No sé cuál es la peor tortura: si el silencio o los pequeños sonidos que lo rompen.
Aquí, encerrada en esta habitación enorme, con las ventanas cerradas, tan cerradas que parecen de mentira, el silencio pesaba como una lengua húmeda sobre mi piel. Pero a veces… a veces es peor cuando uno se quiebra.
Como ahora.
Nuevamente un llanto suave se filtró por los parlantes. Un llanto que no debería afectarme, que no debería importarme, pero me invadió igual. Como un eco enterrado en mi cabeza, como un fantasma nuevo en este encierro sin sentido.
—¿Nil…? —escuché que balbuceó la bambina.
Cerré los ojos, y fue peor. El temblor de mis manos empeoró.
No tenía lógica. No tenía razón. No soy la madre de esa niña. Ni siquiera sé por qué este hombre decidió hacer sonar su voz aquí, justo aquí, donde él sabe que estoy rota.
Quizá eso es lo que quiere: romperme más.
Lo detesto. Lo odio. No lo entiendo… y eso es lo que me asustaba.
Porque no entender a tu captor es como caminar a ciegas hacia un precipicio.
Agarré el borde de la cama, intentando respirar. Pero mi cuerpo ya no respondía como antes. No sabía si era la falta de la droga, del alcohol, o de ambas cosas… o si simplemente estoy perdiendo la cordura.
Mis piernas temblaban. Mis dientes castañeaban. El sudor frío me corrió por la espalda, aunque la habitación estaba helada. A veces veía luces que no existían. O escuchaba sonidos que no sabía si venían de los parlantes… o de mi cabeza.
Mi padre siempre decía que los enemigos son previsibles si observas su patrón.
Tengo una vida desordenada. Lo acepto; pero eso no me ha hecho apática de la realidad, ni carente de capacidad para analizar que tal parecía que micaos me llevó al precipicio.
Al observarlo, me confundida. Davide no tiene patrón. Es hielo, fuego, cálculo, rabia.
Y no sé qué versión de él es real.
Me puedo interpretarlo, su actitud me confunde.
Un sollozo más fuerte me atraviesa como una flecha.
—Nil… ven…
Aprieto las sienes con fuerza.
No. No. No.
La abstinencia hace que mi piel duela, que mi pecho lata irregular, que mi garganta sienta un vacío insaciable. Pero lo peor era sentir que estas voces… estos llantos… podían quebrar algo en mí que todavía no se rompió del todo.
La puerta se entreabrió en el proceso en el que luchaba en contra de las voces y mi sufrimiento. Era una de las empleadas. Movió la cabeza con cuidado, como si temiera pisar un terreno minado, y quizá tenía razón. Aquí todo e era territorio de Davide, y Davide no perdona.
—Señorita Allysel, le traje comida… —dice con un hilo de voz.
Deja una bandeja en la mesa que estaba en un rincón.
—Por favor… —susurré antes de que pudiera girar para irse.
La mujer se queda inmóvil.
Mis piernas cedían un poco, pero me obligué a mantenerme de pie. Me acerque a ella como si caminar fuera una batalla, como si mis huesos pesaran kilos de más.
—Por favor —repetí, aferrándome a su brazo—. Necesito… solo un trago. Uno pequeño. Whisky, vodka, lo que tengas. Nada más. Solo para calmar esto…
Mi respiración se cortó en un espasmo.
—Me estoy volviendo loca. Él lo sabe. Él quiere que pase. No puedo… no puedo seguir así.
La mujer miraba hacia los rincones, como si esperara que alguna cámara la fulminara.
Y tal vez sí nos estaba viendo.
—No puedo —susurró—. El señor Davide fue claro. Nada de alcohol. Nada de sustancias. Nada.
Me sorprendió. No esperaba que hubiera puesto al tanto a su personal sobre mis debilidades.
—No te estoy pidiendo que lo desafíes. Solo que me ayudes. Soy yo la que está suplicando. Yo asumiré todo. Solo… solo un trago.
Las lágrimas quemaban mis ojos. No soy débil. Nunca he sido débil.
Pero aquí, en este lugar donde Davide controlaba hasta mi respiración, me sentía diminuta.
No entendía para que me tenía aquí. Era mejor que me asesinara si me odiaba tanto.
—Por favor.
Mi voz se quiebra.
—Me duele… todo me duele.
Ella apretó los labios.
Y por un instante creí que iba a ayudarme.
Un mínimo instante imaginé que esa mujer tendría compasión de mí. Lo vi en sus ojos.
Hasta que escuchó el sonido que congeló la habitación completa: unos pasos, firmes, exactos. Cargados de una amenaza silenciosa.
A los pocos segundos Davide apareció en la puerta como una sombra perfecta.
La empleada retrocedió de inmediato, palideciendo.
Él entró despacio. Demasiado despacio. Como si disfrutara cada segundo del miedo que provocaba.
—Interesante —dijo con un tono de voz suave, muy cruel—. No sabía que ahora también te dedicas a reclutar cómplices.
La empleada casi se desploma cuando él la mira. Su mirada era un filo frío, capaz de cortar sin tocar.
—Señor, yo… yo solo vine a traer…
—Cállate —ordenó sin subir la voz.
Ella obedeció.
Retrocedí un paso. Él no me miró primero, sino a ella. Se dedicó a quebrar a la empleada.
—¿Qué te pidió? —preguntó con esa calma que daba más miedo que cualquier grito.
—N-nada, señor. Solo… solo habló… no me dio nada, no le di nada…
—No estoy preguntando si le diste algo —respondió, acercándose hasta quedar a centímetros de ella—. Estoy preguntando ¿qué te pidió?
—Un… un trago —murmuró ella con los ojos llenos de lágrimas—. Pero yo… yo no…
Él la silenció con un gesto. Luego se giró hacia mí.
Y ahí sí… sentí que el aire se volvió una prisión invisible. Sus ojos me recorrieron despacio. No había compasión en ellos, tampoco enojo explosivo. Solo un análisis frío que me hacía temblar más de lo que ya estaba por la abstinencia.
—Así que whisky —dijo sin emoción—. Interesante elección para alguien que afirma no tener un problema.
—No estoy pidiendo permiso para beber —dije con dificultad—. Estoy pidiendo algo que me ayude a no convulsionar delante de ti.
Él alzó una ceja.
—Si tu cuerpo se destruye por tu propia falta de control, no es mi problema.
El comentario me atravesó como un cuchillo.
Pero no fue la crueldad lo que me destruyó… sino la indiferencia. Él se volvió hacia la empleada.
—Lárgate —ordenó.
Ella salió casi corriendo. La puerta se cerró. Entonces Davide se quedó quieto. Muy quieto. Demasiado quieto. Como si estudiara cada temblor en mi cuerpo, cada respiración inestable, cada espasmo de mi piel.
—¿Por qué haces esto? —pregunté, sintiendo que mi voz era un susurro roto—. ¿Qué ganas con tenerme aquí? ¿Qué ganas con torturarme con la voz de esa bambina? ¿Qué quieres de mí?
Él no pestañeó.
—Control —respondió—. Algo que tú nunca has tenido.
Mi pecho se sacudió. No supe si de rabia, miedo… o algo más oscuro. Lo odié por su calma, por su seguridad, por cómo me miraba como si fuera un experimento fallido.
—No entiendes nada —añadió, y esa frase, esa maldita frase, me encendió la piel.
—Tienes razón —respondí sin respirar—. No te entiendo, y eso es lo que más miedo me da.
Un silencio pesado cayo entre nosotros.
Un silencio que solo se rompió cuando la vocecita volvió a sonar.
—Nil… Nil…
La bambina otra vez. Esa voz que me estaba haciendo perder el equilibrio.
Davide se tensó apenas. Fue un gesto casi imperceptible, pero yo lo noto.
Algo en esa voz lo tocaba. Algo que él no quería que yo viera. Pero lo veo.
—Necesito que estés lúcida —dijo finalmente—. No pienso permitir que tus vicios decidan por ti.
Se dio media vuelta y salió, cerrando la puerta con firmeza.
Me dejó temblando, más rota. Me dejó escuchando la voz de la bambina que sollozaba:
—Nil… ven…
No sé cuánto tiempo pasó. Minutos, horas. No sé. Me mantuve mirando la puerta, mientras mi cuerpo reaccionaba al odio que sentí en contra de Davide, él no era quién para pretender decidir sobre mí vida.
Si es de verdad el asesino de mi padre, no entendía el porqué no acababa de una vez conmigo.
—¡TE ODIO! —Solté un grito.
No se si fue porque de verdad lo sentía o porque la ausencia de la droga y el alcohol en mi cuerpo me estaban llevando a la desesperación.
Mientras tanto Davide:
¿Que si la escuché? Claro que sí. Ganas no me faltaron para devolverme y vaciar en su frágil maltrecho cuerpo mi arma. Solo alguien como ella, la hija de ese malnacido puede desear tanto destruirse.
También la odié. El sentimiento es mutuo. Pero entendí que solo estaba respirando desde la herida de frustración al ver que no cedo a sus caprichos.
—¿Qué hago con ella? —me preguntó Enrico.
—Nada, déjala sola. Ya se le pasará el berrinche…
Enrico me miró por unos segundos.
—Se va a morir.. tú y yo sabemos que ese proceso no es fácil…
—Si no se ha muerto con toda la porquería y las pollas que se mete no creo… primero la mato. No te dejes convencer por su mirada.. es hija del maldito… está acostumbrada a jugar con todos…
—Incluso contigo…mira como te tiene…
Su respuesta me cabreó, no le respondí. Solo le di la espalda y me fui a mi habitación. Estaba fastidiado, pero convencido de que era la solución. Solo necesitaba que ella estuviera bien para cuando los de bienestar social vieran a la bambina… con ella. Solo así podré hacer lo que deseo. Tener sus bienes.
Después de eso me cobraré el estúpido deseo de venganza por el que se me presentó esa noche… porque nadie me convence de lo contrario, sino ¿Por qué otra razón la hija del maldito de Nicola me miró de esa forma esa noche?