Nicolas
Han pasado cuatro semanas desde aquel día. Cuatro semanas desde que escuché a John Elway decirme al teléfono: “Bienvenido a casa, hijo.”
Y todavía me despierto preguntándome si fue real, pero luego veo la gorra de los Broncos sobre la cómoda y el borrador del contrato doblado en mi mochila, y sé que no fue un sueño.
Durante esos días me llegaron más llamadas de las que imaginé, no solo felicitaciones, sino ofertas.
Equipos que habían mostrado interés en mí antes del Draft comenzaron a presionar a mi agente con propuestas de cambio.
Los Raiders estaban dispuestos a ofrecer una primera ronda del próximo año y un linebacker titular, los Commanders preguntaron si estaría dispuesto a negociar si las condiciones del contrato no me satisfacían, incluso los Giants —que me ignoraron en el pick 6— ofrecieron una cantidad absurda para atraerme si surgía algún conflicto interno en Denver.
Yo solo sonreí y les dije a todos lo mismo:
—Gracias, pero no me voy de casa.
Esa misma semana, mis compañeros de universidad me organizaron una celebración discreta, no en un club, ni en un restaurante caro.
Solo una noche en el campo de entrenamiento, unas luces portátiles, cervezas frías y la música de siempre, risas, abrazos, fotos, era uno de esos momentos que guardas en el corazón sin necesidad de subirlo a redes.
Mientras me reía con Davis, mi receptor favorito, él me puso una mano en el hombro y dijo:
—Ahora que eres pro, ¿nos vas a olvidar? — estaba tomando más de la cuenta, así que solo le sonreí
—Nunca —le respondí con sinceridad.
Fue en ese momento que vi a alguien parado junto a la entrada del campo, Michael Thomson.
Michael y yo fuimos inseparables durante los primeros dos años en la universidad, entrenábamos juntos, estudiábamos juntos, incluso salíamos juntos, era talentoso, fuerte, ágil, con buena lectura.
Pero había algo que siempre le molestó: que yo fuera quarterback y él no.
Cuando comenzó a crecer mi popularidad, cuando empecé a recibir menciones en las conferencias de prensa y entrevistas en las diversas universidades en las que jugamos, algo cambió en él.
Se volvió frío, competitivo de una forma malsana, hasta que un día, dejó de hablarme sin razón.
Ahora lo tenía frente a mí, llevaba una sudadera negra con el logo... de los Broncos.
Se me heló la sangre, pero aun así me acerqué a él, no para pelear, sino para ser civilizado, así que le ofrecí la mano, pero él la ignoró, así que solo sonreí.
—¿Quién lo diría, eh, Preston? —dijo, con esa sonrisa ácida que conocía bien— El chico de oro de Denver... y yo, tu “sombra”, compartiendo el mismo vestuario — menciono con altanería, pero solo me limite a sonreír
—Felicitaciones por el contrato, Michael —respondí, manteniéndome sereno— El equipo necesita buenos safeties — aseguré un poco desafiante, sabía que el odiaba ser defensa, pero era el lugar para el que fue seleccionado.
—¿Crees que vine a ayudarte? —me interrumpió— No vine a aplaudirte, Nick, vine a demostrar que tú no deberías estar ahí, que no eres el líder que todos creen — No dije nada, porque en el fondo... ya sabía que ese era su objetivo desde el Draft, así que solo me limite a darme la vuelta y a ir con el resto de mis compañeros.
Al día siguiente, finalmente firmé el contrato oficial con los Broncos, fue un momento solemne, incluso con las cámaras de la prensa y las preguntas rápidas de los reporteros.
Me sentía completo, como si todo por lo que había luchado comenzaba a tener forma real, tangible, era el paso final, el primero hacia una nueva vida, las clases en la universidad habían terminado esta semana por lo que oficialmente iniciaban las vacaciones de verano y obviamente los entrenamientos del equipo, teníamos que estar preparados para finales de agosto, antes de que inicien los partidos.
Esa noche, algunos jugadores recién firmados y agentes nos reunimos en el bar de un hotel del centro, era elegante, de luces bajas y copas caras, nada como las fiestas universitarias a las que estaba acostumbrado y más que nada, porque yo no tenía el dinero suficiente para pagar en un lugar así, por lo que me sentía un poco fuera de lugar, comparado con el resto de mis compañeros que sí tenían este poder adquisitivo.
Michael, para mi sorpresa, apareció también, esta vez más simpático, incluso insistente, no me gustaba su tono, su manera de reír demasiado fuerte ni cómo me animaba a tomar más de la cuenta, algo dentro de mi sospechaba que el intentaba hacerme quedar mal con los demás chicos del equipo, pero no lo lograría.
—Vamos, mariscal —me dijo, alzando otro shot de tequila— Es tu noche. ¿Vas a seguir siendo el chico perfecto toda la vida? — se burló de mí y yo solo sonreí, no podía ceder a sus provocaciones
—No vine aquí a perder el control —le respondí, calmado, apartando el vaso—. Tengo una carrera que cuidar— él rodó los ojos, como si se aburriera de mí, pero entonces noté que sus intenciones no eran simplemente molestarme, estaba esperando que cometiera un error.
Un descuido, algo que pudiera usar más adelante, era un juego peligroso, así que decidí no darle más atención.
Pero cuando miré hacia enfrente la vi….
Una chica de cabello castaño, ondulado, sentada en una de las mesas del fondo, llevaba un vestido azul oscuro, su mirada serena, pero a la vez triste, no sé por qué, pero algo en ella me resultaba familiar, como si ya la hubiera visto antes, como si... hubiera estado en algún recuerdo importante, enterrado por los años.
Ella me miró apenas por unos segundos, me dedicó una sonrisa breve y entonces la reconocí, era esa chica que había visto en Houston después del partido, la misma chica a la que no podía olvidar desde entonces, no sabía su nombre ni absolutamente nada de ella, pero tenía algo que no me permitía apartar la mirada de ella.
No parecía interesada en quién era yo, ni en las cámaras que había visto al llegar, era como si solo estuviera ahí, en su mundo y eso me atrapó aún más.
—¿Qué miras? —me preguntó Michael, ya medio ebrio haciendo que apartara mi mirada de ella.
—Nada —respondí— Solo algo que vale la pena mirar — regresé mi mirada a la chica, pero ahora había un chico hablando con ella, así que decidí centrarme en mis amigos, tal vez era su novio o algo, lo cual no tenía sentido, cuando la vi en los vestidores de su universidad estaba con otro chico, eso me hacía sentir un nudo en el estómago, pero ¿Por qué me molestaba imaginarla con otro?
Intenté mantenerme sobrio, lo juro, pero las horas pasaron, y entre los brindis, los viejos compañeros que llegaron sin aviso, los discursos que me obligaron a improvisar, fui bajando la guardia.
Una cerveza, luego otra, después vino un whisky, alguien pidió shots “por el mariscal”, no quise parecer aguafiestas, no esa noche, no después de todo lo que habíamos conseguido, al día siguiente volveré a ser el mismo chico centrado en sus planes que sigue todas las reglas para lograr sus sueños, pero hoy me tomare un respiro.
Varias horas después, no estaba completamente fuera de mí, pero sí lo suficiente como para no pensar demasiado.
Ella seguía ahí, sola, viéndome a ratos, como si también estuviera esperando algo, como si mi presencia también la atormentaba tanto como la suya a mí.
Me acerqué, no sé exactamente qué hablamos, sé que hubo risas, miradas largas, pequeñas confesiones sobre lo absurda que era la fama, sobre lo ridícula que podía ser la presión cuando solo querías lanzar un balón y disfrutar la vida.
Conectamos más de lo que ambos queríamos admitir, hubo química, hubo roce de manos, hubo algo.
Y luego… la nada.
Me desperté al día siguiente en la habitación del hotel, con un dolor de cabeza infernal, el traje tirado en una silla y un vaso de agua medio vacío en la mesa, a mi lado, el espacio estaba desordenado, pero vacío, no había nota, ni rastro, solo un aroma suave que no reconocía, y una sensación extraña en el pecho.
No recordaba qué pasó.
No sabía si pasó algo físico, si solo hablamos toda la noche, si me despedí o si fui tan torpe como para desmayarme a mitad de una conversación, pero lo peor no era no saber, lo peor era que no podía sacármela de la cabeza.
Y ni siquiera recuerdo su nombre.