Capítulo 1
Maya despertó con un sobresalto. Su cabeza latía con fuerza, un dolor sordo que acompañaba la confusión que se extendía por su mente. La habitación estaba a oscuras, iluminada solo por los primeros rayos de luz que se filtraban a través de las gruesas cortinas. Su piel desnuda sentía el roce de sábanas de una textura lujosa, un detalle que no se alineaba con su humilde realidad. Pero lo que más la alarmó fue el peso firme y cálido de un brazo masculino que rodeaba su cintura.
Se tensó de inmediato. Giró apenas la cabeza para observar al hombre que yacía junto a ella. Su cabello oscuro estaba despeinado, su rostro relajado en un sueño profundo. Maya no lo reconoció de inmediato, pero su corazón se aceleró. No podía permitirse despertarlo; no sabía quién era ni cómo había terminado en esa situación. Intentó moverse con cuidado, pero su cuerpo no respondía como esperaba, como si estuviera atrapada entre el agotamiento y la ansiedad.
Cerró los ojos y respiró profundamente, tratando de calmar el torrente de emociones que amenazaba con desbordarla. Si no podía moverse, al menos podía intentar recordar. Se obligó a buscar en su memoria las piezas del rompecabezas que la habían llevado hasta aquí. Lo único claro en su mente era el día anterior, su decimonoveno cumpleaños.
—¿Por qué todo en mi vida tiene que ser una pesadilla? —susurró para sí misma, con los ojos cerrados y el corazón apesadumbrado.
Los recuerdos comenzaron a llegar, uno tras otro, como una serie de golpes implacables. Había querido que ese día fuera especial, aunque nadie pareciera recordarlo. Su madre, quien siempre había sido su apoyo, ya no estaba. Había fallecido años atrás, dejando un vacío que Maya nunca logró llenar. Pero Maya no había permitido que esa tristeza la detuviera. Decidió que celebraría con Ethan, su novio, el único que le demostraba un poco de afecto en un mundo que parecía decidido a ignorarla.
Había pedido permiso en el trabajo para salir temprano, algo que no solía hacer. Se había esmerado con su apariencia, poniéndose un vestido sencillo pero bonito, uno que Ethan le había dicho que le quedaba bien. Con una sonrisa nerviosa, se dirigió a su apartamento. Quería sorprenderlo. Había planeado llevar una pequeña tarta que compró camino a casa y pasar la noche con él, celebrando en privado.
Pero todo se desmoronó al abrir la puerta. No necesitó entrar para entender lo que estaba ocurriendo. Los gemidos de una mujer desconocida resonaban desde el dormitorio, mezclados con las palabras de Ethan:
—Más fuerte… pídemelo así, cariño.
Maya se congeló. Durante un largo momento, no pudo moverse. No podía procesar lo que estaba escuchando.
Nada podía cegar sus ojos a la horrible imagen a la que estaba expuesta. Ambos estaban completamente desnudos y le daban la espalda. La chica estaba en cuatro, con las manos aferradas a la sábana, mientras Ethan estaba detrás de ella, mientras la embestía.
Maya se quedó petrificada en el umbral de la habitación, incapaz de moverse o apartar la mirada. Era como si sus pies estuvieran anclados al suelo y su mente se negara a procesar lo que estaba viendo.
—¿Así te gusta? —preguntó Ethan con voz ronca, casi gutural.
Los gemidos de la mujer se intensificaron, un sonido grotescamente triunfante que hizo que la sangre de Maya se congelara. La chica enterró su rostro en la almohada mientras Ethan agarraba su cabello con fuerza, inclinándose sobre ella.
—¡Joder, estoy cerca! —gruñó Ethan, su voz transformándose en algo casi lobuno mientras seguía moviéndose con desenfreno.
Maya no supo qué fue lo que finalmente la sacó de su estado de shock. Tal vez fue el sonido de la voz de Ethan, un eco cruel que golpeó su corazón como un mazazo. O tal vez fue la tarta que aún sostenía en las manos, un recordatorio de sus intenciones para esa noche. El objeto, ahora insignificante, cayó al suelo con un ruido sordo.
—¡No puedo creer que me hicieras esto, Ethan! —gritó, su voz quebrada por la traición y el dolor, sin esperar respuesta se fue de ahí.
Maya ni siquiera había podido ver la cara de la mujer que estaba con Ethan. Todo había pasado tan rápido y, al mismo tiempo, tan lentamente, que su mente apenas podía procesarlo. Mientras corría fuera de aquel apartamento, sus pensamientos la traicionaban, llevándola a un lugar más oscuro. No era Ethan quien la había traicionado. No del todo. Ella se culpaba por no haberlo visto venir. Por no haber entendido, desde un principio, que estaba destinada a ser miserable.
La maldición de ser Maya Blackwood.
Su padre, Arthur, era el Alfa de la manada Blackwood, una comunidad pequeña pero importante en la jerarquía de los clanes lobunos. Como todos los Alfas, Arthur solo pensaba en su legado, en un heredero que perpetuara su linaje y asegurara su posición. Pero la vida no se lo había puesto fácil. Su esposa, la orgullosa Luna de la manada, tuvo complicaciones después de dar a luz a su primera hija, Lisa. Los médicos fueron claros: no podría tener más hijos.
La noticia fue un golpe devastador para Arthur, y aunque él nunca se lo dijo directamente, Maya supo que ese fue el inicio de todo su desprecio. Arthur buscó una solución práctica: recurrió a una omega común de la aldea, alguien que pudiera ser un vientre de alquiler para darle el ansiado heredero. Pero el destino, siempre irónico, tenía otros planes. Maya nació, otra niña.
Arthur se enfureció tanto que juró no tener nada que ver con ella. Su odio hacia Maya era profundo, como si su existencia fuera un recordatorio constante de su fracaso. Si no hubiera sido por la muerte de su madre, Maya jamás habría puesto un pie en la casa de los Blackwood.
La vida con su padre fue un tormento. No solo era una omega, lo cual ya era un estigma en sí mismo dentro de los clanes lobunos, sino que para la mayoría de los de su especie, el despertar del lobo interior ocurría a temprana edad. Desde los tres años, los lobos se manifestaban con pequeños signos: un aura de poder, sentidos más agudos, un olor distintivo que los identificaba. Pero Maya, a sus 19 años, no tenía nada. Ni poderes lobunos, ni olor. Era más débil que un humano común y corriente, lo que hacía que Arthur la despreciara aún más.
Lo peor no era solo la indiferencia de su padre, sino también el desprecio de la esposa de este, quien nunca pudo superar que su marido hubiera tenido que buscar a otra mujer, aunque fuera solo un vientre. Cada mirada de la Luna estaba cargada de veneno, y no perdía oportunidad de recordarle que no pertenecía allí, que era una intrusa, una desgracia.
Sin embargo, no todo había sido dolor. Lisa, su hermanastra, había sido su único refugio. Lisa era la única que la trataba como una persona, que la defendía de los comentarios hirientes y la abrazaba cuando todo se sentía demasiado pesado. Si no hubiera sido por Lisa, Maya probablemente se habría rendido mucho antes.
Maya no podía dejar de pensar en Ethan. En cómo había llegado a creer que él era su todo. Era inteligente, atractivo, y parecía tener el futuro asegurado. Todos en la manada decían que sería el próximo Alfa de los Blackwood una vez que su padre, Arthur, decidiera retirarse. Ethan siempre destacaba en las reuniones, no solo por su físico imponente, sino por su manera de hablar, por su confianza. Y ella, una simple omega sin lobo, había sido la elegida por él.
Cada vez que caminaban juntos por el pueblo, podía sentir las miradas de las demás chicas. La admiración en sus ojos, el deseo. Pero Ethan nunca se dejó llevar por ellas. O al menos, eso había creído Maya. Su atención estaba siempre sobre ella, haciéndola sentir especial, como si estuviera viviendo un sueño. Pero hoy ese sueño se había convertido en una pesadilla.
La realidad la golpeaba con brutalidad: ella no era suficiente. Nunca lo había sido. Solo era un fenómeno que jamás sería amada.
Maya no regresó a casa después de lo ocurrido. No podía enfrentarse a las preguntas de su padre o las miradas de desprecio de la Luna. En lugar de eso, se encontró en un parque desolado, abrazándose a sí misma mientras las lágrimas caían sin cesar. Sus sollozos eran el único sonido en la fría noche, un eco de su corazón roto.
No supo cuánto tiempo pasó, pero de alguna manera Lisa la encontró. Maya no entendía cómo su hermanastra había sabido dónde buscarla, pero tampoco le importó. En cuanto la vio, todo su autocontrol se rompió.
—Lisa… —sollozó Maya, incapaz de decir algo más.
Lisa, alta y majestuosa como su madre, no dudó en correr hacia ella y envolverla en un abrazo protector. No había reproches en sus ojos, solo preocupación genuina.
—Estoy aquí, Maya. Estoy contigo —susurró Lisa, acariciándole el cabello mientras Maya lloraba contra su hombro.
Fue entonces cuando Maya lo soltó todo. Le contó entre lágrimas lo que había visto en el apartamento de Ethan, cómo se había sentido y cómo su mundo se desmoronaba ante sus ojos. Lisa escuchó en silencio, sin interrumpirla, pero sus manos se tensaban cada vez que Maya mencionaba el nombre de Ethan.
Cuando terminó, Lisa habló con firmeza.
—Ese hombre no te merece, Maya. No quiero que vuelvas a llorar por alguien tan despreciable. Eres mucho más de lo que él jamás podrá tener.
Las palabras de Lisa eran cálidas, pero no bastaban para llenar el vacío que Maya sentía en su pecho. Su hermanastra seguía abrazándola, murmurando palabras de consuelo, cuando de repente una luz brillante las iluminó.
Maya levantó la vista y vio las luces de un auto acercándose. El vehículo se detuvo frente a ellas, y un escalofrío recorrió su cuerpo. No sabía si era el frío de la noche o la creciente sensación de incomodidad.
Fue entonces cuando algo llamó su atención. Miró la mano de Lisa, que descansaba en su hombro, y notó un detalle que antes había pasado por alto: el reloj.
—Lisa… —murmuró, su voz temblando ligeramente.
—¿Qué pasa? —preguntó Lisa, frunciendo el ceño.
Maya bajó la mirada hacia el reloj nuevamente, un diseño elegante y distintivo. Era inconfundible. La imagen de esa mujer en el apartamento, de espaldas, vino a su mente como un rayo.
—La mujer que estaba con Ethan… ella llevaba un reloj igual al tuyo.