**JULIAN**
No soporté más. La tomé del brazo con firmeza y la conduje hacia uno de los baños, lejos de miradas indiscretas. Cerré la puerta tras nosotros; el eco del pestillo resonó como un disparo en la habitación silenciosa.
—¿Qué haces con él? —pregunté, mi voz grave, cargada de un celo que no quería admitir.
Ella arqueó una ceja, divertida, y se acercó con esa insolencia que me desarma.
—¿Estás celoso? —susurró, acortando la distancia entre nosotros. Su mano se deslizó por mi pecho, lenta, provocadora, como si quisiera encender cada fibra de mi cuerpo.
—No me vengas con juegos —gruñí, atrapando su muñeca antes de que siguiera.
Elara sonrió, un destello de burla en sus ojos eléctricos.
—¿Dime qué es lo que te molesta? —replicó con suavidad venenosa—. Si tú y yo no tenemos nada.
Sus palabras fueron un golpe directo. La rabia me atravesó y, sin pensarlo, la empotré contra la pared de mármol. El impacto resonó en el silencio, y su sonrisa se transformó en un desafío aún más intenso.
—No calcules mis límites —le advertí, mi voz baja, casi un gruñido—. ¿Te acostaste con él?
Ella me miró fijamente, sin miedo, con esa mezcla de insolencia y vulnerabilidad que me enloquecía.
—Cariño… —su voz se volvió un susurro cargado de fuego—, al único que le he permitido que me toque eres tú.
La lujuria y el peligro espesaron el aire. La agarré de los brazos, nuestros cuerpos presionados cerca. Las frías baldosas contrastaban fuertemente con su calor. Su confesión me aturdió.
La tensión era insoportable. Sabía que debía alejarme, recuperar el control, pero cada palabra me arrastraba más hacia el abismo. Ella no solo estaba jugando conmigo; me estaba recordando que ya había cruzado el punto de no retorno.
En vez de alejarla, la atraje hacia mí con una necesidad imperiosa, mis labios buscando los suyos con una urgencia que apenas podía controlar. Un deseo voraz me invadió, el anhelo de hacerla mía en ese mismo instante, de consumar la pasión que nos consumía a ambos. El rojo intenso de su traje, adherido a su figura como una segunda piel, exacerbaba mis sentidos, provocando en mí una tormenta de emociones y sensaciones. Cada curva que delineaba la tela era una invitación; cada centímetro de su piel oculta bajo el vibrante color encendía aún más mi deseo. Me sentía irremediablemente atraído, dominado por la fuerza incontrolable de la pasión que emanaba de su ser.
En aquel lugar, que ofrecía espacio más que suficiente para moverse con libertad, las caricias comenzaron a ganar intensidad, llenando el aire de una anticipación palpable. Lentamente, con una mezcla de deseo y urgencia, empecé a despojarla de sus prendas, sintiendo la suavidad de su piel bajo mis dedos con cada movimiento. Ella, a su vez, me ofrecía su ayuda para liberarme de las formalidades que me aprisionaban; sus manos hábiles me ayudaron a quitarme el saco, deshaciendo el nudo que me ataba a la compostura. Luego, con una delicadeza ansiosa, desabrochó los botones de mi camisa, dejando al descubierto mi pecho, mientras nuestras miradas se encontraban en un juego silencioso de seducción.
El aire de mi piel desnuda se erizó al contacto con la atmósfera cargada del salón. Sus ojos, dos ascuas en la penumbra, recorrían mi torso con una intensidad que era casi un toque físico. La camisa cayó al suelo, olvidada, como una pieza más de las formalidades que acabábamos de demoler. No hubo más palabras. No las necesitábamos. El lenguaje que hablábamos era primario, hecho de piel, de respiración entrecortada y del zumbido silencioso de la tensión desatada.
Sus manos, liberadas ya de mi camisa, continuaron su exploración. Las yemas de sus dedos trazaron una línea de fuego desde mi clavícula hasta el borde de mis pantalones, deteniéndose justo en el lugar donde el tejido se tensaba, una barrera delgada y frustrante entre nosotros. Un gemido bajo y ronco se escapó de mi garganta, un sonido que no pude contener. La tomé de la muñeca, no con fuerza, sino con una urgencia que la hizo sonreír, esa sonrisa de triunfo y desafío que me desarmaba.
Mi turno. Mis dedos encontraron el cierre de su vestido rojo, una cremallera diminuta que se resistía bajo el temblor de mis manos. Con un movimiento decidido, la bajé, liberando la tensión de la tela. El sonido del metal deslizándose fue el único ruido en el silencio, seguido del suspiro de ella cuando el aire besó su espalda desnuda. El traje, ya sin sujeción, se deslizó lentamente por sus caderas, cayendo a sus pies en un charco de seda roja que parecía sangre sobre el mármol blanco.
La vi entonces, bajo la luz tenue, una obra de arte tallada en sombra y deseo. Cada curva, cada contorno, era una promesa, una tentación a la que no podía resistirme. La atraje hacia mí, y el contacto de su piel contra la mía fue una explosión. El frío del mármol que aún recordaba en mi espalda se desvaneció, reemplazado por el calor abrasador de su cuerpo. La levanté, sus piernas se enroscaron instintivamente en mi cintura, y la llevé hacia la pared, no ya con rabia, sino con un hambre que nos consumía a ambos. Cada beso era más profundo, cada caricia más desesperada. No éramos la hacker y el magnate, ni la princesa y su cómplice. Éramos solo dos cuerpos perdidos en la tormenta, dos almas sedientas encontrando refugio en la única violencia que nos quedaba: la del deseo.
La fría pared a su espalda era mi único punto de apoyo, una isla en el torbellino de mis sentidos. El peso familiar y perfecto de Elara en mis brazos me anclaba a la realidad, mientras su cuerpo y su mente me arrastraban al abismo del placer, al borde de la cordura. Sus labios, tras un beso incandescente, iniciaron un nuevo asalto, incendiando mi mandíbula. Mordisqueaba mi cuello con una ferocidad dulce, una ternura salvaje que me electrizó. Cada roce, cada presión de sus dientes era una chispa poderosa que avivaba el fuego que consumía mi autocontrol, reduciéndolo a cenizas.
Mis manos ya no se contenían. Recorrían la espalda arqueada, sintiendo la tensión de sus músculos bajo la palma, descendiendo hasta la curva perfecta de sus nalgas para apretarla, para sentirla aún más mía. El movimiento de ella fue inmediato: una cadera que se golpeó contra la mía, un gesto lento y deliberado que prometía todo lo que estábamos a punto de desatar. El roce del pantalón contra su piel desnuda era una tortura exquisita, una fricción que nos gritaba que nos quitáramos el resto de ropa, que elimináramos la última barrera que nos separaba.