Felipe, por sabiduría o estupidez, evitó contarle lo ocurrido a Mariano; en su lugar permaneció en silencio a su lado, mientras observaba como la pierna de su amigo era anestesiada, desinfectada y vendada.
El pudo notar como el rostro de su Mariano se contrajo con cada movimiento que el médico dibujaba sobre su pierna, no de dolor, sino más bien por impresión.
Le fué imposible no pensar lo afortunado que era: A lo largo de sus trece años, jamás se había quebrado, raspado y mucho menos quemado, su piel estaba en perfectas condiciones gracias a sus nanas de compañía. Ellas lo habían cuidado y criado, o al menos le enseñaron lo básico para lograr sobrevivir en el mundo, para que fuera un pez en el océano. Por el contrario, sus padres lo habían educado para convertirse en el tiburón de ese océano.
Felipe estaba orgulloso de sí mismo, a su corta edad el tenía poder de decisión sobre la vida de todo aquel que lo rodeaba. Él era capaz de tirar de hilos y mover a las personas a su gusto como si fueran simples títeres.
Este último pensamiento le revolvió el estómago: Por primera vez él no era un Titiritero, se había convertido en una simple marioneta más.
—Bueno esto ya está, dentro de una semana deberá volver para controlar el estado, deberá cambiar la gasa una vez por día acompañado por una buena limpieza y desinfección —dijo el médico con el rostro cuarteado por la edad—. Pero antes de que se retiren, hay un par de hombres que quieren hablar con ustedes.
El rostro de Mariano permaneció solemne al observar a tres policías acercarse a ellos. Por otro lado, el rostro de Felipe se desdibujó y su mente comenzó a recordar todas las palabras que su padre le indicó que dijera frente a la ley.
El aspecto de dos de ellos denotaba una mezcla de torpeza con idiotez, de contextura baja y rellena, parecían ir papando moscas en su caminar. Por el contrario, el tercero y más próximo a ellos, reflejaba intelecto y experiencia adquirida con el correr de los años, incluso su forma de caminar liberaba un aura de confianza digna de admirar.
Felipe tragó duro. De este último se debía preocupar.
—Hola chicos, soy el detective Marcus Etecher del Departamento de Investigación de Rauch —comenzó a decir el hombre que aparentaba mayor inteligencia —. Verán, vinimos aquí para interrogar a un niño por la desaparición de Lucía Arlois y ustedes aparentan tener su misma edad ¿Es posible que la conozcan?
Felipe la conocía y sabía de su paradero, si fuera por él la chica ya estaría en su casa, sin embargo no era su decisión. Por otro lado, también sabía que si se rehusaba a prestar ayuda más allá de ser menor, podría despertar sospechas de aquel hombre, por lo que permitió que Mariano tomara la palabra manteniendo un rostro inexpresivo.
—Creo que iba a la misma escuela que nosotros, pero no la conocíamos —contestó el muchacho de cabello dorado, pensativo.
Uno de los detectives comenzó a anotar en una libreta.
—¿Saben si tenía problemas con alguien en la escuela? —volvió a interrogar el detective Marcus.
Los labios de Mariano se apretaron ligeramente mientras desviaba la mirada hacia Felipe en busca de ayuda. El gesto desvío la atención del Sabueso-Detective y la centró en Felipe.
«Idiota, inútil, bueno para nada» pensaba este ultimo mientras intentaba mantener la respiración monótona y su cara ilegible.
—Si, tuvimos problemas durante los recesos. A veces discutíamos porque ella compraba la última golosina rica de la escuela, señor —mintió Felipe utilizando un tono ingenuo y amable.
Los dos detectives sin nombre parecían creer su mentira, pero Etecher seguía observándolo con suspicacia.
—¿No acaban de decir que no la conocían? —interrogó el detective.
—Él no la conoce, él contestó tu pregunta. Yo sí la conozco, solo que mi amigo se adelantó a responder por los dos —se apresuró a decir Felipe.
El detective Marcus pareció creerle por fin ya que se limitó a asentir y tomar sus nombres. Si reconoció el apellido de Felipe, no mostró ningún indicio de ello.
Luego los oficiales se despidieron satisfechos y se alejaron por el mismo lugar de donde llegaron.
Felipe respiró aliviado, sabía que no existía evidencia alguna que lo vinculara con aquella desaparición, pero aún así no pudo evitar el notable aumento de sudor en la palma de sus manos. Al menos logró mantener su mente fría y lengua hábil a la hora de escapar de aquella situación, su padre estaría orgulloso de él.
—Tú la conocías —susurro Mariano observándolo de reojo.
—Solo hablé con ella un par de veces y nada más, no me pareció necesario informarlo —mintió Felipe, aún manteniendo esa cara indescifrable.
Mariano lo inspeccionó con esos ojos color cielo, una pequeña corriente eléctrica lo invadió: Solo tres personas en todo su mundo eran capaces de descifrar los secretos que escondía su mirada, él era una de ellas.
—Mientes —susurro este, en un tono casi inaudible, su rostro tornándose más rígido que de costumbre.
Observando ese turbulento mar azul que pintaba sus ojos, Felipe podía notar cómo la mente de Mariano comenzaba a trabajar en busca de respuestas: Su amigo no era la persona más brillante del mundo, pero había estado presente u observando en momentos cruciales, solo era cuestión de atar cabos para que la verdad surgiera. Necesitaba hacer algo antes de que fuera demasiado tarde.
Felipe abrió la boca en un intento por salvar su pellejo, pero otra voz hermosa y macabra en partes iguales comenzó a cantar una canción que ya conocían.
«Tira y jala, los hilos se tensan»
Ambos corazones se aceleraron en el preciso instante en que las luces de toda la clínica se apagaron, el horror recorrió sus cuerpos al observar que todo el personal del lugar se quedaron firmes como estatuas en su lugar, sin terminar la acción que estaban realizando.
La respiración de Felipe se aceleró mientras sentía como cada extremidad se volvía más pesada, un escalofrío recorrió su cuerpo dejando a su paso un fuerte temblor, semejante al de las hojas de un árbol a punto de ser arrancadas de este por un viento feroz. Sus pupilas se dilataron, adaptándose a la poca luz del lugar, mientras sus ojos color aceituna se perdían en la lejanía del pasillo,donde un fino destello casi dorado se filtraba por debajo de la puerta de la morgue.
Esta vez, su salvación se encontraba mucho más lejos que la vez anterior. Sin poder contenerse, un chorro de orina ensució sus pantalones.
Le tocaba a él, era su turno de jugar.