SECRETOS

1158 Words
**WALDINA** Llegué a la casa de mis padres con una mezcla de determinación y nerviosismo. Sabía que tenía que hablar con mi padre; había algo importante que había estado rondando mi cabeza todo el día y ya no podía posponerlo más. El pasillo, con sus paredes llenas de fotos familiares, parecía más largo de lo habitual mientras caminaba hacia el salón. Respiré hondo, tratando de calmar el nudo en mi estómago. Pero justo al cruzar la puerta, me encontré con algo que no esperaba. Mi madre estaba en medio del salón, con los brazos cruzados y una expresión de exasperación que conocía demasiado bien. Su voz era un torbellino de reproches cuando dijo: —Elara no ha regresado a casa. Al parecer, huyó de nuevo. Me quedé paralizada en la entrada, con una mano todavía en el marco de la puerta. Esa frase golpeó como un balde de agua fría. Miré a mi padre, que estaba sentado en su sillón habitual, con los hombros caídos y la mirada fija en el suelo. No decía nada, pero su expresión lo decía todo: estaba agotado, como si ya no tuviera energía para discutir o preocuparse más. Dentro de mí, una tormenta de emociones se desató. Sentí una oleada de preocupación por Elara, mi hermana menor, pero también un enojo que no podía ignorar. ¿Por qué siempre tenía que ser así? ¿Por qué siempre era ella la que acaparaba toda la atención? Y luego, como un eco persistente, llegó esa punzada de tristeza que siempre acompañaba las noticias sobre ella. Era como si estuviera atrapada en un ciclo sin fin, siempre huyendo, siempre dejando un vacío detrás. Mi madre seguía hablando, su voz cada vez más alta y cargada de frustración: —¡Esto ya no puede seguir así! ¡No podemos seguir viviendo con esta incertidumbre! ¿Qué será lo próximo? ¿Qué va a pasar si…? No pude escuchar el resto. Mis pensamientos estaban demasiado ocupados tratando de procesar todo. Había llegado aquí con mis propios problemas, mis propios miedos y preocupaciones, pero ahora todo eso parecía insignificante comparado con la ausencia de Elara. Era como si su sombra estuviera siempre presente en esta casa, incluso cuando no estaba físicamente aquí. Quería decir algo, pero no sabía qué. Las palabras se acumulaban en mi garganta, pero ninguna parecía la correcta. Me mordí el labio, tratando de contener las ganas de intervenir. No era el momento para hablar de lo mío; no cuando todo el ambiente estaba cargado con la tensión que siempre traía Elara consigo, incluso desde lejos. Mi padre finalmente levantó la mirada y suspiró profundamente. Su voz sonó cansada cuando dijo: —Mira, ya no sé qué más hacer. Hemos intentado hablar con ella, ayudarla… Sin embargo, si no quiere escucharnos… —¡No es cuestión de si quiere o no! —lo interrumpió mi madre, visiblemente molesta—. ¡Es nuestra hija! ¡Tenemos que hacer algo! Yo observaba todo desde un rincón, sintiéndome como una espectadora en una obra de teatro que ya había visto demasiadas veces. Sus discusiones sobre Elara siempre seguían el mismo guion: mi madre insistiendo en tomar medidas drásticas y mi padre resignado, tratando de mantener la calma. Y yo… yo atrapada en medio, sin saber cómo encajar en todo esto. Finalmente, reuní el valor para hablar: —¿Sabemos dónde podría estar? Ambos se giraron hacia mí, como si acabaran de recordar que estaba ahí. Mi madre negó con la cabeza rápidamente, mientras mi padre simplemente encogía los hombros. Esa falta de respuestas me llenó de impotencia. ¿Cómo era posible que alguien tan cercano pudiera sentirse tan distante? Intenté pensar en lo que podría estar pasando por la cabeza de Elara. Siempre había sido la rebelde de la familia, esa persona que parecía incapaz de quedarse quieta o seguir las reglas. Pero también sabía que detrás de su actitud desafiante había mucho más: inseguridades, miedos… cosas que probablemente nunca había sabido cómo expresar. —Tal vez deberíamos esperar —dije finalmente—. Siempre vuelve… tarde o temprano. Mi madre me miró como si hubiera dicho la cosa más absurda del mundo. —¿Esperar? ¿Dejar que siga haciendo lo que quiera? ¡No podemos seguir así! Quise responderle, pero me detuve. Sabía que cualquier cosa que dijera solo empeoraría las cosas. En lugar de eso, me acerqué al sillón donde estaba mi padre y me senté a su lado. Él me miró brevemente y luego volvió a bajar la vista. Era extraño verlo así; siempre había sido el pilar fuerte de nuestra familia, pero ahora parecía tan vulnerable. El silencio se instaló en el salón por unos minutos, solo interrumpido por los suspiros ocasionales de mi madre. Yo jugueteaba con mis manos, tratando de encontrar algo útil que decir o hacer, pero nada venía a mi mente. Finalmente, mi madre se levantó bruscamente y salió del salón sin decir una palabra más. Mi padre y yo nos quedamos ahí, en ese silencio incómodo pero familiar. —Es difícil —dijo él finalmente—. Ver cómo alguien a quien amas tanto se aleja… y no poder hacer nada para detenerlo. Asentí lentamente. Sabía exactamente a lo que se refería. Aunque Elara y yo nunca habíamos sido especialmente cercanas, siempre había sentido una conexión con ella, una especie de responsabilidad como hermana mayor. Pero esa conexión se sentía cada vez más frágil con cada una de sus desapariciones. Esa noche me fui a casa sin haber hablado con mi padre sobre lo que me preocupaba. Mi asunto quedó relegado a un segundo plano, como tantas otras veces cuando se trataba de Elara. Mientras conducía por las calles oscuras, no podía dejar de pensar en ella. ¿Dónde estaría ahora? ¿Estaría bien? ¿Pensaría en nosotros siquiera? El silencio de esta suite es una maldición. Es un silencio de lujo, de mármol y seda, pero ahoga. Julián se ha ido, y su ausencia no es un vacío; es un alivio. Me queda el eco de su perfume caro, la sensación de su peso sobre mí, la perfección calculada de sus movimientos. Y la nada. Siempre la nada. Él ardía, sí, pero era el fuego controlado de una chimenea, diseñado para calentar sin quemar, para complacer sin consumir. Un compromiso. Y yo estoy harta de los compromisos. Mi dedo se desliza sobre la pantalla del teléfono. El mensaje es corto, directo, una orden. —Te quiero en la habitación. La respuesta es inmediata, como siempre. —Sí, señora. No hay nombre, solo una sumisión que me resulta tan necesaria como el aire. Erick. Mi guardaespaldas, mi sombra, mi antídoto. El camisón de seda es suficiente, una armadura frágil contra mi propio descontento. Espero, no con paciencia, sino con una ferocidad contenida. Cada segundo que pasa es un segundo más que me roba la vida, un segundo más que paso fingiendo ser la mujer que Julián quiere.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD