TAN IRRESISTIBLE

1183 Words
**JULIÁN** Me quedé solo en mi oficina, mirando los papeles sobre mi escritorio sin realmente verlos. El silencio era pesado, casi sofocante. Cerré los ojos por un momento y ahí estaba ella nuevamente: Elara. Su risa resonaba en mi memoria como un eco imposible de apagar. ¿Cómo había llegado a este punto? Todo estaba bajo control antes de que ella apareciera en mi vida. Mi mundo era ordenado, predecible y cómodo. Pero ahora… ahora todo parecía tambalearse. No sabía qué hacer con esta contradicción que me consumía desde dentro. Es posible que haya llegado el momento de tomar una decisión. Tal vez era hora de enfrentar el caos o aferrarme al orden. Pero ¿y si no podía elegir? ¿Y si estaba condenado a vivir atrapado entre estos dos mundos opuestos? Suspiré y me obligué a regresar a los informes frente a mí. Por ahora, fingiría que todo estaba bajo control. Era lo único que podía hacer… al menos por hoy. Miré el reloj por última vez. La hora de salida había llegado, pero mi mente ya no estaba en la oficina, ni en los papeles desordenados que cubrían el escritorio. Todo eso era un ruido lejano, un eco que no lograba alcanzarme. Mi cabeza estaba en otro lugar, en otra persona. En Elara. Suspiré mientras tomaba mi saco con un movimiento automático. Las llaves del auto tintinearon en mi mano cuando las recogí, y con un leve clic, apagué las luces de la oficina. El pasillo vacío me recibió con su silencio habitual, pero esa noche parecía distinto, casi cómplice. Cada paso resonaba como un tamborileo en mi pecho, un recordatorio de la urgencia que me empujaba hacia delante. No había tiempo que perder. Cuando llegué al ascensor, apreté el botón con más fuerza de la necesaria. La espera se sintió interminable, como si el universo quisiera probar mi paciencia una vez más. Finalmente, las puertas se abrieron y entré, observando cómo los números descendían lentamente. Mi reflejo en el espejo del ascensor me devolvió una mirada inquieta, ansiosa. Era absurdo, lo sabía. Pero no podía evitarlo. El motor del auto rugió apenas giré la llave en el encendido. La ciudad se desplegaba frente a mí como un tablero caótico de luces y sombras, pero no veía nada de eso. Los edificios eran manchas borrosas, las calles simples líneas que se cruzaban sin sentido. Mi mente estaba fija en un solo destino: su apartamento. En esa puerta que me separaba de ella. En esos ojos que siempre parecían desafiarme, retarme a perderme en ellos. Conduje con firmeza, las manos tensas sobre el volante. Cada semáforo rojo era una tortura, cada frenada un recordatorio cruel de que todavía no estaba allí. La música del radio sonaba de fondo, pero no la escuchaba. Mi cabeza estaba llena de imágenes de ella: su sonrisa ladeada, la forma en que arqueaba una ceja cuando algo le parecía absurdo, el tono grave de su risa cuando realmente se divertía. Todo en Elara era un imán que me atraía sin remedio. Cuando finalmente llegué al edificio, estacioné sin dudarlo. Ni siquiera miré si había hecho bien la maniobra; no me importaba. Salí del auto y crucé el vestíbulo como si el mundo entero dependiera de ello. Las escaleras parecían interminables esa noche, pero mis piernas no se detuvieron ni un segundo. Mi corazón latía con fuerza, marcando el ritmo de mi prisa. Y ahí estaba: su puerta. Me detuve frente a ella, respirando hondo para calmarme, aunque sabía que era inútil. Mi mano tembló ligeramente cuando saqué la llave y la giré en la cerradura. El clic del cerrojo resonó como un disparo en el silencio del pasillo. La puerta se abrió y allí estaba ella, sentada en el sofá con una copa de vino en la mano y esa mirada insolente que siempre me desarmaba. Llevaba una camiseta vieja que seguramente no le importaba mucho, pero en ella parecía una obra de arte. Su cabello caía desordenado sobre los hombros, y sus labios se curvaron en una sonrisa lenta al verme entrar. —Te tardaste —dijo con ese tono entre burlón y despreocupado que tanto me volvía loco. No respondí de inmediato. Me quedé ahí, parado en el umbral, mirándola como si fuera la primera vez que la veía. Porque así era con Elara: cada encuentro era como descubrirla de nuevo, como si siempre hubiera algo más escondido detrás de esos ojos oscuros. Dejé las llaves sobre la mesa y me acerqué a ella, sintiendo cómo mi propia respiración se volvía más pesada con cada paso. Ella no se movió, solo me miró fijamente, desafiándome como siempre lo hacía. Cuando estuve lo suficientemente cerca, le quité la copa de vino de las manos y la dejé a un lado. —¿Sabes lo que me haces? —murmuré, mi voz apenas un susurro. Ella inclinó ligeramente la cabeza, fingiendo inocencia, pero sus ojos brillaban con picardía. —¿Qué te hago? —preguntó suavemente. No respondí con palabras. No podía. En lugar de eso, me incliné hacia ella y la besé, dejando que todo lo que había contenido durante el día se derramara en ese momento. Su sabor era una mezcla de vino y algo más dulce, algo que solo pertenecía a ella. Elara respondió al beso con la misma intensidad, sus manos encontrando mi cuello mientras yo rodeaba su cintura con fuerza. Era un caos perfecto, una tormenta que no quería detener. Con ella nunca había puntos medios; todo era fuego o nada. Cuando finalmente nos separamos para tomar aire, ella me miró con esa sonrisa satisfecha que siempre me hacía sentir como si hubiera ganado y perdido al mismo tiempo. —Siempre tan intenso —dijo en tono burlón. —Y tú siempre tan irresistible —respondí con una sonrisa torcida. Ella rio suavemente y se acomodó contra mi pecho mientras yo hundía el rostro en su cabello desordenado. En ese momento, todo lo demás desapareció: el trabajo, las calles llenas de tráfico, los papeles olvidados sobre el escritorio. Nada importaba excepto ella. Porque al final del día, no importaba cuánto tratara de resistirme o cuánto intentara mantener el control. Con Elara siempre estaba dispuesto a perderlo todo. Y cada vez que cruzaba esa puerta, sabía que lo haría sin dudarlo. —¿Te duele la pierna? —Si lo haces con cuidado, no hay problema. La luz de la luna se filtraba por la ventana, dibujando un mapa de plata y sombra sobre su piel. Y en ese mapa, vi las constelaciones de una batalla silenciosa. Pequeñas galaxias violáceas, moretones pálidos que adornaban la curva de su cadera, el contorno de su costilla, la piel delicada de su antebrazo. Eran marcas de una guerra que yo no había librado, y una oleada de algo feroz y protector, una mezcla de ira y ternura, me golpeó el pecho. Mi dedo trazó, con una reverencia casi religiosa, el borde de una de aquellas manchas en su hombro. —¿Te duele? —mi voz era un susurro ronco, temeroso de romper el encantamiento.
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