EL CAOS DETRAS DE LAS APARIENCIAS

1161 Words
**WALDINA** La puerta se abre sin un sonido. Él entra, y la atmósfera de la habitación cambia al instante. Erick no trae consigo el perfume de la opulencia; trae el olor a metal, a aire libre, a hombre. La toalla blanca está anudada en su cintura, un contraste brutal con su piel bronceada y los músculos que parecen tallados en su torso. No es el cuerpo de un ejecutivo que pasa horas en un gimnasio de club; es el cuerpo de un hombre que usa su fuerza como herramienta, que la ha forjado en el trabajo y en la disciplina. No hay palabras. No las necesitamos. Las palabras son de Julián, son para el mundo exterior. Aquí, solo existen los instintos. Él cruza la habitación en dos zancadas, y yo me levanto para recibirlo. Nuestros cuerpos chocan, y no hay delicadeza en el encuentro. Es una colisión. Sus labios encuentran los míos con un hambre que me devuelve a la vida. No es el beso de Julián, que siempre pedía permiso. Este es un beso que toma, que reclama, que me recuerda que estoy viva y que puedo sentir. Sus manos no son suaves. Son ásperas, con callos que me raspan la piel de la espalda al deslizarse bajo la seda del camisón, y esa fricción es lo que me desata. La fiera que duerme en mí, la que Julián nunca ha logrado despertar, abre los ojos y gruñe. Devuelvo el beso con la misma ferocidad, mis dientes rozando su labio inferior, no con ternura, sino con un deseo de marcar, de dejar mi propia huella. Me levanta sin esfuerzo, como si pesara nada, y mis piernas se cierran instintivamente sobre su cintura, sintiendo la dureza de sus abdominales contra mi centro. El camisón se siente como una estorbosa mentira. Con un movimiento brusco, lo arranco de mí, y la tela rasgada cae al suelo. Él me mira entonces, y en sus ojos no hay la admiración controlada de Julián, sino un deseo puro y animal, un fuego que me refleja y me incita. Me arroja sobre la cama, y el colchón recibe mi cuerpo con un suave golpe. No me da tiempo a nada. Está sobre mí en un segundo, su cuerpo pesado y sólido clavándome contra el colchón, una prisión que ansío. Sus labios se apartan de los míos para bajar por mi cuello, mordiendo, no para lastimar, sino para reclamar cada pulgada de mi piel. Cada mordisco es una descarga eléctrica, cada succión un juramento de que esta noche seré mía, no suya, no de nadie más. Él no me hace el amor. Él me folla. Y en esa violencia brutal, en ese caos salvaje, finalmente me siento completa. Su boca descendió por mi cuerpo como una avalancha, dejando un rastro de fuego y posesión. No había tiempo para procesar una sensación antes de que la siguiente me golpeara con más fuerza. Sus manos, grandes y fuertes, sujetaban mis caderas, inmovilizándome, una clara señal de que yo no era la que mandaba aquí. Y Dios, cómo lo necesitaba. Necesitaba que alguien tomara el control con la ferocidad con la que yo lo había perdido. Se detuvo en mi vientre, su aliento caliente sobre la piel sensible, y por un instante, el mundo se redujo a ese punto de anticipación. Luego, continuó su descenso, sin ceremonias, sin la falsa delicadeza a la que Julián se aferraba. Sus labios se posaron en mi interior, y mi espalda se arqueó del colchón como un arco tensado. Un grito ronco se escapó de mi garganta, un sonido que no reconocía como mío, primitivo y desesperado. Erick no me exploró. Me devoró. Su lengua era un látido de fuego, un movimiento rítmico e implacable que barrió con cualquier pensamiento coherente que pudiera haber quedado en mi cerebro. Las manos de mis dedos se enredaron en las sábanas, apretando la tela hasta que los nudillos se pusieron blancos, buscando un anclaje en la tormenta. Él no buscaba mi placer; lo exigía. Lo extraía de mí con una habilidad y una urgencia que me hicieron temblar desde la raíz de mi cabello hasta la punta de mis pies. El orgasmo me golpeó como una ola gigante, inesperado y abrumador, arrancándome un gemido largo y tembloroso mientras mi cuerpo se convulsionaba bajo su boca. Pero no me dio tiempo a recuperarme. Antes de que las sacudidas se hubieran calmado, él se deslizó hacia arriba, su cuerpo cubriéndome de nuevo. Vi su rostro, su mandíbula tensa, sus ojos oscuros brillando con una intensidad casi violenta. La toalla había desaparecido en algún momento, y sentí la dureza ardiente de su erección presionando contra mi muslo. —Mírame —ordenó, su voz un gruñido bajo y grave. Obedecí. Mis ojos, vidriosos y perdidos en el éxtasis, se encontraron con los suyos. No había nada de ternura en ellos, solo un deseo crudo y una pregunta sin palabras. Y entonces entró en mí. De un solo golpe, profundo y sin piedad. El dolor agudo y placentero me robó el aliento, una sensación tan real, tan brutalmente presente, que me devolvió del paraíso y me arrojó de cabeza al infierno. Se quedó quieto un instante, dejándome adaptar, dejando que mi cuerpo se estirara para recibirlo. El silencio se prolongó, denso y cargado; el único sonido, el de nuestras respiraciones entrecortadas. Luego, comenzó a moverse. No hubo ritmo suave, no hay un vaivén gradual. Fue un embate constante, profundo y poderoso. Cada embestida me hacía deslizarme hacia arriba en la cama, sus caderas golpeando las mías con una fuerza que resonaba en todo mi esqueleto. Mis piernas se enroscaron en su espalda, mis uñas clavándose en sus músculos dorsales, intentando aferrarme a algo mientras él me deshacía y me volvía a construir con cada movimiento. Él no hablaba. Solo emitía gruñidos bajos, sonidos de esfuerzo y placer animal que me excitaban más que cualquier palabra de amor. Sus labios se encontraron con los míos de nuevo, un beso caótico y húmedo, donde nuestros dientes chocaban y nuestras lenguas luchaban. El mundo exterior se desvaneció por completo. No existía la suite, ni Julián, ni mi vida de mentiras. Solo existía este hombre, este cuerpo, esta fuerza que me estaba utilizando de la manera más gloriosa y devastadora. Y por primera vez en mucho, mucho tiempo, no estaba pensando. Solo estaba sintiendo. Y me sentía viva. Desesperada, salvajemente viva. Desperté después de una noche que podría describir como una mezcla de caos y magia. Mi mente estaba nublada, como si los recuerdos flotaran en un limbo entre lo real y lo imaginado. Estiré la mano, casi por instinto, buscando su calor, su presencia… pero no estaba ahí. El espacio a mi lado estaba vacío, frío. Me giré lentamente hacia la puerta y lo vi. Ahí estaba él, de pie, firme, con esa postura que siempre tiene, como si el peso del mundo descansara sobre sus hombros y él no pudiera permitirse ni un respiro.
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