ARRIESGADA

1172 Words
**ELARA** Ellos nunca lo sabrán. Seguirán viéndome como la inútil, la carga. Y yo los dejaré creerlo. Porque hay algo oscuro y delicioso en guardar un secreto tan grande, en llevarlo como un escudo invisible contra sus juicios. Algún día tal vez lo descubran, pero para entonces será demasiado tarde. Ya no podrán alcanzarme. Miré por la ventana mientras terminaba mi café. El mundo seguía girando afuera, indiferente a nuestras pequeñas miserias familiares. Yo también seguiría girando, avanzando en silencio hacia un futuro que ellos ni siquiera podían imaginar. Y cuando llegara ese día, cuando todo estuviera completo y mi nombre resonara más allá de estas paredes… entonces quizá entenderían lo que habían perdido. Me quedé en mi dormitorio, refugiada entre las paredes que eran mi único espacio de paz. No quería lidiar con mi familia, no tenía ganas de escuchar sermones ni críticas. A veces, sentía que cada rincón de esta casa estaba lleno de expectativas que no me pertenecían, como si cada cuadro colgado en las paredes me recordara lo que se suponía que debía ser. Pero aquí, en mi habitación, al menos podía ser yo misma. El silencio era mi escudo, y la cama mi trinchera. Estaba tumbada boca abajo, con la música sonando bajito en mis auriculares. Era mi forma de desconectar del mundo, de apagar las voces externas y concentrarme en las internas. Me gustaba sentir el ritmo vibrar en mi pecho, como si cada nota me recordara que estaba viva. Pero entonces, como siempre, la paz se rompió. La puerta se abrió sin que yo lo permitiera. Ni siquiera tocaron. Mi madre entró con ese gesto severo que había aprendido a reconocer desde niña. Era el gesto que significaba problemas, el gesto que me decía que se avecinaba una lista interminable de reproches. Su mirada recorrió mi ropa, mi cabello, cada detalle de mi apariencia, como si buscara pruebas de mi rebeldía. Yo sabía lo que venía; siempre era lo mismo. —Elara, ¿hasta cuándo vas a seguir con estas actitudes? —me soltó, con esa voz cargada de reproche que parecía tener grabada en su ADN—. Ese vestuario es una vergüenza, y ese tinte rojo en tu cabello… vulgar. ¿Por qué no aprendes de tu hermana? Ahí estaba. La comparación inevitable. Waldina, la perfecta Waldina. La hija modelo con su cabello impecable y su sonrisa que parecía salida de un anuncio. Yo nunca iba a ser como ella, y lo sabía desde hace años. Lo había aceptado, pero mi madre parecía incapaz de hacerlo. Rodé los ojos, cansada de escuchar lo mismo una y otra vez. No contesté. ¿Para qué? Sabía que no valía la pena. Podría explicarle mil veces que yo no quería ser como Waldina, que mi vida no estaba hecha para encajar en moldes perfectos, pero ella nunca escucharía. Nunca entendería que yo quería ser libre, que quería vivir sin esas cadenas invisibles que a ella le parecían tan necesarias. El silencio fue mi respuesta. Me limité a mirarla con calma, sin darle el gusto de una discusión. Podía sentir su frustración creciendo como una tormenta a punto de estallar, pero yo no iba a ceder. Aprendí hace tiempo que discutir con ella era como gritarle al viento: inútil. Ella suspiró, derrotada como tantas veces antes, y salió de la habitación dejando tras de sí el eco de sus críticas. Cerró la puerta con más fuerza de la necesaria, como si quisiera asegurarse de que su descontento resonara en todo el espacio. Me quedé ahí, en mi cama, mirando al techo con una sonrisa apenas dibujada en los labios. Que pensara lo que quisiera. Yo seguiría siendo yo. A veces me preguntaba por qué le costaba tanto aceptar eso. No era tan complicado, ¿no? Era como si estuviera aferrada a una versión idealizada de mí que nunca existió. Quizás porque Waldina había cumplido con todas sus expectativas y ella pensaba que yo también debía hacerlo. Pero no podía ser así. No quería ser así. Encendí mi lámpara y me puse a dibujar en mi cuaderno. Era algo que siempre me ayudaba a calmarme después de estas discusiones silenciosas. Los trazos iban formando figuras abstractas, líneas curvas y colores intensos que reflejaban lo que sentía por dentro: caos, pero un caos hermoso. Dibujar era mi forma de expresar todo lo que no podía decir en palabras. Pensé en Waldina por un momento. No le guardaba rencor; ella no tenía la culpa de ser la favorita, ni tampoco de ser el estándar por el cual me medían constantemente. En realidad, ella siempre había sido amable conmigo, aunque nuestras vidas eran tan diferentes que apenas teníamos cosas en común. Mi madre no entendía eso. No entendía que yo no quería ser una copia de nadie. Quería vivir mi vida a mi manera, sin preocuparme por qué dirán los vecinos ni por las reglas absurdas que ella seguía como si fueran mandamientos divinos. Terminé mi dibujo y lo miré con satisfacción. Era un retrato abstracto de mí misma: una figura roja y negra rodeada de líneas caóticas pero vibrantes. Era imperfecto, pero era mío, y eso era suficiente. Me acosté otra vez en la cama y cerré los ojos. Mañana sería otro día lleno de miradas críticas y comentarios innecesarios, pero ahora mismo no importaba. Aquí, entre estas cuatro paredes, podía respirar tranquila. El sonido del teléfono rompió la calma de mi habitación, ese silencio que a veces se siente como un peso. Contesté sin mucho ánimo, pensando que sería otra llamada sin importancia, pero la voz de mi amiga me sacudió como un rayo. —Elara, habrá una exhibición de motos callejeras muy cerca. Te estamos esperando. Sentí cómo la emoción me recorría de pies a cabeza, como si alguien hubiera encendido un interruptor dentro de mí. Una sonrisa se dibujó en mis labios antes de que pudiera contenerla. ¡Por fin algo emocionante! Era el momento perfecto para que mi bebé —mi moto— tuviera la oportunidad de lucirse. No era solo una máquina; era mi compañera, mi extensión, casi como una parte de mí misma que rugía con libertad y fuerza. Me levanté de la cama con una energía renovada, como si todo el tedio del día se hubiera desvanecido en un instante. El simple pensamiento de acelerar, de sentir el motor vibrando bajo mí, me llenaba de adrenalina. Esa sensación era única, indescriptible. Mi moto no era solo un vehículo; era mi cómplice, mi escape, mi declaración de independencia frente a todo lo que intentaba ponerme límites. Busqué mi chaqueta de cuero, esa que ya tenía marcas de batallas pasadas, y ajusté mis botas con precisión, como si estuviera preparándome para una misión importante. Mientras lo hacía, mi mente ya estaba en la pista: imaginaba las luces brillando sobre el asfalto, el rugido ensordecedor de los motores y las miradas que inevitablemente se girarían cuando nos vieran llegar. No era vanidad, era certeza. Mi moto y yo estábamos hechas para esto, para dominar la noche.
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