**JULIAN**
Me senté junto a Peter frente a la pantalla, ajustando la cámara para la videollamada. El nombre que aparecía en la esquina era Jitsu, el empresario japonés interesado en la parte tecnológica de Thorne Global Holdings. La conexión se reestableció y su rostro apareció, serio, impecable, con esa precisión que siempre me había impresionado de los negociadores orientales.
Peter seguía hablando, Jitsu asentía con precisión y yo fingía concentración. Pero en mi mente, lo único que resonaba era la sonrisa de Elara, el borde de la copa rozando sus labios y el recuerdo de lo que había ocurrido entre nosotros.
Me obligué a enderezar la espalda, a mantener la voz firme. El negocio debía continuar. Nadie podía sospechar nada. Sin embargo, mientras la videollamada avanzaba, yo sabía que la verdadera batalla no estaba en convencer a Jitsu… sino en resistir la presencia de Elara, disfrutando del caos que había sembrado en mi vida.
Las palabras salían fluidas, convincentes. Eran mi mantra, mi escudo. Pero mientras las pronunciaba, sabía que era una mentira. Porque en mi mundo, en mi cuerpo, ya había ocurrido una intrusión. Y no había habido aniquilación. Solo había una rendición total. Y la intrusa, sonriendo ahora para sí misma, sabía que mi filosofía de “confianza cero” se había hecho trizas en el suelo de un baño de mármol. La verdadera batalla no estaba en la pantalla. Estaba en la distancia de quince metros que me separaba de ella. Y la estaba perdiendo, estrepitosamente. Esa mujer está moviendo mi mundo de control.
Me despedí de Peter con una cordialidad que apenas lograba disimular mi impaciencia. Mis palabras salieron mecánicas, pero mis ojos, como si tuvieran voluntad propia, no podían apartarse de Elara. Ella caminaba junto a él hacia la salida, su copa de vino en la mano, y cada paso que daba me quemaba por dentro. La simple idea de que se marchara con él me resultaba insoportable, un veneno que se extendía por mis venas.
No lo pensé demasiado. Mis piernas se movieron antes de que mi mente pudiera detenerlas. Los alcancé con pasos largos y decididos, mi voz grave rompiendo el aire que nos rodeaba.
—Yo llevaré a Elara. Voy camino a casa de mis suegros, así que es más conveniente —dije, sin siquiera pestañear.
Peter me miró con sorpresa, como si no entendiera del todo lo que acababa de pasar. Luego giró hacia ella, buscando su aprobación. Elara, en cambio, no parecía desconcertada. Sostuvo su mirada con calma, y después de unos segundos que se sintieron eternos, esbozó una sonrisa. Esa sonrisa. La misma que siempre lograba desarmarme.
—Perfecto entonces —respondió Peter con una cortesía que me pareció innecesariamente condescendiente. Me estrechó la mano antes de marcharse, y aunque traté de mantener la compostura, por dentro sentí una victoria primitiva.
Elara entró al auto con una tranquilidad que parecía burlarse del torbellino que llevaba dentro. Cerré la puerta tras ella y me acomodé en el asiento del conductor. El silencio nos envolvió como una sábana pesada, tensa, cargada de todo lo que no se decía.
No pude soportarlo mucho tiempo.
—¿Qué relación tienes con Peter? —pregunté al fin, mi voz más dura de lo que pretendía.
Ella giró hacia mí lentamente, sus ojos azules clavándose en los míos como un desafío. Había algo en su mirada, un brillo malicioso que encendía todas las alarmas en mi interior. Se inclinó apenas hacia mí, y su perfume, ese aroma dulce y embriagador, me golpeó de lleno. Mi respiración se volvió más pesada al instante.
—¿Estás celoso, Julián? —murmuró con una coquetería que parecía calculada al milímetro. Sus labios se curvaron en una sonrisa pícara, esa sonrisa que sabía exactamente cómo provocarme.
Apreté el volante con fuerza, tratando de anclarme a algo tangible para no perder el control. Sentí el calor subir por mi cuello hasta mi rostro, pero intenté mantenerme firme.
—No —respondí al fin, aunque mi voz traicionó la mentira. Era un “no” débil, tan frágil que apenas podía sostenerse.
Elara dejó escapar una risa suave, un sonido que me atravesó como un filo invisible. Se recostó en el asiento con una elegancia despreocupada, como si disfrutara prolongando mi incomodidad. Sus dedos jugaron distraídamente con el borde de su copa vacía mientras yo luchaba por mantener la compostura. Pero sabía que estaba perdiendo la batalla.
—No tienes por qué preocuparte por Peter —dijo finalmente, su voz suave pero cargada de intenciones ocultas—. No es mi tipo.
Giré hacia ella por un instante, incapaz de evitarlo. Sus ojos seguían fijos en mí, desafiantes y seductores a la vez. Había algo en su expresión que me hacía sentir como si estuviera jugando un juego cuyas reglas yo desconocía.
—¿Y cuál es tu tipo? —pregunté antes de poder detenerme. Las palabras salieron más rápidas de lo que mi mente pudo procesarlas.
Elara no respondió de inmediato. En cambio, se inclinó un poco más hacia mí, acortando la distancia entre nuestros cuerpos. Su perfume volvió a envolverme, y esta vez sentí cómo mi pulso se aceleraba sin remedio.
—Alguien… intenso —susurró finalmente, sus labios tan cerca que casi podía sentirlos rozar mi piel—. Alguien que no tema tomar lo que quiere.
Su mirada descendió fugazmente hacia mis manos aún aferradas al volante, y luego volvió a subir a mis ojos. Mi garganta se secó al instante.
El silencio volvió a instalarse entre nosotros, pero esta vez era diferente. Era denso, cargado de electricidad estática. Podía sentir cada centímetro de su presencia junto a mí; cada movimiento suyo era un imán para mis sentidos.
Arranqué el auto sin decir nada más. Mis manos temblaban ligeramente sobre el volante mientras intentaba concentrarme en la carretera frente a nosotros. Pero era imposible ignorarla. Su proximidad era una constante distracción, una tentación que me carcomía desde dentro.
Elara no dijo nada durante el trayecto, pero podía sentir su mirada sobre mí. Era como si estuviera disfrutando del efecto que tenía en mí, como si supiera exactamente cómo desarmarme sin necesidad de palabras.
Cuando llegamos a su destino y detuve el auto frente a su casa, ella no se apresuró a salir. En cambio, giró hacia mí con esa misma calma desconcertante.
—Gracias por traerme —dijo suavemente; sin embargo, había algo en su tono que hacía que esas palabras parecieran mucho más significativas de lo que deberían ser.
Antes de salir del auto, se inclinó hacia mí una vez más. Su rostro quedó peligrosamente cerca del mío, y por un momento pensé que iba a besarme. Pero no lo hizo. En cambio, sus labios rozaron apenas mi oído cuando susurró:
—Buenas noches, sueña conmigo… Julián.
Y luego se fue, dejándome ahí sentado con el corazón latiendo desbocado y una sensación ardiente recorriéndome el cuerpo. La vi entrar sin mirar atrás, y supe en ese instante que estaba perdido.