de otoño, Rio la interrumpe con algo que jamás pensé que escucharía: —La proyección en la curva de precios está mal balanceada. Si suben el quilataje del modelo Orpheus sin ajustar la campaña visual, la percepción de lujo no alcanzará el punto emocional que buscan. La sala queda en silencio por un segundo. El comentario es preciso. Exacto. Sin necesidad de humillar, sin golpear, sin destruir. Tiene razón. La jefa titubea. —Estamos considerando ajustar la paleta de colores… —No es la paleta —dice Rio, cruzando las piernas—. Es la narrativa. Si quieren venderlo como pieza insignia, no pueden permitir que la historia caiga en un mensaje genérico. Tienen que apuntar a la emotividad del legado, no a la estética. La mujer asiente. —Tomo nota, señor Dirztan. Lo revisaremos. Y yo me quedo quieta, sintiendo cómo una parte de mí —una parte pequeña, reservada, que jamás admitiré en voz alta— se siente genuinamente sorprendida. Este Rio no se parece en nada al que conozco desde hace menos de un día, pero ya logró irritarme tres veces. Este Rio tiene cerebro, tiene visión, tiene una dirección clara. Y eso, para alguien de mi campo, es valioso. Mientras él continúa corrigiendo puntos del informe legal, me sorprende escucharlo hablar con tanta soltura de cláusulas, términos, porcentajes y regalías. No lee del papel. No improvisa. Conoce su empresa. Domina su empresa. La siente. Tomo notas. Muchas. Pero no porque quiera impresionarlo. Sino porque, aunque me cueste admitirlo, esta versión de él… sí es un activo. Un hombre que puede ejecutar, corregir y redirigir sin titubear es un líder funcional, aunque su personalidad sea un cóctel tóxico de arrogancia, control y una capacidad irritante para hacerme perder la paciencia. La reunión continúa. Rio no me mira ni una sola vez. Me ignora con la exactitud quirúrgica de alguien que ha perfeccionado el arte de excluir. Y yo no me ofendo; de hecho, lo agradezco. Mientras está así —concentrado, agudo, analítico— siento que puedo trabajar. Que puedo observarlo verdaderamente. Que puedo entender qué demonios se supone que debo “arreglar”. En mi libreta escribo una frase que jamás permitiré que nadie vea: “Cuando no actúa, es brillante. Cuando actúa, es insoportable.” Cuando el informe fiscal entra en juego, Rio vuelve a intervenir. —El margen de utilidad no es sostenible si pretenden ampliar operaciones en Bélgica —dice con un tono que mezcla fastidio y lucidez—. El modelo financiero debe ajustarse antes de que metan al público en esta ecuación. El contador abre la boca para responder, pero no puede. Rio ya lo destruyó técnicamente. Yo observo. Y pienso. Este hombre podría ser una leyenda si se comportara como adulto la mitad del tiempo. Pero luego, al final de la presentación, sucede algo que me recuerda exactamente con quién estoy lidiando: Una asistente deja caer un bolígrafo. El sonido es mínimo, casi imperceptible. Pero Rio levanta la mirada con esa expresión que usa cuando algo no le gusta, y la chica se sonroja de inmediato, pide disculpas y parece querer desaparecer bajo la mesa. Ahí está. La combinación letal. Brillantez con un toque de tiranía. Control absoluto disfrazado de profesionalismo. La reunión avanza, y aunque Rio sigue ignorándome, puedo sentirlo. La energía de su presencia. La forma en que llena el espacio incluso cuando no intenta hacerlo. Es un hombre difícil. Arrogante. Educado a fuerza de poder y dinero. Pero también es un hombre capaz. Capaz de destruir y construir, si así lo decide. Cuando terminamos, todos se levantan con rapidez casi ansiosa. Rio se queda sentado un momento, revisando notas en su tablet. Yo cierro mi libreta y espero instrucciones, porque esa es mi tarea: observar. Sin mirarme, Rio dice: —Tendrás tu primer reporte escrito antes de las cuatro. No pregunta si puedo. No explica qué tipo de reporte. No da detalles. Y, por alguna razón que tampoco entiendo, esa arrogancia funcional —esa mezcla de orden y desprecio— me enciende una chispa competitiva que creía enterrada. —Lo tendrás antes de las tres —respondo con la voz más profesional que tengo. Él levanta una ceja. Apenas. Un milímetro. Pero lo suficiente para que yo entienda que no esperaba esa respuesta. La reunión terminó. Y esta vez, aunque no lo admitiré jamás… Rio Dirztan me impresionó. Y eso me irrita profundamente. POV RIO El informe llega a mi correo a las 2:41 p. m. Once minutos antes de lo que prometió. Lo abro sin pensar, con la intención de encontrar errores rápido, fulminar los puntos débiles, ridiculizar lo que sea que esa mujer crea que vio en mí durante la mañana. Estoy listo para destrozarla. Listo para usar su propio trabajo para demostrar que no está a mi nivel, que no debería estar aquí, que Killian cometió un error contratándola. Pero apenas paso el primer párrafo… algo en mi mandíbula se tensa. El maldito documento está impecable. Demasiado impecable. Está organizado por bloques, con subtítulos, observaciones, conclusiones, notas al margen, y lo peor: una objetividad quirúrgica. No hay drama. No hay halagos. No hay opinión disfrazada. Solo hechos. Puro análisis. Pura disección del comportamiento. Puro… yo, convertido en un puñetero estudio clínico. Sigo leyendo. “Puntos rescatables del señor Dirztan: — Altísima capacidad analítica en tiempo real. — Dominio total de proyecciones y lectura de datos financieros. — Narrativa estratégica efectiva. — Capacidad de liderazgo que, con moderación, podría motivar a equipos completos.” Mi ceja salta. ¿Rescatables? ¿Está insinuando que todo lo demás es basura? Leo la siguiente línea: “Puntos críticos: — Tendencia a intimidar al personal sin necesidad funcional. — Uso excesivo del silencio como mecanismo de control. — Arrogancia perceptible, incluso en interacciones básicas. — Cero apertura emocional. — Resistencia inmediata a cualquier figura de supervisión.” Mi respiración se queda en algún punto entre una risa de incredulidad y un gruñido. ¿Cero apertura emocional? ¿Resistencia inmediata a supervisión? ¿Quién diablos se cree esta mujer para diagnosticarme como si fuera un caso clínico? Sigo leyendo. “Conclusión día 1: El señor Dirztan no carece de habilidades. Carece de filtros. La empresa no está fallando por incompetencia, sino por exceso de presión proveniente de la figura del heredero. Con ajustes muy específicos, el rendimiento podría aumentar significativamente.” Y ahí está. La daga final. Es limpia. Es directa. Es precisa. Y duele. No debería doler. No debería importarme. No debería sentir nada al respecto. Pero siento. Siento una quemadura en el ego. Una punzada de irritación primitiva, animal. Ella no elogió nada. No cayó rendida ante mi inteligencia. Solo tomó nota, diseccionó mis comportamientos y me puso en un maldito documento que también le llegó a mi padre y a mi abuelo. Cierro la laptop de golpe, más fuerte de lo necesario. —¿Todo bien? —pregunta Roland desde el sofá. —Vete a tu oficina —gruño. Él sonríe. —Entonces sí te molestó. No contesto. Tomo mi saco, la billetera, y salgo hacia el elevador. Necesito aire. O comida. O golpear algo. Cuando las puertas se abren en planta baja, ahí está ella. Lena. Con su libreta, su mochila absurda, su cabello recogido con precisión, ese maldito orden que parece irradiar en cada paso. Me mira solo para confirmar que voy saliendo, y comienza a caminar detrás de mí sin preguntar nada. —¿A dónde vas? —pregunta, manteniendo su tono profesional irritante. —A comer. —Perfecto, entonces empiezo a observar tus hábitos alimenticios. Me hierven los dientes. Caminamos hacia la salida de la torre. Mis pasos son largos, pesados, dominantes. Los suyos… constantes, disciplinados, silenciosos. No intenta alcanzarme ni competir con mi ritmo; simplemente lo acompaña. Eso me irrita aún más. En cuanto subo al auto, ella abre la puerta trasera y entra como si fuera chófer privado. La miro por el retrovisor. —No te invité —es lo único que digo. —Tampoco me lo prohibiste —responde, mirando su libreta como si no existiera el concepto del miedo. La quiero joder. Quiero que se baje. Quiero que deje de seguirme. Pero, por alguna razón que todavía no comprendo, no lo hago. Arranco el auto. Ella escribe algo. Me hierve la sangre. —No escribas eso —gruño. —No sabes qué estoy escribiendo. —Sé que es sobre mí. —Todo el día es sobre ti —dice sin levantar la vista. Aprieto el volante. Roland diría que esto es “divertido”. Yo no veo la diversión por ningún lado. Llegamos al restaurante. Uno discreto, reservado, el tipo de lugar donde nadie se atreve a pedir una foto porque todo mundo sabe que si lo haces, el dueño te saca a patadas. Me bajo del coche sin esperar por ella, pero ella baja al mismo tiempo, me alcanza, camina a mi lado. Cuando el mesero abre la puerta, hago un gesto para tomar la mesa del fondo. Lena se sienta frente a mí, postura impecable, libreta lista. El men u llega en silencio. Ella ni lo toca. —¿No vas a pedir? —pregunto, sabiendo exactamente la respuesta. —Estoy bien. —No pregunté si estabas bien. Pregunté si vas a pedir. —No tengo hambre —dice, aunque el tono no es defensivo. Es… factual. La observo. Tiene las mejillas un poco pálidas. El contorno de los ojos ligeramente marcado. Lleva horas siguiendo mi ritmo y no ha comido nada desde el estúpido pan tostado. Me irrita. Me irrita que no pida nada. Y me irrita aún más que mi cerebro registre que se ve débil. —Tráele lo mismo que yo —le digo al mesero sin verla. Ella frunce ligeramente el ceño. Apenas un milímetro. Pero yo lo noto. —No es necesario —dice. —No quiero que te desmayes y luego me culpen por asesinato involuntario. —No me voy a desmayar. —Fantástico. Entonces cómelo igual. El mesero asiente y se va. Ella me mira con esos ojos verdes irritantes que parecen atravesarme, pero no dice nada. Ojalá lo hiciera. Ojalá protestara. Ojalá reaccionara. Pero no. Se limita a anotar algo en su libreta. —No escribas eso —le digo otra vez. —No sabes qué es. —Sé que no me va a gustar. —Entonces intenta comportarte mejor —responde con suavidad, sin sarcasmo, sin veneno. Y eso, por alguna razón inexplicable, me jode más que cualquier insulto. El silencio es pesado. Incómodo. Tenso. Cuando el mesero regresa con los platos, colocándolos frente a nosotros, siento que algo inevitable está a punto de ocurrir. Y lo odio. Lo odio porque no sé qué es. Lo odio porque involucra a Lena West. Lo odio porque, por primera vez en años, alguien escribió algo sobre mí que no puedo clasificar, corregir o destruir sin pensar. La comida humea entre nosotros. Ella toma el cubierto. Y yo cierro los puños bajo la mesa.
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