Capítulo 1.
En la penumbra de la sacristía, donde las velas parpadeaban como almas inquietas, la hermana Evelyn Vallerk se arrodilló ante el confesionario. El olor a incienso y madera vieja la envolvía, pero su mente estaba en otro lugar. En él. En el pecado que la tenía abrumada por no desaparecer con sus oraciones.
No debía ser así. Ella no podía tener pensamientos impuros. Pero este se colaba entre sueños como un demonio desgarrando su paz, mostrándole su hambre demoníaca por sus sábanas.
El hombre cuyo nombre susurraban los criminales y las madres rezaban para que nunca tocara a sus hijos. Pero ella lo había visto de cerca, más cerca de lo que debía. Sus ojos grises, llenos de secretos y promesas prohibidas, la habían atrapado desde el primer momento.
—Bendíceme, padre —susurró ella, aunque no estaba segura de si el sacerdote al otro lado del confesionario podía oírla. ¿Cómo podría absolverla de este pecado?—. He deseado a un hombre.
El silencio se prolongó.
—He deseado a un hombre peligroso. —La madera crujía bajo sus dedos temblorosos. La hermana María imaginó al sacerdote frunciendo el ceño, juzgándola. Pero no pudo detenerse. Necesitaba confesarlo todo.
—Es un mafioso, padre. Un hombre de sangre y balas. Dueño de muerte y oscuridad. —cerró los ojos conteniendo el impulso de huir de ahí. De evitar el juicio que podrían levantar en su contra. Pero siguió arrodillada. — Pero también es un hombre que me miraba como si pudiera salvarme. Como si yo pudiera salvarlo a él.
Su voz se perdió. Estaba mintiendo de cierto modo y a eso le temió. Dios la juzgaría por hacerlo. La quemaría en las llamas del inframundo por atreverse a mentirle de esa forma.
—Me gusta su peligro, padre. —dijo de la nada. —Desprecio el riesgo, pero en él encuentro algo que jamás pensé posible. Me gusta que me mire. Me gusta que sus ojos me busquen y que me sonría con esa oscuridad que posee.
El sacerdote finalmente respondió, su voz grave y cansada:
—El pecado es un camino muy difícil de rechazar, hija mía. A veces nos lleva a lugares peligrosos, cuando pudimos evitarlo. —le habló con paciencia. —¿Estás dispuesta a enfrentar las consecuencias de este pecado?
La hermana Evelyn cerró los ojos. Sabía que estaba en un abismo, a punto de caer. Pero también sabía que no podía retroceder.
—¿De dónde vienes? —la capilla estaba en silencio y ellos dos no se habían visto, porque estuvo en el confesionario desde casi una hora con quienes llegaban.
Por ello, Evelyn no pudo evitar desear que le diera una solución más que solo rezar.
—De muy lejos, padre. Y el camino aún me pide seguir esa penumbra que abarca su nombre. —abrió sus ojos con lentitud. —Las brasas del pecado me han alcanzado.
—No lo hace, hija mía. Reconoces tu pecado. Puedes luchar contra él. —aconsejó sin verla aún.
—Mi voluntad para hacerlo se terminó, padre. —mencionó la joven novicia. —No quiero hacerlo más. Pero necesito hacerlo. Ahora siento que mi salvación es mi condena y la penumbra de su nombre es mi camino.
—No caigas en lo banal, hija mía. Puedo ver tu hábito. Recuerda tu promesa.
—Lo he hecho siempre. —susurró. —Y no ha sido mi alivio. Perdóneme, padre.
—¿Qué harás?
—Dejar de pecar inconscientemente. —alcanzó a decir, persignándose con los ojos cerrados.
La voz del sacerdote queriendo detenerla no evitó que saliera del confesionario con pasos veloces, como si escapara de todo. Como si estuviera cansada y atemorizada a la vez.
Todos vieron su hábito. Ella bajó la mirada ante la vergüenza de imaginar cómo la tenían enjuiciada por su actuar, pensando en que en un punto llegarían a lanzar las velas encendidas en su camino.
Ella estaba dejando de luchar con lo que sentía y a medida que caminaba de regreso a la estación de trenes, tuvo que aferrarse a su rosario ante las miradas que algunos le dedicaron.
Sintió que todos lo sabían. Que la tenían vigilada.
Su mente jugó con ella y ese juego no acabó cuando llegó a la estación en donde se bajó para caminar por la carretera de regreso al convento en donde estuvo recluida ese tiempo.
Paseó por las calles adoquinadas de Bremen y admiró de forma rápida la arquitectura medieval a medida que caminó con gran rapidez.
Todas esas personas que la veían con dulzura no sabían lo que había confesado horas antes, pero parecía que su mirada quería averiguarlo.
Sintió deseos de huir.
En la plaza del mercado, pasó a recoger lo que la madre superiora le pidió. Ya lo tenían listo y por ello, con la canasta y dos cajas regresó junto con el muchacho que la seguía con el carro viejo en el que subió para regresar al convento.
En cuanto llegó las demás novicias se apresuraron a ayudar para terminar antes que la noche llegara.
Para la mañana debía estar todo listo, por lo que en cuanto terminaron de acomodar todo con completo entusiasmo, luego de la cena ella se encontraba de rodillas frente a su cama, pidiendo perdón y jurando que no caería ante sus deseos impuros.
Recordó a Kiara, a quien consideraba su hermana, decir que el peor pecado no era sentir algo como eso, sino negarlo ante quien ella temía. Ante Dios nada estaba escondido por más que lo deseara.
Pero su madre siempre le dijo que debía estar en las manos de Dios toda la vida. Murió pidiendo que ese deseo fuera cumplido, pues su alma sería perdonada si su hija no abandonaba la promesa que hizo desde que nació.
Podía sentir el amor de Dios, como también el susurro poderoso de quien la consumía desde adentro.
Por la mañana se puso sus ropas blancas. El velo cubría su cabellera lacia, mientras sus pies se movían por el pasillo al mismo tiempo que las demás novicias con quienes compartiría esa ceremonia para sus votos solemnes.
El deseo de su madre estaría completo para esa tarde.
Escuchó a todas decir sobre lo bendecidas que serían con una lluvia esa tarde, achacando a Dios amando la entrega total de sus almas. Pero en ella esa felicidad no cabía, por más que la deseó sentir.
—Estoy contigo en todo momento. —dijo Kiara en cuanto la vio frente a la iglesia. Ella asintió con algo de pesar. No sabía que estaba sintiendo y eso también era pecado, se dijo.
—Gracias. —Su hermana embarazada, la hizo sonreír con ternura. Ya amaba a esos dos bebés que venían en camino, como sucedió con Génesis, su sobrina mayor desde que supo de su existencia.
—Te amo con mi alma, Evelyn. Me importas tú y nada de lo que hagas podría decepcionarme. —la abrazó con suavidad. —Nada que te haga feliz a tí lo haría.
—Estoy feliz. —declaró, pero su mirada decía algo distinto. Kiara no la presionó y solo entró al lugar que por mucho tiempo visitó cuando vivió junto a Santos, el único hermano de Evelyn, quien no la quiso dejar sola en ese lugar.
Él más que nadie sabía que todo comenzó siendo solo una orden de su difunta madre y las dudas asaltaban los ojos brillantes de la novicia.
El hermano de Evelyn le sonrió desde la distancia cuando las novicias caminaron luego de que la ceremonia diera inicio, con el sacerdote leyendo pasajes bíblicos que a ella solo la agobiaban aún más.
La iglesia estaba llena de un silencio sagrado. Las velas parpadeaban, y el aroma del incienso se entrelazaba con los latidos acelerados del corazón de Evelyn. Vestida con su hábito blanco, estaba arrodillada ante el altar, lista para hacer sus votos perpetuos.
Pero su mente estaba en otro lugar. Podía sentir el aroma que sintió esa noche cuando la rescató.
Estaba allí. No en el altar, sino en su cabeza. Sus ojos grises la atravesaron como balas cuando cerró los párpados, y ella sintió que su secreto estaba al descubierto. ¿Cómo podía hacer esto?
¿Cómo podía comprometerse para siempre con Dios cuando su corazón pertenecía a un hombre peligroso?
El sacerdote habló las palabras sagradas, y las hermanas respondieron mecánicamente.
—Prometo vivir en pobreza, castidad y obediencia. —pero sus pensamientos estaban siendo quemados por una llama abrasadora.
Entonces, en el momento culminante, cuando debía decir el “sí” para sellar su destino, el golpe de realidad irrumpió en su alma con un puño seco que rompió las bases que por mucho tiempo quiso mantener.
No podía pretender engañar a Dios. El pecado no era sentir algo, sino atreverse a mentirle a su creador.
No era por ese hombre. Era por ella y su promesa de jamás mentir.
El mundo se redujo a dos opciones: el altar o la puerta.
El pulso de Evelyn se aceleró. El reproche se apoderó de ella. ¿Cómo había llegado a este punto? Pero también sabía que no podía negar lo que sentía. No en ese momento.
—Perdóneme, padre. Perdóname, señor. —exclamó con vergüenza y esas torpes acciones torpes.
Con un movimiento rápido, se levantó del altar. Las monjas y los fieles la miraron con asombro. El sacerdote la llamó, pero ella no escuchó. Corrió hacia la puerta sin poder detenerse ante el silencio que se volvió un mar de murmullos sobre sus acciones.
La promesa de siempre ser alguien real ante Dios no fue rota, pero sintió como si con ellos se estuviera condenando.