**ELARA**
Me detuve frente a una estantería llena de fotografías. Había imágenes de él con amigos, con su familia, y una en particular que llamó mi atención: él abrazando a mi hermana. Ahí estaba la realidad que intentaba ignorar. Él no estaba libre, no era mío ni podía serlo. Suspiré y aparté la mirada, tratando de no dejarme atrapar por pensamientos que no llevaban a ningún lado.
Me dejé caer en el sofá, acomodando mi pierna herida sobre un cojín. Cerré los ojos por un momento, dejando que el cansancio del día se apoderara de mí. Pero mi mente no dejaba de divagar. ¿Cómo terminé aquí? ¿Cómo fue que mi vida dio este giro tan extraño? Y sobre todo, ¿por qué él tenía que ser tan bueno conmigo? Eso solo complicaba las cosas.
Abrí los ojos y miré alrededor nuevamente. Había algo reconfortante en este lugar. Tal vez era la simplicidad o el hecho de que él vivía aquí, pero sentía que estaba en un espacio seguro. Me levanté con cuidado y fui a la cocina. Encontré una tetera y decidí preparar un poco de té para distraerme. Mientras el agua hervía, miré por la ventana. Desde allí se veía parte de la ciudad; las luces comenzaban a encenderse mientras el sol se ocultaba lentamente. Era una vista hermosa, pero también me recordaba lo lejos que estaba de resolver mis propios problemas.
El sonido del agua hirviendo me sacó de mis pensamientos. Preparé el té y volví al sofá. Agarré una manta que estaba doblada cerca y me cubrí las piernas. El calor del té y la suavidad de la manta me hicieron sentir un poco más humana, menos rota.
“Él vendrá en la noche”, pensé. Y aunque sabía que no debía emocionarme por eso, no pude evitar sentir un pequeño salto en el pecho al imaginarlo entrando por esa puerta, preguntándome cómo estaba, asegurándose de que me sintiera bien.
Ay, Elara… Este hombre es bueno, demasiado bueno. Qué lástima que no esté libre.
**JULIAN**
Volví a la empresa con el rostro serio, como si la concentración en los informes y las cifras fuera lo único que importara. Pero, siendo honesto, mi mente estaba en otro lugar. Todo giraba en torno a ella, Elara. Era como si cada paso que daba por los pasillos, cada saludo que recibía de los empleados, se desvaneciera en un ruido de fondo frente al recuerdo de sus ojos eléctricos y esa sonrisa insolente que parecía desafiar al mundo.
Intenté obligarme a concentrarme. Los contratos, las proyecciones, los números… todo debía ocupar mi atención. Era lo lógico, lo correcto. El orden siempre había sido mi refugio, mi manera de mantener a raya el caos que ella representaba. Pero esa tarde, el orden no era suficiente. Mi mente seguía regresando a ella, a su forma de mirar como si pudiera ver más allá de las palabras, más allá de las máscaras que todos llevamos.
El sonido de la puerta me sacó de mis pensamientos. Waldina entró, impecable como siempre. Su sonrisa perfecta iluminaba la habitación de una manera calculada, casi matemática. Su presencia era pulida, precisa, como un reloj suizo que nunca falla. Vestía con la elegancia de alguien que conoce las reglas del juego y las sigue al pie de la letra. Se acercó con esa seguridad que siempre me había impresionado y me saludó con un beso ligero en la mejilla, un gesto correcto, sin excesos ni emociones desbordadas.
—¿Cómo va todo? —preguntó mientras se acomodaba en la silla frente a mi escritorio. Su tono era calmado, profesional, como si estuviera repasando una lista mental de tareas pendientes.
—Bien —respondí automáticamente, ajustándome en mi asiento. Actuar normal era lo que debía hacer. Nuestra relación siempre había sido pacífica, estable. Éramos socios en los negocios y en la vida, una pareja que funcionaba como un engranaje perfectamente sincronizado. Pero esa perfección tenía un precio: la monotonía. No había tormentas ni sobresaltos, solo una calma constante que a veces se sentía como un vacío.
Mientras ella hablaba sobre las reuniones pendientes y los planes para la próxima semana, yo asentía y participaba en la conversación, cumpliendo mi papel. Pero por dentro, algo se agitaba. Era imposible ignorar la contradicción que me quemaba: Waldina representaba el orden perfecto, mientras que Elara era puro caos y magnetismo. Dos mundos opuestos que se habían cruzado en mi vida de una forma tan inesperada que todavía no sabía cómo manejarlo.
Waldina me miró con una expresión inquisitiva cuando me quedé en silencio por unos segundos más de lo habitual. —¿Estás bien? Pareces distraído —comentó con una leve preocupación en su voz.
—Sí, solo estoy cansado —mentí, forzando una sonrisa para tranquilizarla. Era más fácil decir eso que admitir lo que realmente pasaba por mi cabeza.
Ella siguió hablando sobre los contratos importantes que debíamos revisar juntos y sobre las estrategias para aumentar nuestra presencia en el mercado internacional. Y mientras tanto, yo seguía atrapado en ese dilema interno. Elara era todo lo que Waldina no era: impredecible, apasionada, caótica en su esencia. Cuando estaba con ella, sentía como si el mundo pudiera desmoronarse y reconstruirse al mismo tiempo. Era peligroso y emocionante, como caminar por el borde de un precipicio.
Pero Waldina era seguridad. Era la certeza de un futuro estable, sin sobresaltos ni riesgos innecesarios. Me pregunté por qué no podía simplemente conformarme con eso. ¿Por qué necesitaba algo más? ¿Por qué Elara seguía apareciendo en mi mente como una tormenta imposible de ignorar?
—¿Nos iremos juntos? —preguntó Waldina, con su sonrisa impecable y esa calma que siempre parecía envolverlo todo.
La miré unos segundos, midiendo mis palabras. Por dentro, mi mente seguía atrapada en el recuerdo de Elara, pero mi voz salió firme, controlada:
—No, tengo trabajo pendiente. Acuéstate temprano; nos vemos mañana aquí.
Ella inclinó la cabeza con suavidad, como si aceptara mi respuesta sin cuestionarla.
—¿Quieres que te traiga ropa? —insistió, siempre atenta a los detalles, siempre perfecta en su papel de prometida.
—No es necesario —respondí, ajustando la corbata como si ese gesto reforzara mi compostura—. Tengo una muda en la oficina.
Waldina asintió, con esa serenidad que a veces me resultaba insoportable.
—Está bien. Pero no te desveles, Julián. Mañana nos vemos.
Su voz era dulce, tranquila, casi maternal. Me dio un beso ligero en la mejilla antes de salir, dejando tras de sí el aroma discreto de su perfume.
Después de unos minutos más de conversación con Waldina, terminé por despedirla con una excusa sobre un informe urgente que debía revisar. Ella aceptó sin problemas y salió del despacho con esa elegancia tranquila que siempre la había caracterizado. Una parte de mí se sintió aliviada al verla irse; otra parte se sintió culpable.
Me quedé solo en la oficina, con el eco de sus palabras flotando en el aire. Nuestra relación era pacífica, estable, y sí… un tanto aburrida. Ella era la perfección hecha protocolo, la socia ideal en los negocios, la prometida impecable que cualquier hombre de mi círculo habría envidiado. Pero yo, sentado en mi escritorio, sabía que esa calma era apenas una fachada. Porque detrás de todo, mi mente seguía en otra parte. En ella. En Elara.