Capítulo 4: Mascara de Mentiras

1984 Words
Las piernas de Felipe temblaban de miedo pero él lo supo disimular bien, cómo siempre, ya estaba acostumbrado a fingir o esconder cualquier emoción. Lo que no pudo esconder fueron las lágrimas deslizándose por su rostro mientras la puerta era abierta. Un penetrante rayo dorado de sol lo cegó momentáneamente. Con lentitud, el efecto comenzó a desaparecer y dos siluetas grandes se dibujaron en su campo de visión. —Disculpe, ¿usted solicitó la presencia de una ambulancia del centro clínico privado? —inquirió una de ellas. Felipe parpadeó un par de veces y volvió a enfocar el mundo: Frente a él, dos hombres de mediana edad vestidos con ambos blancos lo escrutaban con miradas indagadoras. Se apresuró a limpiar las lágrimas de su rostro, enderezó la columna y puso el mismo rostro de desdén que su padre solía ocupar al hablar con personas ajenas a su círculo de oro. —Si, yo los llamé. Demoraron mucho, lo notificaré a mis padres —contestó Felipe con tono arrogante y retador. Los hombres cruzaron miradas entre ellos, un atisbo de resignación, cansancio y enojo comenzó a emerger por sus rostros de piedra. Felipe solía sacar lo peor de cada persona, jamás pedía perdón ni se disculpaba por sus palabras hirientes, estaba acostumbrado a manejar a todos y a todo con dinero. —¿Van a pasar a buscarlo o prefieren que lo teletransporte? —gruñó este levantando una fina ceja color bronce. Los enfermeros se miraron entre sí una segunda ocasión, con un creciente odio aflorando más y más. —Indíquenos el lugar, "Señor" —escupió en un tono de burla uno de ellos. Pero Felipe los ignoró, simplemente se limitó a dar media vuelta sobre su propio eje y, con pasos firmes, se adentro en la casa. En un par de segundos, los tres se encontraban frente al grupo de chicos: Todos se encontraban dispersos formando un medio círculo en torno a Mariano Collins, quien permanecía sentado en el suelo aferrándose con fuerza a su pierna. —¿Qué ocurrió? —preguntó uno de los paramédicos al tiempo que comenzaba a limpiar la herida del muchacho. —Un perro, me mordió un perro —se apresuró a contestar Mariano, mientras apretaba con fuerza los dientes en un intento por reprimir un grito de dolor. Los hombres entornando los ojos, estaba claro, no le creían. —¿Estás seguro que fue solo un perro? Porque las marcas parecen de otra cosa, producidas por alguien —dijo el que se encontraba de pie observando a todos. —Alguien con conocimientos para causar heridas, ya que la arteria principal parece haber sido cauterizada—agregó por lo bajo el otro paramédico, dedicándole una larga y profunda mirada a Mariano. —Si dijo que fue un perro, fue un maldito perro —gruñó Felipe, aún vistiendo esa máscara de soberbia y asco que le permitía mantenerse distante de las personas. Ambos guardaron silencio durante largos minutos, centrando su atención en terminar de limpiar la herida. Sus rostros permanecieron inexpresivos, cualquier pensamiento sobre lo ocurrido parecía no existir. —Bien, debe ir a la clínica para que reciba una atención más centrada en sus quemaduras —dijo uno de los hombres mientras terminaba de vendar la pierna. El rostro de Mariano palideció más, odiaba las clínicas y hospitales: Imaginar el olor arrasador a desinfección que emanaba de aquellos lugares, le generaba un malestar que crecía más y más en su estómago. Aquellos lugares le daban la sensación de estar atrapado en un laberinto, sentía que a la vuelta de cada pasillo alguien lo acechaba. —¿Dónde están sus padres o tutores responsables? Necesitamos que un adulto mayor nos acompañe y firme los papeles de ingreso —continuó diciendo el paramédico. —No hay ningún adulto en esta casa, pero no será necesaria su presencia. Yo voy a firmar todas sus porquerías de papeles —replicó Felipe con desdén. Los dos hombres se miraron y en silencio parecieron insultar. —Por más responsable que te consideres niño, es necesaria la firma de un adulto —replicó el otro paramédico, el de apariencia menos cansada. Felipe los observó con un gesto de burla dibujado en su rostro desbordante de arrogancia, caminó un par de pasos más cerca de los hombres y regalándoles una sonrisa comenzó a decir: —Mi nombre es Felipe Barrenechea, primogénito y único heredero de la fortuna Barrenechea. Mi familia es dueña de este maldito pueblo, incluyendo la clínica de mierda donde trabajan. Con un simple llamado puedo hacer que te quedes sin trabajo en menos de un respiro, por lo que vuelvo a decir, yo voy a firmar todos los malditos papeles que hagan falta— el rostro de Felipe se mantuvo firme con una sonrisa en el rostro. Los dos hombres parecieron enfermar al escuchar la mención del apellido más importante del pueblo. —Está bien, todo en orden. Pero solo uno de ustedes podrá acompañarnos en la ambulancia, es por protocolo —se apresuró a aclarar uno de los hombres. Fué un instinto reflejo el de Mariano, el de voltear la cabeza con desesperación y buscar entre todos el rostro pecoso de Simón. —Yo lo acompañaré, soy el que tiene la tarjeta para pagarle a estas malditas lacras —contestó Felipe de forma rotunda mientras caminaba de mala gana hacia las puertas de la ambulancia, preparándose para subir una vez estas se abrieran. Ninguno se interpuso o se negó a la idea de este, después de todo, él tenía razón. Los paramédicos guiaron a Mariano para lograr subir a la ambulancia, una vez dentro, Felipe tomó lugar a su lado antes de que las puertas fueran cerradas con firmeza. Ambos chicos pudieron observar el rostro nostálgico y temeroso de sus amigos, más allá de cristal. Una vez que la ambulancia comenzó a avanzar, el pánico de Mariano surgió a modo de lágrimas. —Por favor, no es tan malo. Solo serán gasas y vendas, incluso llamarás la atención de las chicas en la escuela: Todas se acercarán a ti para cuidarte y puedes inventar cualquier historia que te haga quedar como un héroe —dijo Felipe en un intento por tranquilizarlo, dejando a un lado su escudo de niño rico. —No tengo miedo a lo que me hagan en el hospital, me da miedo el juego —susurró tan bajo que solo Felipe a su lado lograra oirlo. —Ya dije que eso no es real —contestó él, indignado. En ese preciso instante, Felipe sintió como una mano caliente se aferraba con fuerza a su muñeca. Con mucho esfuerzo logró reprimir el grito de dolor que creció en su garganta y, de forma disimulada, levantó el extremo de su camisa manga larga para revelar cinco horribles marcas en torno a su muñeca. Asustado apartó la vista de los cortes y se enfocó la calle más allá de la puerta de vidrio, tratando de distraerse. Aún así no encontró consuelo, ya que al mirar a través del cristal empañado por la humedad, logró distinguir claramente dos palabras que detuvieron su corazón: «Tu sigues» ----------------- Emilia, Victor y Simón permanecieron por largos segundos observando la esquina por la que había desaparecido la ambulancia. Si la lluvia, que caía por sus rostros y humedecía su ropa les incomodaba, ninguno dijo nada al respecto. —¿Qué hacemos ahora? —preguntó Victor, intentando apartar su cabello mojado del rostro. —No se ustedes pero yo me voy a la clínica —contestó Simón con firmeza, mientras daba la vuelta en dirección a la casa de Felipe. Con velocidad subió los cinco escalones que conducían al porche de la entrada principal y tomó del piso una vieja mochila antes de color azul marino, ahora decolorada por el tiempo e intentando asemejarse al color celeste. Una vez se la colocó a sus espaldas, se giró para comenzar su marcha hacia la clínica, pero la pequeña figura de Emilia le cerraba el paso, desafiante con sus ojos casi dorados. Más allá de la escalera, el cuello de Víctor se estiraba en un intento desesperado por ver qué ocurría. —Junto mi mochila y voy contigo —anunció de forma rotunda ella. Los labios finos de Simón se apretaron dibujando una delgada línea blanca, sin embargo, no dijo nada, tragando su enojo se limitó a esquivarla y bajó los cinco escalones. —Yo no iré con ustedes chicos, debo volver a mi casa o mi madre se preocupara —susurró Victor, de forma casi inaudible, una vez que ambos llegaran a su lado. Era sabido en toda la escuela que la madre de Victor, Sahara Petkus, lo protegía y cuidaba todo el tiempo, siempre que en la escuela se requería de la ayuda de un familiar ella era la primera en ofrecerse como voluntaria. A él lo avergonzaba la sobreprotección maternal que padecía, incluso solía discutir con ella al respecto. Sin embargo, desde la visión de Emilia y Simon, jamás lograrían entender la vergüenza o el enojo de Victor, ambos chicos solían divagar imaginando una familia cálida a la cual pertenecer, el tener una madre que se preocupara por sus asuntos escolares, pero ninguno de los dos corría esa suerte. —Está bien, cualquier cosa nosotros te avisamos. Cuídate —le contestó Emilia parándose junto a Simon. Los tres chicos se separaron, rápidamente los pasos pesados de Victor dejaron de escucharse a sus espaldas y un silencio tenso envolvió a ambos jóvenes. —¿Por qué vienes? —le preguntó Simón de forma brusca sin dejar de caminar —. No es como si lo conocieras, ¿qué te puede interesar? Emilia no se detuvo, aún así ,demoró unos segundos en contestar. —Me agrada, ¿sabes? Pero no solo él, todos ustedes me agradan. Son un extraño y disparejo grupo de amigos del cual me gustaría formar parte —contestó Emilia. Simon bufó y se rió por la bajo, luego se detuvo en seco y se giró en torno a ella obligándola detener su paso. —Mientes, está claro que vienes porque te gusta Mariano, si no lo admites fuerte y claro no te dejare venir —la atacó con una nota de disgusto en su voz. Los ojos de Emilia se abrieron buscando una pizca de humor en el rostro de Simón y, al no encontrarla, no pudo contener una risa fugaz que se le escapó. —Simon, no me gusta Mariano. Y si ese fuera el caso, ¿cual seria el problema? sé que él no tiene novia —contestó serena Emilia. —Hay un problema, somos amigos y si quieres formar parte de nuestro grupo no puedes romper la amistad con algo tan estúpido como eso —gruñó Simon clavando su mirada en ella. —¿Y qué hay de ti? Dictas las reglas pero no las cumples, solo una persona ciega y sorda no se daría cuenta que estás enamorado de él —le dijo Emilia, regalandole una blanquecina sonrisa que rápidamente murió en su rostro. Los dientes de Simón se apretaron con fuerza, sus mejillas se enrojecieron por vergüenza e ira, lo cual hizo exaltar las pecas que reposaban allí, sus ojos se volvieron salvajes mientras los enfocaba por completo sobre ella. Con rapidez y fuerza empujó el cuerpo de Emilia contra la reja de una casa, aprisionó su garganta con una mano al mismo tiempo que sujetaba su cabello con la otra. Los ojos de ella se inundaron de lágrimas mientras intentaba soltarse. —Si vuelves a repetir eso, te mataré —la amenazó Simón y al instante se arrepintió. Dijo las mismas palabras que su padre solía decir a su madre, aquel hombre cruel y perverso que dibujaba el rostro de sus pesadillas. Rápidamente la liberó, pero Emilia no se movió de su lugar, él se limitó a observarla una vez más antes de alejarse y poner rumbo a la clínica.
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