PROVOCADORA

1360 Words
**JULIAN** Ella negó con la cabeza, sus ojos fijos en los míos, y en su profundidad no vi vergüenza, sino un desafío silencioso. Una invitación. —No al tacto —susurró de vuelta, y esas tres palabras fueron todo el permiso que necesitaba. Me incliné, y mis labios se posaron sobre la primera marca, en la curva de su clavícula. No fue un beso de pasión, sino de adoración. Un beso curativo. La piel estaba lisa y tibia bajo mis labios, y el sabor era el de ella, puro e inconfundible. Mi lengua trazó el contorno del moretón, un gesto que era a la vez una pregunta y una promesa. Un juramento silencioso de que cualquier dolor que hubiera sentido sería reemplazado por placer, cualquier miedo, por seguridad. Continué mi peregrinación, descendiendo por su cuerpo. Cada marca era un capítulo en una historia que ansiaba conocer, un secreto que ansiaba sanar. Mis besos se hicieron más húmedos, más lentos, dejando un rastro de calor que contrastaba con el fresco de la noche. La sentí arquearse bajo mi boca, un suspiro escapándose de sus labios, un sonido que era música para mí. Mis manos la seguían, acariciando la piel intacta que rodeaba aquellas huellas, sintiendo la tensión disolverse bajo mi toque. Cuando finalmente levanté la cabeza, sus ojos estaban cerrados, el rostro sereno, entregado. Pero entonces los abrió, y en ellos vi la chispa de la mujer que me había desafiado desde el principio. —¿Segura? —preguntó, su voz un hilo de seda y acero. No me preguntaba a mí. Se lo preguntaba a sí misma, poniendo a prueba la barrera que habíamos erigido, la línea que ella misma había dibujado en la arena. —Completamente —respondí, sin dudar. No era solo una afirmación de deseo, era una rendición. Una aceptación total de sus términos, de su ritmo, de su poder. Nuestros labios se encontraron de nuevo, y esta vez, el beso fue diferente. El beso anterior había sido de exploración, de descubrimiento. Este era de posesión. La llama que antes era una brasa se convirtió en un incendio. Su boca se abrió bajo la mía, y la guerra se reanudó, pero ahora era una batalla compartida. Sus manos se enredaron en mi pelo, tirando con una urgencia que me hizo gritar contra sus labios. Mi mano descendió por su espalda, posándose en la curva de su nalga para apretarla, para sentirla, para reclamarla. Ella era la que marcaba el ritmo, sí, pero yo ya no era un simple seguidor. Era su cómplice, su igual en esa danza. La levanté ligeramente, deslizándome hacia el centro de la cama. Se movió conmigo, una criatura fluida y perfecta, sus piernas entrelazándose con las mías. El roce de nuestras piezas, ya sin barreras, fue una explosión. La fricción, el calor, la simple y abrumadora sensación de estar completamente desnudos contra ella, era casi demasiado para soportar. Al parecer, la pierna no dolía a tanto movimiento. Mi boca abandonó la suya para recorrer su cuello, mordisqueando la piel sensible donde antes había besado con ternura. Su respuesta fue instantánea, un gemido agudo que me enloqueció, sus caderas elevándose para encontrarme, una petición sin palabras. Mis dedos encontraron el calor húmedo que me esperaba, y ella se estremeció por completo. La exploré con lentitud, aprendiendo su ritmo, escuchando el lenguaje de su cuerpo, cada contracción, cada jadeo. Ella era quien decidía hasta dónde llegaba la llama, pero en ese momento, estábamos ambos ardiendo en el mismo infierno, felices de consumirnos juntos en sus llamas. —¿No te da miedo que mi hermana vea esas marcas en tu cuello? —preguntó Elara, con esa sonrisa traviesa que siempre me desarma. Sentí un escalofrío recorrerme. La pregunta era un dardo envenenado, directo a la herida que nunca cicatriza. —¿Lo hiciste a propósito? —repliqué, mi voz grave, intentando mantener el control. Sabía que ella era astuta, demasiado. Elara se acomodó contra mi cuerpo, como si el universo entero le perteneciera y yo no fuera más que una extensión de su voluntad. Su perfume, dulce y embriagador, me envolvió en una nube que hacía imposible pensar con claridad. Su voz, baja y cargada de una provocación que parecía natural en ella, me sacó de mis pensamientos. —Digamos que me emocioné. —Sus labios rozaron mi cuello con una insolencia que me hizo contener el aliento—. ¿No irás con mi hermana esta noche? La pregunta me golpeó como un balde de agua fría. La miré fijamente, atrapado entre la culpa que se enredaba en mi pecho y el deseo que me quemaba por dentro. Sus ojos azules, brillantes como un cielo despejado, me desafiaban a decir algo, a tomar una decisión. —Me quedaré contigo —respondí antes de poder detenerme. Las palabras salieron solas, como si mi corazón hubiera tomado el control por completo—. Estas heridas necesitan atención. Ella rió suavemente, un sonido bajo y melódico que me atravesó como una corriente eléctrica. Se movía con una soltura que desmentía cualquier dolor, como si las heridas que mencionábamos fueran solo un pretexto, una excusa para estar cerca. Cada gesto suyo parecía calculado para mantenerme atrapado, incapaz de apartarme. —Sí, claro, muy herida. —¿Herida? —repliqué con ironía, intentando recuperar algo de control sobre la situación—. Te mueves demasiado bien para estarlo. Elara levantó la mirada hacia mí, sus ojos chispeando con ese brillo travieso que tanto me desconcertaba. Era imposible saber si estaba jugando o si realmente había algo más detrás de sus palabras. —Tal vez me duele, Julián… —susurró, acercándose aún más. Su aliento cálido acarició mi piel y me hizo estremecerme—. Pero contigo siempre encuentro la forma de olvidarlo. El silencio que siguió fue denso, casi palpable. La tensión en el aire era tan fuerte que podía sentirla presionando contra mi pecho. Sabía que debía apartarme, que cada segundo que pasaba a su lado era un paso más hacia un abismo del que no habría retorno. Pero al mismo tiempo, no podía moverme, no podía resistir la atracción magnética que me consumía. Elara era fuego puro, y yo estaba dispuesto a quemarme si eso significaba quedarme un poco más en su órbita. Ella extendió una mano y la posó suavemente sobre mi pecho, justo donde mi corazón latía con fuerza desbocada. Su tacto era cálido, pero había algo en su mirada que me hacía sentir frío por dentro. Era como si supiera exactamente lo que estaba haciendo conmigo, como si disfrutara viendo cómo luchaba contra mí mismo. —Deberíamos dejar de hacer esto. Es mejor que te vayas —dije finalmente, aunque mi voz sonaba débil incluso para mis propios oídos—. Esto… esto no está bien. Elara arqueó una ceja, divertida. Su sonrisa era pequeña pero peligrosa, como la punta de un cuchillo afilado. —¿No está bien? —repitió, su tono cargado de burla—. ¿Y qué es lo correcto entonces? ¿Dejarme sola? ¿Pretender que no sientes esto? Quería responderle, quería decirle algo que pusiera fin a todo esto de una vez por todas. Pero no podía. Porque tenía razón. Lo sentía. Sentía cada mirada suya como un golpe directo a mi alma, cada palabra como una chispa que encendía algo dentro de mí que no podía apagar. Ella se inclinó aún más cerca, hasta que nuestras frentes casi se tocaron. Su cabello caía en cascada sobre sus hombros y rozaba mi piel como una caricia accidental pero intencionada. —No tienes que decidir ahora —susurró—. Quédate conmigo esta noche. Solo eso. Era una trampa, lo sabía. Pero también sabía que ya estaba demasiado dentro como para dar marcha atrás. Asentí lentamente, incapaz de apartar la mirada de ella. Elara sonrió, satisfecha, y se recostó contra mí una vez más. Su cabeza descansó en mi hombro, y su respiración tranquila comenzó a sincronizarse con la mía. Mientras el silencio volvía a envolvernos, no pude evitar preguntarme en qué momento exacto había perdido el control de todo esto. O tal vez nunca lo tuve para empezar.
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