FINGIENDO TENER EL CONTROL

1255 Words
**JULIAN** Abrió la puerta y salió sin mirar atrás. Yo me quedé un segundo más, el tiempo justo para pasar una mano por mi rostro, como si pudiera borrar la huella de sus labios, y ajustar la chaqueta como si fuera una armadura. El reflejo en el espejo me devolvió la imagen de un extraño: un hombre con los ojos brillantes de una fiebre que no tenía, con la mandíbula tensa y el pelo ligeramente desordenado, un hombre que olía a una mujer que no era suya. Cuando salí, el murmullo de la conversación me envolvió como una oleada. La volví a ver a unos metros de distancia, ya conversando animadamente, riendo en el momento justo, inclinando la cabeza con la gracia de una bailarina. Actuaba. Y yo debía hacer lo mismo. Fue entonces cuando lo vi. Mi amigo, mi socio. Se acercaba con dos copas de champán en las manos, su sonrisa franca y abierta, un contraste brutal con la tormenta que sacudía mi interior. —¡Julián, hombre! —exclamó, dándome una palmada en el hombro que sentí como una descarga eléctrica—. Te estabas escondiendo. Te traje algo. Realmente me gusta este sitio; ya me imagino haciendo fiestas a lo grande. Me extendió una de las copas. Mi mano tembló ligeramente al tomarla; el tintineo del cristal delató mi nerviosismo por un instante. Apreté los dedos con fuerza para detenerlo. —Solo me tomaba un respiro —mentí, mi voz más ronca de lo habitual—. Mucho ruido. Él rio, sin sospechar nada. —Hey, se nos viene la fiesta de los Vega, ¿irás con tu prometida? Hay que sobrevivir a esa fiesta. Oye, he estado hablando con el japonés Jitsu. Creo que tenemos el acuerdo, pero quiere hablar contigo. Estás… ¿Bien? Te ves un poco… alterado. Su mirada se posó en mí, inquisitiva. Sentí el sudor frío perlarse en mi nuca. Podía oler a Elara en mi propia piel. Podía sentir el peso de su cuerpo en mis brazos, el sabor de su boca en la mía. Y a pocos metros, ella seguía representando su papel, la encarnación de la calma, mientras yo me desmoronaba por dentro. —Sí, sí, claro —logré decir, forzando una sonrisa que debió parecer una mueca—. Solo el champán. Me sube un poco a la cabeza. Vamos, pues, por tu japonés. Mientras caminábamos, sentí la mirada de Elara clavada en mi espalda. No me giré para comprobarlo. No necesitaba hacerlo. Sabía que estaba ahí, observándome, desafiándome. Y en ese momento, entendí. Esto no había terminado. Acababa de empezar. Y yo, el tonto que pensaba que estaba montando en su caballo de guerra, acababa de descubrir que era yo quien estaba siendo domado. La luz azulada de la pantalla me devolvía un reflejo pálido y severo, el de un hombre que debía ser la personificación de la cordura y el control. A mi lado, Peter, un torbellino de energía y optimismo, se lanzaba a la presentación con la fe de un converso. Frente a nosotros, en el cuadro digital, el rostro de Jitsu era una máscara de cortesía impenetrable, una fortaleza de profesionalismo. Cada palabra de Peter era un proyectil, y cada asentimiento de Jitsu, un muro que absorbía el impacto sin ceder un centímetro. Mi trabajo era encontrar la grieta, el punto débil, la palabra precisa que derribara la defensiva. Nuestro modelo predictivo no solo optimiza la cadena de suministro, sino que anticipa fluctuaciones del mercado con un margen de error inferior al 0.7 % —decía Peter, con un brillo febril en los ojos—. Esto no es solo una mejora, señor Jitsu. Es una redefinición del paradigma logístico. Intervine en ese momento, mi voz calmada y medida, el contrapunto perfecto al entusiasmo de Peter. —Lo que Peter quiere decir es que ofrecemos certeza. En un mundo de variables, Thorne Global Holdings vende la única constante que importa: el control. Nuestra IA no es una herramienta, es un socio silencioso que trabaja veinticuatro horas al día para asegurar que su inversión no solo sea rentable, sino a prueba de futuro. Jitsu asintió lentamente, un gesto casi imperceptible. —El control es una mercancía valiosa, señor Thorne. Pero también es la más cara. ¿Cuál es el coste real de esa certeza? Mientras esperaba su respuesta, mi mirada, por una traición imperdonable de mi voluntad, se desvió hacia el otro lado de la sala. Y allí estaba. Recostada en el marco de la puerta como si fuera una pintura renacentista, una obra de arte destinada a perturbar. Elara. El vestido rojo había desaparecido, reemplazado por un traje de seda negra que se adhería a ella con una intimidad que me resultaba aún más provocadora. Sostenía una copa de vino tinto, y el líquido, del color de la sangre vieja, se balanceaba lentamente, un péndulo hipnótico que marcaba el latido de mi propio pánico. No sonreía. No había insolencia en su mirada esta vez. Había algo mucho más peligroso: curiosidad. Estudiándome. Disecando mi actuación en tiempo real. Era una depredadora silenciosa, observando a su presa mientras esta intentaba sobrevivir en un territorio hostil. Y yo, el idiota, estaba en mi propio territorio, sintiéndome el intruso. —El coste —dije, forzando mi atención de vuelta a la pantalla, la palabra saliendo más áspera de lo previsto—. Es una inversión inicial en infraestructura y una cuota por licencia. Pero el retorno se amortiza en dieciocho meses. Le aseguro que los números son impecables. Peter me lanzó una mirada de aprobación. Jitsu entrecerró los ojos, procesando la información. Pero yo ya no estaba allí. Mi mente estaba en el salón, a quince metros de distancia. Cada vez que Elara llevaba la copa a sus labios, yo sentía un eco fantasma en los míos. El borde del cristal, frío y liso, se convertía en la calidez de su boca. El sorbo silencioso que daba era el sonido de mis susurros en el baño. No estaba negociando un acuerdo multimillonario; estaba siendo torturado, lentamente, en plena luz del día. —Señor Thorne —la voz de Jitsu me arrancó del abismo—. Su propuesta es intrigante. Pero la tecnología es solo el esqueleto. El músculo, el alma de cualquier operación, es la seguridad. ¿Cómo pueden garantizarme que su socio silencioso no será también un soplón para sus competidores? Era la pregunta clave. El momento de la verdad. Debería haber sentido una oleada de adrenalina, el placer de la caza. En su lugar, sentí un sudor frío recorrer mi espina dorsal. Porque mientras Jitsu hablaba de seguridad digital y firewalls, mis ojos se clavaron en Elara. Ella, como si hubiera leído mi mente, levantó la copa en un gesto casi imperceptible, un brindis mudo a mi tormento. La seguridad. La ironía me golpeó como un puñetazo. Estaba a punto de venderle a un hombre la fortaleza más segura del mundo, mientras la única brecha real, la única vulnerabilidad que importaba, estaba de pie en el otro lado de la sala, disfrutando del vino y con el poder de demoler todo lo que había construido con un simple movimiento de sus labios. —Porque nuestro sistema no solo protege desde fuera —dije, mi voz sorprendentemente firme, un milagro de pura voluntad—. Está diseñado con protocolos de autodestrucción internos. Cualquier intento de intrusión no es repelido. Es aniquilado. La información se corrompe de forma irreversible. Preferimos perderlo todo antes que permitir una fuga. Es nuestra filosofía. Confianza cero.
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